El sueño de los justos (16 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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»—No.

»—A los salmones, su memoria les permite recordar el olor de las aguas que habitaron cuando eran sólo alevines. Y su instinto de reproducción los arrastra contra la corriente, río arriba, en un esfuerzo agotador. Muchos mueren en el camino, devorados por las alimañas. Otros no pueden remontar el río. Y algunos dan un mal salto y se salen del cauce. Caen en alguna piedra o en la orilla y mueren allí, sin haber logrado su propósito.

»Si quieres que te sea sincera, yo no sabía de qué me estaba hablando. Sólo sé decirte que escuchaba su voz más que sus palabras y que, a medida que iba traduciendo lo que me quería decir, comencé a sentir un profundo remordimiento por lo imprudente que había sido.

»—Volver es siempre difícil, aunque las fragancias y los sabores del lugar donde uno nació sean los mismos. Pero la resistencia de la corriente es a menudo insalvable. El río te escupe fuera del cauce y te deja boqueando en la orilla. Así me siento hoy, Clarita, como un salmón fuera del agua. Ayer tan sólo, mi vida era un universo ordenado. No el mejor, pero sí ordenado. Y hoy ya ve, no sé hacia dónde ir.

»Me conmovió su franqueza y, sin embargo, no se veía vencido, acaso por su inclinación a esconderse tras una máscara o una broma. No hablaba con amargura, sino como la confirmación de algo que esperaba. Lo vi tan atractivo en ese momento que tuve ansias de acariciar su rostro y besarlo. Y sospecho que él lo adivinó, porque, cambiando súbitamente el tono de confesión que había impreso a sus palabras y echándose inopinadamente a reír me dijo:

»—Creo que necesito ir a ver al brujo de Las Vacas.

»—¿Quién es el brujo de Las Vacas? —le pregunté.

»—Un zahori que vive en ese barranco. Allí atiende a la gente y cura toda clase de males, pero su especialidad es asistir y consolar a los amantes sin esperanza.

»Y ahí se acabó el amor, quiero decir, la intimidad que habíamos logrado y que, evidentemente, él no quería mantener.

»A poco regresó la tía. Nos dijo que las damas del club seguían trabajando en un plan, pero que aún no habían podido cerrar cierto trato. Salí con ella a hacer unas compras y, llegada la noche, Néstor cenó con nosotras. Habló muy poco. Estaba muy preocupado y se retiró temprano a la biblioteca y al catre donde dormía».

Quiso leer a la luz de una candela, pero no le fue posible concentrarse. Sólo podía pensar en Clara, en su mirada vivaz, en el sugerente rictus de su boca, en su cuerpo joven apretado al suyo mientras la llevaba desmayada al sofá. Era tan vital, tan tentadora. En el patio, sobre todo, había tenido la impresión de que toda la energía del mundo se posaba en su rostro, en sus pequeños pechos, en su piel lozana y en sus pupilas oscuras y brillantes. Y por un momento presintió que deseaba ser besada, pero ahora se daba cuenta de que había hecho bien en contenerse. No era más que un fugitivo, un proscrito sin futuro, y no pasaría mucho tiempo sin que ambos se separaran, quién sabe si para siempre.

No podía conciliar el sueño, así que se levantó del catre con la intención de salir al patio y aspirar allí el frescor de la noche. Se sentía tan aturdido como la primera vez que se había embriagado y tan confuso como cuando vio, por primera vez también, una mujer desnuda.

Tenía la mano en el pomo de la puerta, cuando llegaron a sus oídos las notas de la mazurca de Chopin. Como la biblioteca estaba en el segundo patio, la música sonaba distante, pero, aún así, le pareció raro que Clara tocara a esas horas de la noche.

Con el oído pegado a la puerta, prestó más atención a la música. La mazurca sonaban en un tempo extremadamente acelerado. Adulterada con chirriantes notas falsas, la atropellada ejecución destruía la dulzura originaria de la pieza. ¿Habría ofendido a Clara en algo? Y si no era así, ¿cuál podía ser el motivo de una interpretación tan estridente?

Soltó la mano del pomo y retrocedió unos pasos. En su mente había surgido un barrunto. Quizá Clara le quería enviar un mensaje. Y esa inexplicable conjetura, con todo lo irracional que pudiera ser, le sugería que un peligro le acechaba tras la puerta. Volvía a sentirse otra vez como en el potrero de Rubio: con el precipicio enfrente y los perros a la espalda. La única diferencia era que ahora no había escape posible. La ventana de la biblioteca estaba protegida por una reja con barrotes de hierro y, aún logrando salir a la calle por el tercer patio, no podría evadir a los soldados que vigilaban la cuadra.

Convencido de que no tenía escape, Néstor Espinosa comenzó entonces a despojarse muy despacio del vendaje que envolvía sus manos y su cuello, sin dejar de escuchar, pensativo, aquel llamado de alerta que Clara le enviaba en clave por medio de una mazurca destemplada.

«Llegaron esa noche de improviso, invocando el nombre del ministro de Interior. Y el menso de Eulalio, nuestro cochero, pensando que era el propio ministro quien llamaba, les abrió el portón sin encomendarse a Dios ni al diablo.

