En eso Juan le daba la razón a un parroquiano de la tasca a la que acudía a tomar su vinito al final de la jornada, un tipo que era maestro de escuela y al que todos llamaban «profesor». Siempre decía que estaban en una época de cambios, de grandes inventos, y añadía a continuación: «No se confundan, caballeros, los inventos están aquí para quedarse, no son modas pasajeras, ¡ya lo creo que no!» A Juan le caía bien, puesto que fue el primero en defender los tranvías eléctricos. Allá por 1899, cuando los pusieron en marcha, hubo muchos que sintieron recelo hacia ellos. La electricidad, una fuerza invisible, y los chispazos que soltaban de vez en cuando atemorizaban a más de uno. Temían que subirse a un tranvía fuera como sentarse en una de esas sillas que habían inventado los americanos, las novedosas y temibles sillas eléctricas.
El día transcurrió plácido, sin más novedad que el sofocante calor y aquellas nubes que no se iban, que ni siquiera dejaban ver el sol. La luz mortecina le pesaba sobre los ojos al final de la jornada, pero como no podía hacer nada por cambiar eso, se encogió de hombros, se rascó la nuca y se lió un cigarrillo que terminó apagándose entre sus labios. Bajaba ahora por el Campo del Arpa de camino a la calle Mallorca. Echó un vistazo a un lado y a otro buscando a su hijo, que regresaba a casa sobre esa hora. A pesar de trabajar en las cocheras del tranvía que estaban cerca de Horta, en el camino de San Acisclo, Dimas prefería la caminata para desentumecerse.
Juan se sentía contento: él trabajaba de conductor y su hijo de mecánico, cobrando tres pesetas al día, pero a menudo le asaltaba la impresión de que Dimas no tenía suficiente. Suponía que era cosa de su juventud; también él había decidido un día romper con un destino poco estimulante. Ser mecánico parecía un estupendo trabajo, un puesto que, a poco que cumpliera con sus obligaciones, no iba a perder y que, a la larga, podía incluso mejorar. «Los inventos están aquí para quedarse», le repetía Juan durante la cena. Trabajar para el tranvía era tener el pan y el techo garantizados, sin que les afectaran las cosechas, ni el mal tiempo, ni los caprichos del señorito de turno.
De repente, a pesar del bochorno, un escalofrío recorrió su espalda húmeda por el calor. A punto de girar para descender por la calle Dos de Mayo le asaltó un presentimiento.
Al principio no supo localizar su origen, como cuando al oír un ruido súbito no se es capaz de establecer de dónde proviene. Incluso pasó fugazmente por su cabeza la imagen de un ángel distraído, de espaldas a él, atento a cualquier otro hecho menos al que estaba a punto de acaecer. Por el rabillo del ojo advirtió el movimiento de dos muchachos que se escondían tras una acacia. La forma en que miraban a la vía los delató: muchos críos colocaban monedas o piedras sobre los raíles para ver qué sucedía. Si eran monedas, se chafaban y punto. Pero si eran piedras… Juan tenía que tomar una decisión enseguida, y optó por frenar. Demasiado tarde.
El tranvía empezó a vibrar. El tiempo pareció detenerse. Al traqueteo siguió un movimiento de la parte delantera del vagón que lo escupió hacia la derecha. Juan quiso gritar a los pasajeros que fueran hacia la izquierda para hacer de contrapeso, pero todo sucedió muy rápido: algunos empezaron a saltar por las puertas. El freno ya no servía de nada. Las ruedas de la izquierda se habían levantado y las de la derecha estaban descarrilando, bloqueadas. Hasta el último momento Juan se aferró a los mandos, como el capitán de un barco que se hunde y se resiste a abandonar su puesto. Fue como si el ángel distraído se volviera hacia él con exasperante lentitud y, a pesar de la circunspección de su gesto, elevara los brazos al aire y se lamentase impotente por lo que había de ocurrir.
Un ruido sordo e irritante se apoderó de la calle, seguido de gritos y lamentos desesperados. El polvo del vial se levantó formando una espectacular nube alrededor del tranvía volcado. Los vecinos se acercaron dispuestos a ayudar a los pasajeros, que trataban de salir de allí como fuera. Dentro había varios cuerpos que yacían inmóviles. El de Juan Navarro era uno de ellos.
Dimas se acercó al oír el estruendo y aún le dio tiempo a ver la nube de polvo. Se había volcado el tranvía de Horta, justo la línea en la que conducía su padre.
Con las sienes latiéndole con fuerza, corrió hacia el gentío que se había formado. Gracias a su cuerpo alto y fuerte pudo apartar a más de un mirón y abalanzarse sobre el amasijo de maderas, hierro y súplicas en que se había convertido el tranvía.
—¡Padre! ¡Padre! ¿Está ahí? ¡Padre, soy Dimas!
Miraba a un lado y a otro, atormentado, tratando de descubrir si su padre iba en ese tranvía y si estaba bien, sano y salvo.
—¡¡Padre!! —gritó al verlo.
