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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (8 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Ahora le parecía intolerable haberse planteado siquiera quedarse a vivir en Roma. En su fuero interno, en lo más profundo de su ser, había sabido desde el principio que se estaba engañando; quería ser engañada para justificar de alguna manera su permanencia en la ciudad una vez que había terminado su aprendizaje. Comprendió, al reflexionar sobre ello, que por eso nunca había intentado mezclar a Carlo con sus amigos: temía que alguien le abriera los ojos y le dijera lo que ya sabía, que estaba ante un vulgar imitador de Casanova.

Con todo, no podía dejar de lamentarse por no haberlo visto venir, por haber continuado fraguando unas esperanzas que ahora se habían convertido en humo bajo ese sol despiadado que todo lo iluminaba, que todo lo podía.

Sus ojos empezaron a humedecerse fruto de la rabia. Antes de cruzar el portal de su casa, miró a su espalda. Por alguna estúpida razón cruzó por su mente la idea de que Carlo podía estar detrás de ella, de que quizá la habría seguido para pedirle perdón.

Allí no había nadie.

Sola y vencida, Laura suspiró y subió a su apartamento. Se tumbó en la cama y dejó que las lágrimas fluyeran en silencio. No quiso mirar por la ventana, como siempre hacía. En su lugar contempló el techo, donde una mancha de humedad se asemejaba al dibujo del mar en un antiguo mapa. Al otro lado de ese oscuro piélago se encontraba su hogar; allí estaba Barcelona.

La noche la alcanzó todavía vestida sobre la cama. El mar seguía allí, sobre su cabeza, pero Laura ya no lo miraba. Tenía los ojos cerrados y reposaba después de aquel largo día en el que su inocencia se había ido para siempre.

Capítulo 7

Tras el conflicto de la huelga, Dimas se convirtió en el nuevo contramaestre. La dura respuesta que vivió en sus carnes —una buena cicatriz en su pierna lo recordaba— evitó que recayera sobre él cualquier sospecha de connivencia con el poder. Por otra parte, la perfidia de Daniel Montero había dejado entre los trabajadores un rastro de resentimiento hacia los sindicatos y un rechazo sordo hacia cualquier idea de rebelión. La actuación de la patronal había sido contundente y, además, la traición pesaba sobre ellos como un lastre difícil de superar.

Dimas demostró ser el único capaz de curar las viejas heridas. Con tesón y diligencia, fue asentándose en el trabajo día tras día. Llevaba mucho tiempo preparándose para ello y en cuanto tomó las riendas se quitó un peso de encima, el de su frustración; mucho más relajado, se dispuso a demostrar todas sus aptitudes. No cambió el trato con nadie ni se puso inmediatamente del lado de los patronos, sino que siguió comportándose del mismo modo. Su sueldo había aumentado y en su nuevo papel ahora era visible y respetado. Había conseguido sobresalir por fin de entre la masa gris de los proletarios, de los emigrantes, de los
mà d’obra
sin rostro que formaban una manada y se esforzaban por un futuro estéril. No había desaprovechado la oportunidad.

Por las noches, cuando regresaba a casa, veía con satisfacción el orgullo en la mirada de su padre. Casi siempre cenaban en silencio, con el ruido metálico de la cuchara tintineando en el plato, pero ahora era un silencio amable, no cargado de frustración e impotencia, como sucedía antes. Guillermo miraba a uno y a otro como esperando algo, tal vez que se abriera una espita de cordialidad que le permitiera empezar a hablar y contarles su día en la escuela. Pero eso no ocurría a menudo y la solemnidad durante la cena crecía y crecía. Dimas tenía ganas de iniciar una conversación banal, intrascendente pero agradable sobre cualquier tema, el que fuera, que le permitiera charlar con su padre y su hermano, reír y bromear con ellos, demostrarles que ya no era el de antes, siempre callado, amargado y reconcomido, a la espera de saltar por cualquier tema para echarle en cara a Juan que las cosas no eran como él creía, que nadie conseguía nada agachando la cabeza y diciendo a todo que sí, pero en el último momento se arrepentía y, llevado por la inercia, por la costumbre de comer en silencio como venían haciendo desde meses atrás, callaba. Y seguía golpeando suavemente con la cuchara de peltre un plato en el que la carne ya no era una invitada de lujo.

