—Pues sigue apretándolo, que Pruna me ha dicho que os quiere colocados como en un retablo viviente, como si fueseis los jodidos
pastorets
.
—Mientras no me toque hacer de Virgen María —comentó burlón un operario llamado Arnau.
Los demás prorrumpieron en risas que inmediatamente se vieron ahogadas por la mirada de ira de Pons.
—A callar todo el mundo, que nos la jugamos. A la salida todo el cachondeo que queráis, pero ahora no quiero oír ni una estupidez más.
Los operarios se miraron con sorna. Arnau le hizo a Dimas una imitación de la pataleta de Pons en cuanto éste se dio la vuelta: en su pantomima le imitaba como si fuera un niño a punto de hacer pucheros.
Pronto se fue el belga y el resto de la mañana discurrió con la normalidad extenuante, la dureza y el cansancio propios de las jornadas inacabables. Al trabajo continuo había que añadir el frío que se colaba entre los vidrios rotos por las pedradas de los chiquillos y que cruzaba la larga nave como una amenaza persistente.
La mayor parte del tiempo que estaba en el taller, Dimas Navarro se dedicaba a pensar. Meditaba, calculaba, planeaba cómo dejar ese horario, esa letanía diaria de los pasos de madrugada sobre el adoquinado. Anhelaba con todas sus fuerzas escapar de las jornadas de sol a sol y el escaso sueldo, que no podía estirarse por mucho que quisiera. Pronto haría catorce años que trabajaba en la empresa: media vida. Cuando su padre le colocó en ella a través de un amigo todo fueron promesas: «Si tienes paciencia…», «si sabes aguardar tu momento…». Pero para Dimas los años pasaban inclementes; ya no era un aprendiz imberbe y, sin embargo, lo seguían considerando, a pesar de sus aptitudes, como un simple operario más, mano de obra, carne de cañón. Y no veía la manera de ascender en un taller donde los buenos puestos ya estaban repartidos y nunca parecía quedar hueco para él, poco dado a la charla banal, a la camaradería fingida con los compañeros, al pelotilleo servil ante los jefes.
Creía, sabía, que merecía algo más. Necesitaba, por encima de todas las cosas, ser valorado.
A veces se paraba a reflexionar de dónde le vendría esa necesidad. En ocasiones llegaba a la conclusión de que había surgido tras ver durante tantos años cómo su padre procuraba mostrar aquella humildad extrema, ese miedo exacerbado a destacar por encima de los demás para bien o para mal.
Dimas quería a su padre, había presenciado día tras día su lucha, su caída, su desgracia, cómo la vida lo había hundido y sometido a base de sinsabores, decepciones y palos que no merecía. Juan era una buena persona y él lo respetaba; algunas noches, justo antes de dormirse, bajaba la guardia y justificaba su rendición, que ya no tuviera ganas de seguir luchando, que se doblegara al destino y asumiera su derrota. Pero él no pretendía pasar por lo mismo. No quería terminar igual, no podía hacerlo.
A esas alturas de su vida, Dimas estaba convencido de que con paciencia no se conseguía nada. Lo único que se aseguraba resignándose era acercarse un día más a la tumba. Y no le bastaba con conseguir unas cuantas monedas para unas cervezas o para ir a la plaza de toros de la Barceloneta… No, se dijo, no se conformaría con eso, no aceptaría medias tintas, pequeños caprichos para enmascarar la pobreza. Quería una vida radicalmente mejor. Deseaba no llegar a casa molido de cansancio, con la piel impregnada de grasa y sudor, con esa sensación de ser un trozo de una maquinaria que, cuando se estropeara, iría a parar al desguace. Como habían hecho con su padre. Estaba harto de ese eterno cansancio, de la pereza incluso de pensar, de ese despertar igual al día anterior, de que cada semana fuese idéntica a la pasada, como si fuera un preso cumpliendo condena.
Cuando alzaba la vista veía a su alrededor a otros como él, hombres embadurnados de la misma miseria, con las mismas tristes rutinas. Sin embargo, él se sentía diferente al resto.
Todos compartían el tedio, pero Dimas Navarro estaba convencido de que un día u otro se le presentaría la oportunidad de dejar atrás ese mundo opresivo, lleno de cosas insignificantes que se plantaban delante de él como una montaña inexpugnable. Y si no se presentaba, estaba dispuesto a ir a por ella, a tentar a la suerte para cambiar su vida, a no dejarla pasar.
Se lo debía a sí mismo, a su fuerza y arrojo aletargados, a la derrota de su padre, a la inteligencia de Guillermo, al que consideraba su hermano y que merecía un futuro mejor.
Durante la hora de la comida, el hartazgo general afloró. Daniel Montero, el contramaestre que llamaba «compañeros» a los obreros a su cargo ya había dejado de vigilar. Intentó tranquilizar los ánimos con promesas de acción efectiva:
—Pronto estaremos en disposición de hacer una huelga. Debemos esperar el momento en que podamos provocar más daño al patrón. Hasta ahora los envíos han llegado muy escalonados, pero se rumorea que en poco tiempo recibiremos uno de gran importancia: nos mandarán los viejos modelos de Bruselas y Lieja para que los rehabilitemos. Cuando estén aquí comenzaremos la huelga y nos haremos fuertes.
