El Sótano (17 page)

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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: El Sótano
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El mendigo se puso a llorar en silencio. La felicidad que al principio sintió al saber que Dios era real, que le hablaba y se acordaba de él, se había convertido en sufrimiento. Cuando no le castigaba con su venganza, le mandaba hacer cosas terribles. Había vivido en la calle durante muchos años, sin esperanza, pero también sin dolor. Se acostumbró a sobrevivir día tras día con algo de comida y un poco de alcohol. Casi nadie se metía con él, y muchos le ayudaban. La gente no es tan mala como muchos creen. La mayoría tiene buenos sentimientos. Salvo algunos. Como los que le dieron una paliza que lo dejó medio muerto en un callejón, una lluviosa noche de otoño.

Tuvieron que ingresarlo en un hospital, donde se despertó con la cabeza vendada y un brazo fracturado, además de varias costillas rotas. Allí le curaron, le cuidaron y le trataron muy bien. Sobre todo una doctora con acento extranjero que iba cada mañana a visitarlo, y volvía cada noche. Se llamaba Diana. Diana Peetman. Era una mujer elegante, hermosa y muy atractiva, aunque ya hubiera pasado de los cuarenta. Sus ojos eran los de alguien que ha sufrido y ha contemplado grietas profundas, que siempre devuelven la mirada.

Fue cuando el mendigo terminó su rehabilitación, y volvió a la calle, cuando empezó a escuchar la voz de Dios. Al principio llegó a pensar que se había vuelto loco. Pero Dios le reveló cosas que él no sabía ni podía saber, y que eran verdaderas. Como cuando le anunciaba que un desconocido iba a darle unas monedas; o cuando le indicaba que, entre los setos de un parque, encontraría algo de comida.

O también cuando le condujo hasta el edificio abandonado de la Ciudad Universitaria. Le dio indicaciones precisas sobre cómo entrar y dónde buscar cobijo, y le procuró alimento y bebida con los que sustentarse. Como el maná del pueblo judío en su larga travesía por el desierto del Sinaí.

Así le demostró Dios que era real, y no fruto de su mente enferma. Que se dignara hablarle a él, era una recompensa por todos sus padecimientos.

—¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! —gritó Alejandro cuando vio a Germán moribundo y Víctor le contó lo de Pau y Mar.

—Sí —coincidió Víctor, tras un instante de duda—. Hay que darse prisa.

Aunque seguía sin tener intención de contarles la verdad, Víctor comprendió que las cosas se habían torcido por completo. Él estaba acostumbrado a recibir órdenes, pero también sabía cuándo era mejor no cumplirlas.

Sopesó un momento la posibilidad de huir a pie. Pero así sería imposible que Germán llegara vivo a un hospital. No tenían ningún teléfono móvil con el que avisar a la policía o a una ambulancia. Tendrían que llevarle ellos mismos, y la única posibilidad era utilizar la vieja Volkswagen.

—No os entretengáis en coger nada —les apremió—. ¿Quién tiene las llaves de la furgoneta?

—Las tenía Germán —dijo Alejandro.

Bárbara abrazaba con todas sus fuerzas a Clara, que no dejaba de llorar desconsoladamente. Se sentía aterrorizada. La ira la invadió. Quiso gritar de desesperación. Ni ella ni su hermanita merecían esto. Ya habían sufrido bastante. ¿Cómo era posible que estuvieran otra vez en peligro? Que un asesino dispuesto a matarlos a todos se encontrara allí mismo, escondido entre las sombras del edificio que debía suponer un nuevo y esperanzador comienzo. Ya había matado a dos de ellos, casi a otro…, y al pobre Feo. Además, estaba lo que había leído en las notas de Alejandro. Su felicidad se había hecho añicos en un segundo, como un fino cristal golpeado con un mazo.

