El sol de Breda (15 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: El sol de Breda
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Desde la trinchera podía oírse cavar a los holandeses. Diego Alatriste pegó la oreja a uno de los maderos hincados en el suelo para sostener las fajinas y cestones de la zanja, y una vez más escuchó el amortiguado ris—ras que venía de las entrañas de la tierra. Hacía una semana que los de Breda trabajaban noche y día para cortar el paso a la trinchera y al subterráneo que los atacantes dirigían hacia el revellín que llamaban del Cementerio. De ese modo, palmo a palmo, éstos avanzaban con la mina y aquéllos con la contramina, dispuestos unos a hacer estallar varios barriles de pólvora bajo las fortificaciones holandesas, y empeñados los otros en hacer muy lindamente lo mismo bajo los pies de los zapadores del rey católico. Todo era cuestión de trabajo y rapidez. De quién cavara más deprisa y llegase antes a encender sus mechas.

—Maldito animal —dijo Garrote.

Se tenía con la cabeza gacha y el ojo atento, muy a lo suyo, apostado tras los cestones con el mosquete apuntado entre unas tablas que le servían de aspillera, la mecha calada y humeando. Arrugaba la nariz, asqueado. El dicho maldito animal era una mula que llevaba tres días muerta bajo el sol a pocas varas de la trinchera, en tierra de nadie. Se había escapado del campo español, con tiempo para darse un gentil garbeo entre unos y otros antes de que un mosquetazo procedente de la muralla, zas, la dejase allí tendida patas arriba. Ahora hedía, hecha un zumbidero de moscas.

—Mucho tardas y holandés no tienes —comentó Mendieta.

—Casi lo tengo.

Mendieta estaba sentado en el fondo de la zanja, a los pies de Garrote, despiojándose con solemne minuciosidad vascongada —en las trincheras, no contentos con vivir a su gusto en nuestro pelo y harapos, los piojos salían a hacer la rúa con mucha flema—. El vizcaíno había hablado sin excesivo interés, atento a su tarea. Tenía la barba crecida y la ropa hecha jirones y sucia de tierra, como cuantos estaban allí, incluido el propio Alatriste.

—¿Verlo puedes, o así?

Garrote movía la cabeza. Se había quitado el sombrero para ofrecer menos blanco a los de enfrente. Su pelo rizado y grasiento se recogía en la nuca en una coleta sucia.

—Ahora no, pero de vez en cuando asoma… La próxima lo avío, al hideputa.

Echó Alatriste un vistazo breve por encima del parapeto, procurando cubrirse entre las tablas y las fajinas. El holandés era quizás uno de los gastadores que trabajaban en la boca del túnel, a unas veinte varas por delante. Hiciera lo que hiciese, sus movimientos lo descubrían un poco, no demasiado, apenas la cabeza; pero suficiente para que Garrote, opinado como buen tirador, le fuera cogiendo el punto, sin prisas, hasta ponerlo en suerte. El malagueño, hombre de toma y daca, quería corresponder al detalle de la mula.

Había docena y media de españoles en la trinchera, una de las más avanzadas, que zigzagueaba a escasa distancia de las posiciones holandesas. La escuadra de Diego Alatriste pasaba allí dos semanas de cada tres, con el resto de la bandera del capitán Bragado, repartido por las zanjas y fosos cercanos, situados todos ellos entre el revellín del Cementerio y el río Merck, a dos tiros de arcabuz de la muralla principal y la ciudadela de Breda.

—Ahí está el hereje —murmuró Garrote.

Mendieta, que acababa de encontrar un piojo y lo miraba con curiosidad familiar antes de aplastarlo entre los dedos, alzó un momento la vista, interesado.

—¿Holandés tienes?

—Lo tengo.

—Al infierno envía, pues.

—En eso estoy.

Tras pasarse la lengua por los labios, Garrote había soplado la mecha y ahora encaraba cuidadosamente el mosquete, entornando el ojo izquierdo; su índice acariciaba el gatillo como si fuera el pezón de una daifa de a medio ducado. Asomándose un poco más, Alatriste tuvo la visión fugaz de una cabeza descubierta que se destacaba mal precavida en la trinchera holandesa.