El ascenso de Dimas no se detuvo ahí, en las meras actividades rutinarias. Pronto empezó a demostrar una gran capacidad para gestionar los problemas y logró que la productividad aumentara. No obligaba a los obreros a trabajar más, sino que conseguía extraer lo mejor de cada cual, como si conociera los interruptores que ponían en marcha a cada uno de ellos. Sabía con quién funcionaba la rabia y con quién la competencia con el camarada; creaba tensiones entre enemigos acérrimos y acentuaba el papel de la empresa como defensora de los derechos de cada uno de ellos frente al otro; utilizaba lisonjas para convencer a los medrosos, a los que siempre tenían herido su amor propio y necesitaban un refuerzo positivo sobre el que construir su personalidad; aludía a la familia, al orgullo, al nacionalismo, a la raza... A lo que hiciera falta en cada caso con tal de conseguir su objetivo: que la empresa funcionara mejor, que cesaran los problemas, que el rendimiento se incrementara.

Estas habilidades y, por supuesto, los cuantiosos beneficios que le conllevaron no pasaron inadvertidos para Ribes i Pla. Y pronto se le ocurrieron nuevas ocupaciones para tan aventajado pupilo.

El empresario no podía concebir que de entre la chusma proletaria hubiera salido un personaje con aquella capacidad innata para la gestión y esa visión certera de las pasiones y ambiciones humanas, así que se imaginó un origen diferente para Navarro, pese a que la lógica y todos los indicios le escupían a la cara que contaba con tan pocos recursos, medios o estudios como cualquiera de sus empleados. Le inventó un pasado más heroico y digno; llegó a convencerse de que Dimas provenía de una familia de clase media, seguramente con negocio propio, y estaba luchando por encontrar su lugar en el mundo, como hacen los hombres que se labran su propio destino. El joven, por su parte, nunca le corrigió, no sólo porque no le parecía oportuno contrariar a su jefe sino también porque, en cierto modo, esas fantasías de su patrón hacían que estuviera naciendo para el mundo un nuevo Dimas Navarro sin orígenes, sin fisuras por las que pudiera dejar entrever cualquier signo de flaqueza. Ya no era uno más en pos de su sueño de ascender y medrar, ahora era el contramaestre; lo había conseguido y no debía permitir que nadie hallara en su nueva fachada grietas que dejaran traspasar brisa alguna que le hiciera tambalearse.

Y de este modo, paulatinamente y casi sin que se diera cuenta, las cocheras fueron quedando atrás, marginadas a los momentos en que no tenía que hacer ningún otro encargo para su jefe. De tarde en tarde Dimas aparecía por allí y se ponía a hablar con algún empleado, le preguntaba por la familia, por los amigos, por la novia... El trabajo, tras unos meses de tranquilidad, volvió a recaer en el jefe de taller, Pruna, que lejos de alegrarse sintió que había bajado un escalafón dentro de la empresa, pues primero con la marcha de Montero y después con las ausencias de Dimas, empleado en ocupaciones de mayor envergadura, ya no disponía de un contramaestre, un empleado a sus órdenes que le liberase de trabajo.

Esta circunstancia, sin embargo, no pasó desapercibida a la habitual perspicacia de Dimas, que antes de crearse un enemigo dentro decidió aliviar el peso de sus quehaceres concediendo más responsabilidades a Arnau y a Ramiro, la astucia y la fuerza, quienes las acogieron casi con orgullo. El ascenso de ambos se convirtió en un dique que contuvo a Pruna y mantuvo el buen funcionamiento del taller. Gracias a esa maniobra, Dimas tenía las alas libres para seguir alejándose de allí, de aquel lugar que se le estaba quedando pequeño.