»Serían como media docena e irrumpieron en tromba en el zaguán, dando gritos, unos con los chafarotes desenvainados y los demás apuntando aquí y allá con sus rifles de mecha.

»Un sargento los mandaba, un tipo con cara de Judas que apostó a cuatro de sus hombres en las esquinas del primer patio y les ordenó hacer fuego sobre lo primero que se moviese.

»Estábamos aún en el salón, pues Néstor se había retirado temprano, y cuando oí la algarabía que armaban los
perejiles,
sólo pensé en avisarle.

»Corrí al piano y, ante la mirada atónita de la tía, me puse a tocar la mazurca de Chopin y a aporrear con todas mis fuerzas el teclado del Bösendorfer hasta hacerlo aullar. Quería que Néstor me escuchara y que se percatara del tempo, de las notas falsas, de la desarmonía, en fin, con que sonaba la pieza.

»El sargento abrió la puerta de una patada. Y mira, Elena, cuando vi a aquel tipo horroroso se me cayó el alma a los pies. Y cuando tuve cerca a los gendarmes, creo que se me fue bajo tierra.

»Eran todos
perejiles,
¿los recuerdas?, indios del cuerpo de gendarmes que el general Carrera había creado para vigilar el barrio de La Parroquia. Tenían unas greñas así de largas, se cubrían con sombreros de petate y sus uniformes eran de un verde cetrino, que por eso les llamaban
perejiles.
Debían de ser analfabetos, gente tallada a machetazos, te digo, primitiva y peligrosa, pero incapaz de mantener el orden público, como la prensa denunciaba de vez en cuando con toda la prudencia de que era capaz para que el señor presidente no se molestara.

»Catearon la cocina, la despensa y las habitaciones del primer patio y, cuando terminaron allí, se dirigieron al segundo, donde estaba la biblioteca.

»La tía y yo les seguimos, junto con Eulalio y las mucamas, pero, apenas habían terminado de registrar el establo, al sargento le pareció que la soga del pozo que había en el patio, de los años en que la propiedad tenía huerta, se movía. Y muy excitado, ordenó a sus hombres tomar posiciones y encañonar el brocal.

»Uno de los
perejiles
tiró rápidamente del lazo, pero sólo sacó la cubeta vacía.

»Sin darle tiempo a pensar, el sargento le ordenó tomar un farol y meter los pies en la cubeta, mientras dos de sus compañeros le descolgaban al fondo del pozo.

»Había un silencio mortal. Hasta los habituales murmullos de la noche se habían apagado. Sólo oíamos el chirrido de la garrucha que se dolía con el peso del
perejil.

»La tía y yo estábamos aterradas. Temíamos que en cualquier momento se produjese un disparo o un grito en el interior del pozo. Pero lo inesperado no emergió del brocal, sino del árbol de pomarrosa que se erguía a pocos pasos. Algo o alguien agitó con fuerza sus ramas.

»El sargento se volteó y, sin pensarlo dos veces, abrió

fuego con su revólver. Y ya nadie se preocupó del
perejil
que pendía de la garrucha, pues los dos que le sostenían, los otros que vigilaban, la tía, Eulalio y yo, no digamos el sargento, nos quedamos con la boca abierta, pendientes de lo que caía del árbol. Y como no caía nada, el sargento le zampó otra ronda de tiros.

»La segunda descarga dio sus frutos. O mejor dicho, su fruto, pues, golpeando las ramas y arrastrando una lluvia de hojas, cayó al suelo un tacuazín blanco que debía de pesar veinte libras.

»Del brocal venían entretanto gritos que parecían surgir de un sarcófago. El sargento se fue, ciego, a la boca del pozo y desde allí comenzó a increpar al
perejil
y a pasearse en su madre y a llamarle maricón. Y como la tía y yo también gritábamos por el susto y los disparos, aquello parecía el mismísimo Purgatorio.

»En medio del griterío, escuchamos de repente unos golpes muy recios. A la escasa luz de los dos faroles de mano que portaban los
perejiles
era difícil identificar los bultos, no digamos los rostros. Pero todas las miradas se voltearon hacia el lugar de donde venían los trancazos, que era la biblioteca, en el marco de cuya puerta se alzaba algo así como una aparición.

«Envuelto en una sábana blanca, con una palmatoria en la mano, había un anciano de barbas y cabellos grises. Bajo sus cejas, espesas e hirsutas, brillaban unos ojos inquietos que miraban hacia nosotros, como los del ciego que busca el origen de un ruido. Blandía un bastón de bambú que hacía restallar contra la puerta y, cuando finalmente logró que se hiciera el silencio, exclamó con voz de trueno:

»—¡Cuán gritos esos malditos, pero mal rayo me parta, si en acabando esta carta, no pagan caros sus gritos!».