—Otro que muere en pecado mortal —oyó decir muy despacio a Garrote.

Luego sonó el tiro, y con el fogonazo de pólvora chamuscada Alatriste vio desaparecer de golpe la cabeza de enfrente. Después se oyeron gritos de furia, y tres o cuatro escopetadas levantaron tierra en el parapeto español. Garrote, que se había dejado caer de nuevo abajo en la trinchera, reía entre dientes, el mosquete humeante entre las piernas. Afuera sonaban más tiros e insultos voceados en flamenco.

—Que se jodan —dijo Mendieta, localizando otro piojo.

Sebastián Copons abrió un ojo y lo volvió a cerrar. El mosquetazo de Garrote le había interrumpido la siesta que dormía al pie del parapeto, con la cabeza apoyada en una manta mugrienta. También los hermanos Olivares asomaron sus hirsutas cabezas de turcos por un recodo de la trinchera, curiosos. Alatriste se había agachado hasta quedar sentado, la espalda contra el terraplén. Luego metió la mano en la faltriquera, en busca de un trozo de pan de munición negro y duro que allí guardaba desde el día anterior. Se lo llevó a la boca, humedeciéndolo con saliva antes de masticar poco a poco. Con el olor de la mula muerta y el aire viciado de la zanja no resultaba manjar exquisito; pero tampoco había dónde elegir, e incluso aquel simple chusco era un festín de Baltasar. Nadie traería nueva provisión hasta la noche, con el amparo de la oscuridad. Demasiado expuesto de día.

Mendieta dejaba moverse el nuevo piojo por el dorso de la mano. Por fin, cansado del juego, lo aplastó de un manotazo. Garrote limpiaba con la baqueta el caño del arcabuz, caliente, tarareando una tonada italiana.

—Quién estuviera en Nápoles —dijo al cabo de un rato, con una sonrisa blanca en su atezada cara de moro.

Todos estaban al tanto de que Curro Garrote había servido dos años en el tercio de Sicilia y cuatro en el de Nápoles, viéndose obligado a cambiar de aires tras varios lances poco claros que incluían mujeres, cuchilladas, robos nocturnos con escalo y alguna muerte, una temporada forzosa en la cárcel de Vicaría y otra voluntaria acogido en la iglesia de la Capela, por dar cumplimiento a aquello de:

A quien me dejó la capa

y huyendo de mí se escapa,

¿qué puede justicia hacer,

si con infame poder

se puso en tierra del Papa?

El caso era que entre una cosa y otra, Garrote había tenido tiempo para recorrer con las galeras del rey nuestro señor la costa de Berbería y las islas de oriente, asolando tierra de infieles y desvalijando caramuzales y bajeles turcos. En aquellos años, afirmaba, había reunido botín suficiente para retirarse sin apuros. Y así lo habría hecho de no habérsele cruzado demasiadas hembras y ser él mismo harto aficionado al naipe; que a la vista de Juan Tarafe o de una desencuadernada, el malagueño era de los que tallan fuerte y son capaces de jugarse el sol antes de que salga.

—Italia —repitió en voz baja, con la mirada perdida y la villana sonrisa todavía en la boca.