Un policía ayudaba a Juan a salir y le arrastraba por el hombro izquierdo; el derecho estaba empapado en sangre. Seguía vivo. Dimas se agachó y le tomó la cara con las dos manos: su padre tenía la piel fría, con un tono ligeramente grisáceo, la mirada perdida y parecía preso del espanto. Trató de calmarlo; se quitó la camisola y se la puso encima. Al tocarle el hombro herido, Juan se quejó y cerró con fuerza los ojos durante un instante. Dimas siguió hablándole mientras miraba a su alrededor en busca de ayuda. Otro policía trató de apartarle de allí.
—Vamos, joven, déjenos hacer nuestro trabajo —le dijo cogiéndole del codo. Dimas se libró con brusquedad del brazo y se zafó del policía.
—¡No me toque! ¡Es mi padre!
Ante la desabrida respuesta, un tercer policía se acercó rápido con la porra en la mano. Su compañero hizo un gesto para apaciguarlo.
—Tranquilo, Bragado; el chico está nervioso —le dijo. Luego se dirigió a Dimas con la intención de sacárselo de encima—: Usted no se preocupe, lo llevaremos inmediatamente al hospital de la Santa Cruz. Diríjase allí.
Juan pareció reaccionar. Miró con languidez a su hijo y le indicó con un hilo de voz:
—Estoy bien… Haz caso de la autoridad. No te busques problemas y ve hacia allí…
Dimas tenía la mirada encendida y apretaba los puños con rabia. Observó impotente cómo dos oficiales levantaban a su padre sin demasiados miramientos y lo subían a un carromato. En él, otro hombre con heridas en la cabeza esperaba sentado y una mujer yacía inconsciente.
El sol, mientras tanto, comenzaba a esconderse enrojeciendo las nubes que festoneaban parte del cielo de Barcelona. Se preparaba así el reposo de la ciudad de los espíritus herederos del
tibi dabo
, esa ciudad donde el bien y el mal lanzaban sus cartas al azar.
Era posible que existiera ese ejército de ángeles de la guarda que imaginaba Juan Navarro. De ser así, aquella tarde alguno de ellos se había despistado por un momento haciendo que su blancura infinita se fuera ensuciando poco a poco con el mismo gris ceniciento que tiznaba las nubes. Y puede que, con esa sencilla transmutación, hubiera dado inicio a una historia de pecados y virtudes alrededor de dos familias.
«No hacer las cosas está muchas veces motivado por la pereza, y ésta es más a menudo intelectual que material».
Antoni Gaudí
Diez años después la gran ciudad, rebosante de penumbra, pasaba de nuevo ante los ojos de Juan Navarro. Era una tarde de invierno de 1914, las farolas de las principales calles del centro centelleaban como luciérnagas alojadas en el cemento. La línea 46 del tranvía circulaba hacia Horta. Los viandantes se mostraban indiferentes a la máquina que, de vez en cuando, soltaba alguna chispa. A Juan le resultaba imposible apartar los ojos del paisaje en movimiento; cuánto había cambiado en los últimos años. Mientras, el tranvía seguía fluyendo sin apenas sacudidas sobre las vías de hierro. Avanzada la tarde de primeros de marzo, poca luz quedaba en el horizonte donde se erguía la bella y escarpada sierra de Collserola. Juan recordó entonces los domingos que había subido allí en el pasado, entre los suaves relieves de pizarra y las madroñeras, para disfrutar de una comida campestre y de la gloriosa vista que ofrecía ese lugar. Cuando su familia era normal, claro.
Un niño con las manos metidas en los bolsillos y una boina que ocultaba gran parte de su cabeza le sonrió alegre. Juan le devolvió el gesto con la mano que todavía le era útil. Pronto llegaría al antiguo municipio de San Martín de Provenzales, unido ya a Barcelona gracias al plan que Ildefons Cerdà ideó el siglo anterior. Cuando Juan se ponía a pensar en los cambios que había visto, no podía evitar considerar que su vida giraba al ritmo contrario: mientras la ciudad no parecía conocer límites en su crecimiento, él se sentía cada vez más pequeño. Desde que Carmela le había dejado veinte años atrás, su vida había sido una constante caída.
Tras superar el cruce entre la avenida Argüelles y la calle Valencia, Juan se puso en pie. A pesar de su elevada estatura, le resultó difícil abrirse paso entre el gentío, que abarrotaba de tal modo el vagón que el frío apenas conseguía colarse por las puertas. El cobrador le miró de soslayo antes de desviar sus ojos hacia un joven que apretaba en su mano los quince céntimos del billete. Juan sabía muy bien que ese hombre no aprobaba el acceso gratuito que le dispensaban los más veteranos, pero no se oponía.
Se acercó al puesto del conductor para despedirse. Carles había sido compañero de trabajo hasta el accidente y también fue la voz más potente entre todas las que reclamaron un subsidio para él. Aunque no llegó nunca, al menos podía viajar sin billete en las líneas donde conducían sus viejos amigos.
—Hasta mañana, Carles. Y gracias —le dijo alzándose la gorra de paño. Dejó al descubierto una maraña de cabello castaño cuya coronilla clareaba.