—Álex, busca las llaves entre sus ropas mientras yo quito los tablones de la puerta —ordenó Víctor—. Y tú, Bárbara, vigila con la linterna la escalera por si vuelve ese puto cabrón… Bárbara, ¿me has oído?

—Sí, sí, vale.

Víctor abandonó la estancia y Alejandro se arrodilló junto a Germán. Sólo fue capaz de mirarle un momento a los ojos, apenas abiertos en su rostro mortalmente pálido. La visión de su cuerpo ensangrentando y herido salvajemente por todas partes le resultaba casi insoportable. Aunque, si salían de esta, su novela tendría un material impagable. Su padre podría, al fin, estar orgulloso de él.

—¿Dónde tienes las llaves, Germán?

El chico no respondió de inmediato y, cuando lo hizo, fue con un hilo de voz. Era obvio que se les estaba yendo.

—En… el… bolsillo —dijo, con un terrible esfuerzo.

Alejandro asintió. Sabía que era crucial contener de algún modo las hemorragias. Pero las heridas eran tantas que parecía imposible. Se puso a buscar las llaves de la furgoneta en sus bolsillos. No las tenía. Donde deberían estar, la navaja del mendigo había abierto un agujero en la ropa cuando penetró en su carne.

Víctor regresó dando bufidos. Alejandro estaba tan alterado que le temblaba todo el cuerpo.

—No encuentro las llaves. Germán tiene un agujero en un bolsillo. Deben de habérsele caído en el sótano.

—Deja de preocuparte por las llaves. La salida está cerrada y no puedo abrirla.

Bárbara miró a Víctor con incredulidad y estuvo a punto de caer al suelo cuando sus piernas flaquearon. Al lado de Germán, Alejandro lanzó un grito.

—¿Qué…? Eso no puede ser.

—Ven conmigo —dijo Víctor—. Vamos a llevar a Germán hasta allí. Tú y Clara también os venís, Bárbara. Tenemos que mantenernos juntos. Esto no es ningún juego.

Ninguno de ellos comprendió realmente por qué Víctor había dicho eso. Pero estaban de acuerdo: aquello no era ningún juego.

—¿Quién ha cerrado la entrada? —dijo Alejandro balbuceando—. ¿Por qué…?

—No lo sé —mintió a medias Víctor—. Pero tenemos que conseguir abrirla. Es el único modo de salir.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Bárbara con lucidez—. Ese hijo de puta apareció aquí en medio de la noche, y no entró por donde nosotros lo hicimos. Tiene que haber otra salida.

—Es verdad —afirmó Alejandro—. Ya estaba dentro. Además, sólo él ha podido cerrar la entrada para atraparnos en esta ratonera.

—Ha tenido que hacerlo desde fuera —continuó Bárbara, que no dejaba de iluminar hacia el fondo de la sala con su linterna, aunque la escalera ya no quedaba a la vista desde su posición.

Víctor la miró con aquiescencia.

—Ese cerdo debió de volver a entrar por un lugar secreto. Sí, tiene que haber otra salida —repitió las palabras de Bárbara—. Y tiene que estar en el sótano. El resto del edificio ya lo hemos revisado… De todos modos, antes es mejor tratar de abrir la puerta —añadió, aunque ya la había examinado y no creía posible hacerlo—. Álex, ayúdame a coger una de las mesas para usarla como ariete.

Los dos jóvenes regresaron a la estancia contigua y enseguida volvieron con la mesa más pesada y robusta que encontraron. La llevaban cogida por ambos lados y se lanzaron contra la puerta. El estruendo resonó por todo el edificio, pero lo que fuera que obstruía el hueco no se movió un ápice.

Arriba, el mendigo escuchó el ruido y abrió los ojos. Esperaba alguna instrucción de Dios, pero no la hubo. Se mantuvo allí, agazapado. Las instrucciones del Todopoderoso habían sido claras y debía seguirlas sin pensar, al pie de la letra.

Un nuevo intento de Víctor y Alejandro sólo hizo que la mesa se rompiera.