Lo había dicho como quien pronuncia un nombre de mujer, y el capitán Alatriste comprendía bien por qué. Aunque sin pregonarlo con tantos rumbos como Garrote, también él tenía sus recuerdos italianos, que en una trinchera de Flandes se antojaban aún más gentiles si cabe. Como todos los veteranos de allá, añoraba aquella tierra; o tal vez lo que de veras añoraba era su juventud bajo el cielo azul y generoso del Mediterráneo. A los veintisiete años, después de obtener la baja en su tercio tras la represión de los moriscos rebeldes de Valencia, habíase alistado en el de Nápoles y peleado contra turcos, berberiscos y venecianos. Sus ojos vieron arder la escuadra infiel frente a la Goleta con las galeras de Santa Cruz, las islas del Adriático con el capitán Contreras, y también teñirse de sangre española el fatídico esguazo de las Querquenes; de donde, socorrido por un compañero de nombre Diego Duque de Estrada, había salido llevando a rastras al joven y malherido Álvaro de la Marca, futuro conde de Guadalmedina. Durante aquellos años de mocedad, los golpes de fortuna y las delicias de Italia habían alternado con no pocos trabajos y peligros; aunque ninguno pudo agriar el dulce recuerdo de los emparrados en las suaves laderas del Vesubio, los camaradas, la música, el vino de la taberna del Chorrillo y las mujeres hermosas. Entre cal y arena, el año trece su galera resultó capturada en la boca del canal de Constantinopla, con media gente hecha pedazos y acribillada de saetas turcas hasta la gavia; y él mismo, herido en una pierna, viose liberado cuando la nave donde lo llevaban cautivo resultó apresada a su vez. Dos años más tarde, el quince del siglo y recién cumplida Alatriste la edad de Cristo, había sido uno de los mil y seiscientos españoles e italianos que, con una flota de cinco barcos, asolaron durante cuatro meses las costas de Levante, desembarcando luego en Nápoles con rico botín. Allí, una vez más, la rueda de la Fortuna giróle cabeza abajo. Una mujer trigueña, medio italiana y medio española, de cabos negros y ojos de buen tamaño, de esas que dicen asustarse al ver un ratón pero se huelgan de topar con media compañía de arcabuceros, había empezado por pedir la regalara con ciruelas de Génova, luego con una gargantilla de oro y a la postre con vestidos de seda; y acabó, como suelen, por calzarse hasta el último maravedí. Luego el lance se adobó al estilo de las comedias de Lope, con una visita a deshora y otro fulano en camisa y donde no debía. Lo del prójimo en camisa quitó crédito a las protestas de la miñona, que sin empacho lo apellidaba de primo; aunque más que primo a secas diríase primo carnal. Además Diego Alatriste ya no tenía edad para caerse del guindo. De manera que, tras una mejilla de la mujer cruzada por linda cuchillada al soslayo, y el intruso de la camisa con dos cuartas de acero entre pecho y espalda —el presunto primo fue a batirse sin calzones, y eso le restó brío a la hora de afirmarse en buena esgrima—, Diego Alatriste viose tomando las de Villadiego antes que caer preso. Precaución que en su oportunidad consistió en rápido embarque para España, gracias al favor de un viejo conocido, el ya mentado Alonso de Contreras; con quien, siendo ambos rapazuelos de la misma edad, había salido para Flandes a los trece años, tras las banderas del príncipe Alberto.

—Ahí viene Bragado —dijo Garrote.

El capitán Carmelo Bragado venía por la trinchera con la cabeza baja y sombrero en mano para no hacer bulto, buscando las desenfiladas de los arcabuceros enemigos apostados en el revellín. Aun así, como era un leonés fornido y resultaba difícil sustraer sus seis pies de altura a los ojos de los holandeses, un par de mosquetazos hicieron ziiiang, ziiiang, zurreando sobre el parapeto, en homenaje a su llegada.

—Mala pascua les dé Dios —gruñó Bragado, dejándose caer entre Copons y Alatriste.

Se abanicaba el rostro sudoroso con el sombrero en la mano diestra, apoyada la zurda en el puño de su toledana; pues la tenía descompuesta desde el combate del molino Ruyter, con los dedos anular y meñique desprovistos ahora de falanges. Al rato, lo mismo que antes había hecho Diego Alatriste, pegó la oreja a uno de los maderos clavados en la tierra y frunció el ceño.

—Esos topos herejes tienen prisa —dijo.

Luego se echó hacia atrás, rascándose el mostacho donde le goteaba el sudor de la nariz.

—Traigo dos malas noticias —añadió al rato.

Se quedó mirando la miseria de las trincheras, la suciedad acumulada por todas partes, el desastrado aspecto de los soldados. Fruncía la nariz ante el hedor de la mula muerta.

—… Aunque entre españoles —ironizó— tener sólo dos malas noticias siempre es buena noticia.

Volvió a callar un poco, dicho aquello, hasta que por fin hizo una mueca desagradable y se rascó la nariz.