Una mañana de junio, Ribes i Pla convocó a Dimas en su despacho de la calle Fontanella, en pleno centro de Barcelona, y le habló claro:

—Tengo confianza en ti, Navarro. Tienes... ¿cuántos?, ¿veintiocho años? Fíjate, no has llegado ni a los treinta y ya dominas el trato con todo tipo de gente. Te va el cara a cara.

—Favor que usted me hace, señor Ribes.

—No hay de qué. Vete a esta dirección y estudia el terreno. Quiero que revises la organización del taller de curtidos y también que vigiles a un tal Baldrich, del matadero. Es nuestro mejor proveedor de materia prima, pero juraría que está tramando algo. Lamento no disponer de tiempo ahora para entrar en detalles, ya te enterarás por ti mismo.

Dimas alargó la mano y tomó el papel que el jefe le acercaba. Se disponía a salir cuando, antes de traspasar el umbral, el empresario le comunicó lo siguiente:

—Ah, y a partir de mañana no hace falta que vayas por las cocheras. Tu sitio no está allí; esto otro tiene prioridad.

Dimas se volvió para agradecer el gesto pero vio que el patrón estaba ya enfrascado con otros papeles. Salió y, tras atravesar por fin la entrada, se colocó su gorra de paño y caminó altivo. Una sonrisa contenida transformó su rostro en una mueca de satisfacción.

Esa misma mañana, Dimas decidió dar comienzo a su nueva misión.

Cuando llegó, el matadero era un hervidero de actividad. El ganado accedía al interior desde la calle; por el otro lado salían los carros llenos de mercancía cubiertos por grandes lienzos de algodón tiznados de sangre y suciedad en dirección a los diferentes mercados de abastos de la Ciudad Condal. En los muelles se amontonaban los cadáveres sin piel de los animales. Dimas tuvo que sacar el pañuelo del bolsillo de su chaqueta para espantar a las moscas que se multiplicaban por todos lados, moviéndose frenéticas al calor del mediodía.

Al lado de la plaza de toros de Las Arenas estaba situado el matadero de La Vinyeta. Con ese nombre era conocido popularmente el terreno donde fue construido en el siglo anterior y con ese nombre perduraba. A su alrededor las cuadras, los corrales y las caballerizas se extendían para albergar a las bestias destinadas al consumo. Los tratantes de ganado entablaban dentro sus discusiones y los gitanos pasaban arriba y abajo. Eran ellos los que trasladaban a los animales, rellenaban con pienso los dornajos y con heno los pesebres, arrastraban las carretillas llenas de bostas y removían la paja para orearla de la humedad espesa y turbia del ambiente, suma de las respiraciones agónicas de los animales. De repente, una polvareda anunciaba la llegada de una nueva piara, otro rebaño, una manada. El fuerte olor a amoníaco se extendía varias calles allá.

Dimas no tardó en familiarizarse con el ambiente rudo y acre de los tratantes de ganado. Baldrich, según supo, era un importante comprador y ejercía su dominio sobre ellos. Para las pieles frescas, la empresa de curtidos de Ribes i Pla tenía tratos con él desde hacía ya tiempo.

Igualmente, la labor de Dimas en la curtiduría fue, al principio, callada y poco agradecida. Tenía que estudiar cómo funcionaba todo para poder mejorar la producción y eso le convertía en una especie de espía para los empleados. El trato con los trabajadores era casi nulo y necesitó mucha paciencia y cientos de preguntas para ponerse al día.