—Hasta luego, Juan. Dile a tu hijo que no llegue tarde. Las cosas se están poniendo feas en las cocheras y no le conviene quedar mal.
—Se lo diré, por la cuenta que nos trae —respondió.
Dimas seguía trabajando en el taller de reparaciones. A Juan, la idea de que su hijo pudiera perder el trabajo le hacía sentir un vacío en el estómago. Mientras se ofuscaba en estos pensamientos, su mano hizo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo: seis reales que le habían pagado en la tienda de telas de doña Inmaculada. Algunos vecinos del barrio le encargaban de vez en cuando pequeños recados que a Juan le servían más para sentirse útil que para ganar dinero. Desde hacía tiempo no le decía nada a su hijo de estos encargos. Para él era como aceptar limosna, y algo de razón no le faltaba: ese día había conseguido peseta y media por estar buena parte de la jornada llevando paquetes arriba y abajo de la ciudad; una miseria en comparación con lo que cobraba diez años atrás como conductor. Además, si le salía a cuenta era gracias a que no pagaba el tranvía. Nadie empleaba a un hombre con un solo brazo útil, y menos con el aluvión de emigrantes que llegaban constantemente a la Ciudad Condal, con la juventud a cuestas y, como equipaje, las ganas de trabajar en lo que fuera. Juan se resignaba a lo que le ofrecía el presente, y eso era mejor que nada.
Con la preocupación incorporada en su caminar, descendió del tranvía. La parada se había instaurado hacía poco, justo al lado del templo expiatorio en perenne construcción de la Sagrada Familia. A sus escuelas acudía Guillermo, su otro hijo, de ocho años. Cuando alzó la mirada observó que los andamios estaban vacíos: los obreros ya se habían marchado a sus casas. En ese instante no pudo evitar reclamar un poco de ayuda a ese ser supremo que moraba entre las torres incompletas que apuntaban al cielo. Juan dejó atrás el descampado que circundaba la futura basílica y continuó caminando por la calle Mallorca hasta cruzar con Igualdad. Allí se hallaba su hogar.
Comenzó a subir hasta el último piso con la respiración agitada. A sus cincuenta y dos años sus piernas cansadas ya no eran tan resistentes como cuando llegó junto a Carmela a la ciudad. En su pueblo era imposible ganarse la vida y habían emigrado juntos. Allí sólo se hablaba maravillas de Barcelona; se decía que estaba llena de oportunidades, y lo cierto era que habían encontrado trabajo nada más llegar. Después vendrían las desgracias: la ciudad, como una fiera a la que se ha molestado, les enseñó sus crueles garras.
Las escaleras de madera crujieron bajo sus zapatos desgastados. No eran muchos pisos, sólo cuatro, pero tenía que pararse a reposar unos segundos en cada rellano para recuperar el aliento.
—¡Padre! —exclamó Guillermo desde el pasillo. Corrió hacia él al oír la puerta de la vivienda, un piso minúsculo de dos habitaciones sin apenas muebles.
Juan se quitó la gorra y la chaqueta y las dejó sobre el colgador de la entrada. Le dio un beso a Guillermo y le preguntó por Dimas.
—Está en el cuarto. —Se refería al dormitorio que ambos hermanos compartían—. Acaba de llegar.
El chiquillo no era en realidad hijo suyo sino de su hermano Raúl, que había sufrido la peor de las consecuencias de aquella Semana Trágica de 1909. Su esposa Georgina, responsable de la cabellera dorada y la mirada azul del pequeño, también le acompañaba durante la oleada de protestas que tuvo lugar entre el 26 de julio y el 2 de agosto como reacción al gobierno conservador de Antonio Maura. Los más pobres debían ser, una vez más, los únicos obligados a enzarzarse en la guerra del Rif para mantener el control del protectorado marroquí. La administración española se había encaprichado en ello, dolida por perder Cuba y Filipinas pocos años antes.
Hombres y mujeres levantaron barricadas y se enfrentaron al poder en las calles de Barcelona. La Iglesia católica también se vio afectada: conventos, iglesias y escuelas ardieron a manos de un pueblo enfurecido. La ley marcial y el estado de guerra fueron declarados en la ciudad.
El conflicto terminó tras una dura represión: más de ochenta muertos, casi doscientos destierros y sesenta cadenas perpetuas. Los sindicatos y las escuelas laicas fueron clausurados indefinidamente. La mano de hierro cerró su puño con diligencia sobre la clase obrera y los sectores más liberales.
A Juan le parecía que había sido ayer cuando recogió a Guillermo, con sólo tres añitos y los carrillos enrojecidos por el llanto, de la mano de un policía. A partir de ese momento, no tendría a nadie más que a él y a Dimas.
—Ayúdame a preparar la cena —le dijo—. Y así me cuentas qué tal te ha ido el día en la escuela.
Guillermo asintió con una sonrisa y se situó a su lado frente a la cocina de carbón. Juan no quiso molestar a Dimas; suponía que estaría muy cansado del trabajo. Ya le avisarían cuando todo estuviera listo.