—¿Por qué esperar, Montero? —preguntó un gigantón, interrumpiendo su discurso.
—¿Por qué esperar, dices? Ramiro, ¿cuántos hijos tienes?
—El mes que viene nace el sexto, si Dios quiere.
—¿Y cuánto tiempo estás dispuesto a aguantar sin sueldo? ¿Cuántas semanas podrás seguir llevando un plato a la mesa para ellos?
Ramiro agachó la cabeza y calló. Todos se miraron, pero esta vez no había ni un asomo de burla en los rostros. Cada uno sabía lo que tenía en casa, si podían poner un buen hueso al caldo cada día o si, por el contrario, abundaban más las patatas que la carne. Era la palabra de Daniel Montero: había que esperar. Pero no podía ser durante mucho tiempo. Todos estaban indignados por las horas de más, el sueldo que nunca aumentaba, el frío, la ropa raída, el pan duro, los rostros ajados de sus mujeres al llegar a casa, los ojos grandes y brillantes de los niños, de sus hijos, mirándoles… El deseo impaciente de cambiar las cosas se colaba en el pecho de aquellos hombres como la irritante brisa helada de los días de invierno. El momento de iniciar la huelga estaba cerca.
Laura Jufresa llevaba en Roma desde septiembre de 1913. Llegó fascinada por la idea de vivir en una ciudad maravillosa en la que cualquier esquina, cada rincón, hasta el más pequeño adoquín, podía considerarse un monumento y un homenaje a los orígenes de una ancestral cultura mediterránea.
Durante casi mil años Roma fue la ciudad más rica y grande de Occidente, una urbe, en definitiva, que ya era eterna, y a cada paso que Laura daba por aquellas calles podía confirmar aquel sentimiento de admiración y casi percibir, al menos hasta que sus sentidos se saturaban, toda la grandeza que recogía el paso de los siglos y el devenir de la Historia.
Sin embargo, y a pesar de admirarlos y sentirse sobrecogida ante ellos, tanto el imponente Coliseo, un gigante del pasado clásico que rememoraba las épicas y sangrientas batallas entre gladiadores, o la capilla Sixtina de Miguel Ángel, que encerraba tantos episodios de la Biblia en el palacio Apostólico, no dejaban de resultarle hasta cierto punto ajenos. Ella no podía captar los sentimientos a través de la mera admiración, de la simple contemplación. Necesitaba el contacto físico, sentir la piedra fría bajo su mano para convertirla así en piel cálida, en sensación auténtica, mediante la caricia de un suave relieve o el rastro de un simple pincel, para empaparse así, de verdad, del arte.
Ahora, en marzo de 1914, pensaba en la suerte que tenía de estar allí y poder disfrutar de todo aquello cada día, mientras caminaba temprano hacia el taller en el que trabajaba de aprendiza.
Esa mañana su pelo castaño se movía con suavidad, mecido por la brisa y los pasos ágiles de su cuerpo menudo y bien formado. Su familia era dueña de una de las joyerías más antiguas de la ciudad de Barcelona, la joyería Jufresa, y Laura pretendía encontrar su hueco en ella. Su padre había confiado en que esa estancia en el extranjero la ayudaría a orientar su destino y, para ello, la había enviado a aprender de uno de sus mejores amigos, el gran maestro joyero Paolo Zunico.
Éste había empezado a desarrollar su arte en la tiendecita de una pequeña ciudad llamada Arpino, en la provincia de Frosinone. Al ver que no tenía posibilidad de hallar una salida a su talento, en 1877 abandonó su hogar y, tras recorrer varias pequeñas ciudades, recaló en Roma en el ochenta y uno. Allí, a partir de un modestísimo taller dedicado a la reparación de joyas, creó una marca con su propio apellido. Francesc Jufresa, el padre de Laura, había conocido a Zunico durante la Exposición Universal de Barcelona en 1888. El italiano entró en la tienda que su familia había tenido siempre en la calle Fernando VII, junto al taller, y preguntó por el artesano responsable de un precioso anillo expuesto en el escaparate que deseaba regalar a su amada esposa. Francesc había relatado ese encuentro en innumerables ocasiones a su hija, y aquella historia siempre despertaba en la Laura niña una enorme curiosidad por el hombre que, a partir de ese encuentro inicial, se había ido convirtiendo en un gran amigo de su padre.
A medida que su amistad crecía, Francesc adquirió la costumbre de viajar a Roma con cierta periodicidad y siempre acompañado de Pilar, su mujer, para visitar a Zunico y a su familia. Mientras, Laura y sus tres hermanos, Ferran, Núria y Ramon, todavía niños, permanecían en Barcelona al cuidado de sus niñeras y el servicio. Cada vez que veía a sus padres ya preparados para partir, Laura imaginaba cómo sería esa capital de la que tanto hablaban. «Tendréis tiempo de sobra para conocerla», la consolaba su madre con un rápido beso en su mejilla y una mano aferrada a su bolso de viaje.