—Anoche mataron a Ulloa.

Alguien renegó un voto a Dios y los otros no dijeron nada. Ulloa era un cabo de escuadra, soldado viejo, que había servido con ellos en buen camarada hasta conseguir sus escudos de ventaja. Según aclaró Bragado en pocas palabras, había salido a reconocer las trincheras holandesas con un sargento italiano, y sólo volvió el italiano.

—¿Para quién había hecho testamento? —se interesó Garrote.

—Para mí —repuso Bragado—. Y un tercio en misas.

Durante un rato guardaron silencio, y ése fue todo el epitafio de Ulloa. Copons seguía con su siesta y Mendieta a la caza de piojos. Garrote, que había terminado de limpiar el mosquete, se acortaba las uñas royéndolas y escupiendo trozos tan negros como su alma.

—¿Cómo va nuestra mina? —preguntó Alatriste.

Bragado hizo un gesto de desaliento.

—Va despacio. Los zapadores han encontrado tierra demasiado blanda, y además se filtra agua del río. Tienen que entibar mucho, y eso lleva tiempo… Se teme que los herejes desemboquen antes y nos vuelen a todos los huevos.

Oyéronse tiros al extremo de la trinchera, fuera de la vista; una buena escopetada que apenas duró un instante. Después todo volvió a quedar en calma. Alatriste miraba a su capitán, esperando que soltara de una vez la otra mala noticia. Bragado nunca los visitaba por el gusto de estírar las piernas.

—A vuestras mercedes —dijo al fin éste— les toca ir a las caponeras.

—Mierda de Cristo —blasfemó Garrote.

Las caponeras eran túneles estrechos, cavados por los zapadores, que discurrían cubiertos por mantas, maderas y cestones bajo las trincheras. Usábanse tanto para abortar los trabajos del enemigo como para profundizar en sus avanzadas desembocando en fosos, zanjas y reparos, donde se hacían estallar petardos y se ahumaba al adversario con azufre y paja mojada. Era un bellaco modo de reñir bajo tierra, a oscuras, en pasajes tan angostos que a menudo sólo podían moverse los hombres de úno en uno y arrastrándose, sofocados por el calor, la polvareda interior y los vahos del azufre, riñendo a la manera de topos ciegos con puñales y pistoletes. Las caponeras cercanas al revellin del Cementerio trazaban vueltas y revueltas en torno al túnel principal de los españoles y al muy próximo de los holandeses, intentando con ellas estorbar los unos a los otros, dándose por lo común derribar una pared a golpes de pico o con un petardo, y venir de boca con los zapadores del otro lado, en un revoltijo de puñaladas y pistoletazos a quemarropa, y también golpes de pala corta, que para ese menester se afilaban con piedras de amolar hasta dejar sus bordes como hojas de cuchillo.

—Ya es la hora —dijo Diego Alatriste.

Estaba agazapado en la entrada del túnel principal con su grupo, y el capitán Bragado los observaba desde algo más lejos, arrodillado en la zanja con el resto de la escuadra y una docena más de gente de su bandera, listo para echar una mano si se terciaba. En cuanto a Alatriste, lo acompañaban Mendieta, Copons, Garrote, el gallego Rivas y los dos hermanos Olivares. Manuel Rivas era un buen mozo rubio y de ojos azules, muy de fiar y muy valiente, que hablaba un pésimo castellano con fuerte acento del Finisterre. En cuanto a los Olivares, parecían gemelos, sin serlo. Tenían muy semejantes las facciones, con el rostro agitanado y el pelo y las barbas negras y tupidas en torno a unas narices gallardas, semíticas, que delataban a la legua a unos bisabuelos todavía reacios a comer tocino: cuestión que a sus camaradas dábaseles un ardite, pues en asuntos de limpieza de sangre nunca entraron los tercios, al considerar que quien la vertía peleando, harto hidalga y limpia la tenía. Los dos hermanos iban siempre juntos a todas partes, dormían espalda contra espalda, compartían hasta el último mendrugo de pan, y cuidaban uno del otro en la pelea.

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