—¡Hijo de puta! —gritó Alejandro hacia las profundidades del edificio.

—Álex, Álex, tratemos de calmarnos un poco…

Víctor sabía por experiencia que perder la calma es lo peor que puede ocurrir en una situación comprometida. El nerviosismo provoca errores, y los errores, en ese tipo de situaciones, suelen ser fatales.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Bárbara, aferrada a Clara.

—Vosotros, quedaos aquí —dijo Víctor—. Yo bajaré al sótano y buscaré esa otra salida. Si es que la hay.

—¿No podemos gritar desde una de las ventanas? —habló de nuevo la joven—. Alguien podría oírnos y ayudarnos, llamar a la policía…

Bárbara estaba muy nerviosa y aturdida. Víctor se acercó a ella y le puso la mano protectoramente en el hombro.

—No hay nadie en toda la Ciudad Universitaria. Está nevando, es Navidad, es de noche. ¿Lo entiendes? Tranquilízate, por favor. Saldremos de aquí. Todo se arreglará si nos mantenemos serenos y unidos.

A pesar del tono que había empleado, él sabía que eso no era en absoluto seguro. Tendría que tomar las riendas y no dejar que los otros actuaran impulsivamente.

—Y ahora, voy al sótano. Esperadme aquí. No dejéis de vigilar la entrada con la linterna. Tardaré lo menos posible. Pero si no vuelvo, bajo ninguna circunstancia debéis ir a buscarme.

Fue hasta su mochila y sacó de ella un cuchillo de caza.

—Toma, Álex. Si tienes que usarlo, agárralo con fuerza. No es tan fácil como parece clavárselo a alguien.

Alejandro lo cogió y se quedó mirándolo como si fuera un arma salida de una película de ciencia ficción, extrañado por las palabras de Víctor. Antes de dirigirse hacia la puerta del sótano, éste sacó también una navaja y la abrió.

—Cuando vuelvas, vas a tener que explicarnos muchas cosas —dijo Alejandro.

Víctor asintió y se volvió para irse.

—Ten cuidado.

La voz quebrada de Bárbara llegó muy débil a sus oídos. Atravesó las habitaciones que lo separaban de la entrada al sótano y allí se detuvo unos segundos. Su cabeza bullía con pensamientos contrapuestos. Los apartó para centrarse en el momento y en lo que iba a hacer en el futuro inmediato. Si salía vivo de allí, ya tendría tiempo de pensar. Y si no, de nada le serviría hacerlo en ese momento.

En la zona más alta del edificio, la voz de Dios sonó complacida en el interior del viejo. Por un instante, el dueño de la voz temió que el desarrollo de los acontecimientos adquiriera un cariz no deseado. Pero ahora, en el momento crítico, cuando Víctor buscaba una segunda salida al exterior y sus compañeros estaban al tanto del peligro del mendigo, se mostraba, sin embargo, satisfecho.

«Espera donde estás, ya falta poco», dijo la voz.

—Sí, mi Señor —musitó el viejo.

«Yo te guiaré y tú serás mi brazo.»

—Como tú mandes.

«La recompensa será grande. Mayor de lo que puedas imaginar.»

En el cerebro del mendigo se liberó un torrente de placer, que duró sólo unos breves instantes.

«Cuando todo acabe, saborearás este placer para siempre. Por los siglos de los siglos.»

Abajo, en el sótano, Víctor cruzó la galería en la que se hallaban los cuerpos sin vida de Mar y de Pau. Llegó hasta el fondo y giró a la derecha. Caminó hasta la oquedad donde había encontrado a Germán. En el suelo había marcas de sangre sobre la húmeda mugre. Apuntó con la linterna a todas partes hasta que un resplandor le hizo detenerse. Eran las llaves de la furgoneta. Alejandro tenía razón: en efecto, el chico las había perdido durante el ataque del mendigo.