El taller de Zunico se hallaba en pleno centro de Roma, en la via Sistina. Su peculiaridad consistía en la creación de joyas de una factura espectacular. Introducía motivos abstractos en los productos tradicionales, con lo que conseguía estar a la vanguardia de la joyería sin perder por ello a la clientela más selecta. Laura se sentía fascinada por esos atrevidos diseños y parecía que la mayoría de la alta sociedad romana también, porque los encargos, pese a su precio, se sucedían a buen ritmo.
—Laura, ¿dónde estabas? Tenemos que acabar este collar para la tarde. Ponte manos a la obra, rápido.
Laura asintió obediente sin apartar sus felinos ojos castaños de los de su maestro. Aunque al principio podía parecer un hombre inflexible y autoritario, Paolo Zunico era amable y atento. A veces escondía su afabilidad bajo su pulcro aspecto y unas maneras toscas, pero siempre sabía qué necesitaba cada uno de los empleados a su cargo. Llevaba la barba rubia impecablemente recortada y poseía un mentón de formas redondeadas. La boca, de labios prominentes, no acostumbraba a decir nada en un tono más elevado de lo considerado aceptable. Por eso Laura no frunció el gesto ni se enfadó al oír sus palabras, sino que se puso su mandil de trabajo sobre la falda de lana gris y la blusa blanca que vestía y se limitó a sentarse en silencio ante la astillera de su mesa de joyero. Debía acabar los engarces en los que irían las piedras del collar.
Desde el primer día de su aprendizaje, Zunico había querido que Laura conociera todas las fases de la creación de una joya y por ese motivo hacía que ella colaborase en el proceso desde la elaboración del primer boceto hasta la consecución del resultado final. Aun así, Laura había descubierto que el momento de imaginar el diseño inicial, de crear las posibles formas y relieves a los que recurrir, representaba para ella algo especial; dibujaba imparable con su carboncillo sobre el papel en un trance que tenía algo de hipnótico y que la empujaba a dar lo mejor de sí misma. Antes de trasladarse a Italia, Laura había estudiado, como parte de su formación, en la escuela de la Llotja de Barcelona y allí había cultivado diversas disciplinas, como la pintura y la escultura. Pero ahora podía afirmar sin miedo a equivocarse que, de poder escoger, se pasaría el resto de su vida dibujando todos esos bocetos maravillosos, proyectando en sombras sobre el papel todo aquello que acudía a su mente.
En realidad, en el momento de su llegada a Roma, Laura veía claras muy pocas cosas. Sólo tenía veintitrés años y, al principio, se sintió como una hormiga en aquella ciudad tan inmensa y llena de gente. Desconocía el idioma y nunca antes había salido de su hogar. En Barcelona vivía protegida por toda su familia y, sobre todo, por su padre. Con todo, se lanzó a la aventura y, gracias a la ayuda de Zunico, al poco de arribar a la ciudad, armada de valentía, alquiló un pequeño estudio en el Trastevere, no muy lejos del monte Palatino, en el que vivía sola. Cuando por las noches, ya en la cama, cerraba los ojos, escuchaba la cálida voz de su padre preguntándole qué tal le había ido el día, como si pudiera comunicarse con ella a través de miles de kilómetros. Aquella rememoración suponía un consuelo que mitigaba en parte la soledad inicial, mucho más dura de lo que esperaba. Sin embargo, Laura nunca pensó en regresar, pues había anhelado tanto aquel viaje que no podía permitirse volver a casa a las primeras de cambio, amedrentada como una niña porque extrañaba a su familia.
Sentada ante su mesa, recordó el primer día de trabajo con Zunico. Por si fuera poco, a la añoranza que sentía por su hogar se sumó que él la amonestó con voz inquebrantable porque la superficie de lámina de oro en la que estuvo trabajando había quedado irregular, y le ordenó que siguiera afinando esa pieza, que a juicio de la muchacha ya estaba suficientemente lisa. Laura llegó incluso a pensar en aquel momento que el afamado joyero le estaba diciendo que no era bienvenida en su taller.
Pero no se dejó vencer por la tentación de la pereza y la rendición; se obligó a permanecer allí hasta poder ofrecerle a Zunico lo que deseaba, hasta demostrarle que podía hacer cualquier cosa que se propusiera. Continuó puliendo la pieza después de la jornada, y al día siguiente, cuando empezó a repujar aquella fina lámina siguiendo la forma de un brazalete, se sintió un poco mejor.
Ahora, meses después, sentada en el mismo lugar, recordaba perfectamente cómo Zunico se había acercado a ella aquella mañana para darle la enhorabuena por la perfección conseguida. Y fue así como Laura decidió seguir en Roma para descubrir qué más podía ofrecerle la ciudad.
—Cuidado con los engarces, Laura, deben ser lo suficientemente fuertes como para sostener los diamantes durante el resto de la vida del collar, y eso pueden ser decenas y decenas de años. No querrás que la señora pierda uno de estos pedruscos tan especiales en los que se ha gastado todas esas liras…