Ribes i Pla intuía que ante la fuerte competencia del sector y los altibajos en los precios de la carne, muy sujetos a las contingencias de una época ciertamente convulsa, se necesitaba una mano dura pero con intuición para encauzar los pasos de unos tratantes que pretendían subírsele a las barbas. En esos años las epidemias, los conflictos laborales y las deficiencias en los transportes minaban la producción agropecuaria, anticuada y muy localista. Todo ello contribuía a poner en peligro los planes de estabilidad de cualquier empresa seria del sector. Hasta entonces, Ribes i Pla había logrado mantener a flote su fábrica de curtidos —uno más de sus diversos negocios— mediante horas extra y despidos, parones obligados y puntas de producción exorbitantes que, gracias a sus contactos, le permitían mantener una interesante cuota de mercado. Con Dimas esperaba que esas adversidades, si bien consideraba improbable que desapareciesen, se vieran solventadas o matizadas en lo posible.

Cuando Dimas apenas llevaba dos semanas trabajando en la organización, el camión que debía transportar las pieles frescas desde el matadero llegó un día vacío. Tomeu Cardús, uno de los conductores de la empresa de Ribes i Pla, bajó del vehículo con cara de circunstancias y fue directamente a ver a Dimas.

—Baldrich me ha dicho que no hay más pieles —anunció, alarmado.

—¿Quieres decir que se le han acabado? —preguntó Dimas con extrañeza.

—Me ha enseñado cuatro miserias y no me he atrevido a aceptarlas. El olor echaba para atrás. Me ha dicho que no había otras, que las tomara o las dejara. Es muy raro que a esa hora no tuviera más material; llevaban matando reses desde las seis.

—Está bien, Tomeu. Vamos para allá. Es hora de conocer al tal Baldrich en persona.

Tomeu Cardús ofreció a Dimas una manta raída de un color a medio camino entre el blanco y el beige para colocarla en el asiento. El olor en la cabina era muy fuerte y Dimas pensó en cómo debía de ser entonces el de las pieles rechazadas si aquel hombre, que estaba acostumbrado a convivir cada día con el hedor que rezumaba el camión, aseguraba que era tan nauseabundo. El viaje desde la llanura de San Martín se inició paralelo al Rec Comtal, el antiguo canal que recogía el agua del Besós desde Montcada y la llevaba hasta el centro de la ciudad. Fueron dejando atrás campos y edificios fantasmales que lanzaban su humo al cielo brumoso del verano. De vez en cuando Dimas se secaba el sudor que perlaba su frente y se quejaba del horrible bochorno de Barcelona.

Tardaron un buen rato en llegar hasta el matadero. Allí Baldrich discutía con un individuo atezado que llevaba camisa blanca, sombrero negro y un bastón de caña con multitud de nudos. Al final el hombre pareció conseguir lo que quería y se fue como alma que lleva el diablo después de recoger una bolsa que Baldrich le lanzó a regañadientes. Había visto a Dimas y Tomeu acercarse.

—Tú debes de ser el nuevo... —le dijo a Dimas en cuanto lo tuvo delante—. Soy Gustau Baldrich, para servirte.

Le alargó la mano y Dimas la encajó, sorprendido del buen trato.

—Dimas Navarro, el nuevo —respondió con un deje de ironía—. Tengo entendido que no quieres seguir suministrando para Ribes i Pla.

—No es que no quiera —afirmó Baldrich con rotundidad—; es que lo que me queda hoy no ha convencido a tu conductor.

Inició la marcha hacia el almacén que tenía a su espalda y Dimas le siguió. A su paso los trabajadores se detenían un instante. Cuando los sobrepasaban, Dimas notaba su mirada en la nuca como una condena. Nada más ver las pieles comprendió que su conductor había actuado con eficacia: formaban un amasijo de carne y pelo arrumbado con desgana, de un olor repulsivo, como el de un perro atropellado en el camino. Las pieles animales se vendían recién arrancadas, todavía calientes, antes de aplicar los diferentes tratamientos ya en la fábrica. Se debían transportar en cuestión de horas porque, de lo contrario, comenzaban a pudrirse sin remedio. Esas pieles eran sin duda restos de pedidos antiguos que se habían quedado arrinconados. Nadie en su sano juicio las querría, estaban en pleno proceso de putrefacción y no servían más que para atraer a las moscas.

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