«No encuentro las palabras apropiadas para explicar lo que sentí, tal vez porque, al igual que los demás, era víctima de esa sugestión que causa todo lo que viola las leyes naturales. En el teatro o la ópera, una sabe que está presenciando una farsa, pero en el acto de magia, y en verdad esa fue la impresión que me causó el espectro, la sorpresa es tal que la mente se paraliza y no puede razonar, quizá porque el engaño de que eres objeto te deleita o porque una siempre desea ser testigo de algún hecho maravilloso. Y desde la penumbra en que estábamos, eso era lo que veíamos, la milagrosa aparición de un anciano extremadamente pálido que con voz ronca, pero amenazadora y potente, se dirigía a nosotros pronunciando unos versos del
Tenorio,
a más de otras frases y palabras que pocos podían entender, y menos los pobres
perejiles
que observaban sobrecogidos la espantable visión de un profeta que acabara de salir de entre los muertos.

»—¿Quiénes sois, en nombre de Belcebú? ¿Qué ocurre aquí? ¿Quién llama?
—decía el anciano, indignado—.
¡Ah, pobre patria míal ¡No puede llamarse nuestra madre, sino nuestra tumbal Un lugar donde nadie sonríe, salvo el que ignora lo que ocurre, una tierra donde los lamentos, los gemidos y los gritos que desgarran los aires pasan inadvertidos y los dolores más agudos se tienen por emociones vulgares. La campana de difuntos toca a diario sin que nadie se pregunte por quién dobla y las vidas de los valientes expiran, antes que las flores de sus sombreros.

»Algún
perejil
echó mano al suyo, para comprobar si era cierto lo de las flores, pero el sargento se empezó a acercar muy despacito al fantasma, apuntándole con el revólver.

»El anciano no se arredró. Ni siquiera cuando tuvo el arma frente a las narices, movió un párpado. Por el contrario, alzando aún más la voz, le espetó al
perejil
un galimatías que le dejó sin habla.

»—A setenta años se remontan mis recuerdos, durante los cuales he presenciado horas terribles y sucesos extraños, pero esta noche tremenda reduce a la nada cuanto he conocido hasta hoy. ¡Escuchad!
—dijo poniéndose un dedo en los labios—.
Es el búho que chilla, fatídico centinela de las horas más siniestras. ¡El os aguarda por ahí, brujas miserablesl ¡Que alguien toque la campana y dé la alarma! ¡Mi alma está llena de escorpiones! ¡La tierra tiene fiebre y tiembla! ¡Qué horror, qué horror!

»Pero el sargento no parecía estar muy afectado por las brujas, los búhos, los escorpiones y menos aún la diatriba que la aparición nos había endilgado.

»—¿Y usted quién es para insultar a la autoridad y darle órdenes? —le dijo a la aparición.

»El ciego hizo un breve silencio, tomó aire y sacando un vozarrón imponente gritó, mirando a las estrellas:

»—¡Yo soy el que soy!

»La tía Emilia apenas pudo contener la carcajada. Mejor dicho, no la contuvo. Todo cuanto pudo hacer fue transformarla en una escandalosa llantina que tuvo el don de confundir aún más al sargento y a los
perejiles.
Con los brazos en cruz, la tía se dirigió hacia el ciego ante la mirada atónita de aquella tropilla analfabeta y obtusa que, para remate, se veía obligada a interpretar a bocajarro una de las frases más oscuras de los evangelios.

»—¡Ay mi Chepe, mi pobre hermano! —lloraba la tía, quien, si bien nunca actuó en un escenario, era también una payasa bien hecha—. ¿Qué haces aquí a estas horas! ¡Ay pobrecito mío, qué tristeza! ¡Ay Diosito, qué desgracia!.

«Cuando te decía que, junto con don Ernesto, los tres se entendían a mis espaldas, digo poco, pero esa noche, Néstor y la tía dieron muestras de un ingenio que yo jamás hubiese imaginado. El sobre todo, pues conocía la magia de la impostura y el efecto de un buen disfraz. Llevaba la sábana al estilo de un senador romano, iba descalzo hasta las rodillas y se había puesto la peluca, las cadenas y los abalorios que usaba para
La vida es sueño.
Y parecía, en efecto, un demente. Sus ojos desorbitados, lanzaban destellos horribles a la mortecina luz de las candelas. No sé si te ha ocurrido alguna vez, pero un loco puede dar más miedo que un asesino o una alimaña. Sobre todo por la noche. La presencia de lo irracional aterra. Y eso fue lo que, en última instancia, debió de paralizar a los
perejiles.

»—Perdone usted, señor sargento —decía la tía con expresión doliente—. Perdone las insolencias de mi pobre Chepe. Nos tiene aburridas con esa su cantinela. Está el pobrecito tan mal... Demenció hace cosa de un año y no puedo hacer carrera de él. Se me sale de la habitación y de la casa. Y tengo pena de que el día menos pensado se me pierda por ahí. Vuelve a la cama, hermanito, que estos señores no te harán daño, ¿verdad, señor, que no le van a hacer daño?

»El sargento bajó el revólver, no sé si por miedo o por prudencia. No se puede matar a una aparición y ése fue, me parece, su temor: que disparase el arma y la aparición siguiese hablando con su voz imponente.

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