Las guardó en un bolsillo y siguió avanzando por ese mismo túnel. Más adelante confluía en él una vía lateral. Víctor la tomó, intentando confeccionar un plano mental de aquel laberinto. Si verdaderamente había otra salida, debía de hallarse en algún lateral del edificio. Podría estar en cualquiera de sus lados, salvo en el que daba a la parte en activo de la facultad.

¿O no?

Quizá precisamente la salida comunicaba ambas construcciones. Víctor tenía cada vez más claro que no se lo habían dicho todo acerca de aquel edificio. Por eso tenía miedo. Miedo de que él mismo fuera parte del experimento. Nunca le dijeron que allí habría muertes. Y, si las cosas se les habían ido de las manos, ¿por qué no se había abortado aún la operación, a pesar de que él les había avisado?

Una vez más regresó al aquí y al ahora. Lo único importante era encontrar esa otra posible salida. Así que optó por adentrarse en las galerías hacia la parte inferior de la Facultad de Física. Si lograba llegar hasta ella, podría usar un teléfono público y salir por una ventana cualquiera. Allí no había barrotes, como en aquella trampa en la que habían caído.

En la que él les había hecho caer.

18

Antes de regresar de Estados Unidos, con la cabeza llena de ideas que era necesario conectar entre sí, Eduardo compró el regalo de cumpleaños de su hija: una muñeca Bratz y un juego de peluquería infantil. El código alfanumérico hallado en el mástil del violín no le decía absolutamente nada. Y continuaba sin tener la menor idea de quién podía ser la tal Almudena a la que se había referido Víctor Gozalo, o qué había querido decir éste con lo de que el secreto estaba oculto en la tumba de su padre, si es que no resultaba ser una simple locura. Garganta Profunda no le había respondido cuando le preguntó. Eduardo no sabía si porque ignoraba a qué se refería o por todo lo contrario.

Cansado y de mal humor, había decidido buscar en el inmenso océano de internet, mientras aún estaba en Filadelfia. A veces uno encontraba allí respuesta a cuestiones que parecían imposibles de descifrar. Aunque en este caso no sacó nada en claro. Aquel código, sin embargo, debía de tener un significado. Y también todo lo demás. O quizá no. Ya no estaba seguro de nada. Puede que todo ello no fueran más que indicaciones falsas hacia un callejón sin salida.

Durante su estancia en Estados Unidos, Garganta Profunda no se había puesto en contacto con Eduardo ni una sola vez. Pero nada más aterrizar en Madrid, volvió a llamarle. Quizá se pasaba de paranoico, pero era demasiada casualidad. Aquel hombre tenía que estar al tanto de todos sus pasos.

—¿Tiene ya algo? —preguntó, con su voz ahogada y áspera.

—De momento estoy sobre una pista. Tengo que seguirla. Ya veremos adónde conduce.

A Eduardo le convenía ser cauto, y no intentar engañar demasiado a Garganta Profunda. Si de verdad conocía sus movimientos, no podría mentirle aunque quisiera, ya que se daría cuenta del juego. Era mejor ser ambiguo, usar expresiones que pudieran interpretarse de varias maneras, y así nadar y guardar la ropa, evitando sospechas.

—Siga esa pista. Seguramente es buena.

Ahora era Garganta Profunda quien se mostraba evasivo. ¿Qué había querido decir exactamente con esas palabras? Cuando Eduardo intentó sacarle algo más de información, colgó el teléfono.

—Hijo de puta —masculló.

Eduardo tenía el móvil en la mano. Se le ocurrió llamar a Lorena para decirle que pensaba acudir a la fiesta de cumpleaños de Celia. Aunque si lo hacía, corría el riesgo de que ella se negara. Después del incidente con el profesor chino y su intérprete le había pedido que no fuera. Podía presentarse sin avisar, y entonces le resultaría muy difícil echarlo. Aunque estaría de morros toda la tarde.

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