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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (15 page)

BOOK: El sueño robado
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Unos días más tarde, el candidato al destino extranjero fue recogido por la policía en estado de grave intoxicación etílica, con un maletín repleto de documentos secretos y sin su pase departamental, que nunca apareció. Fue despedido de forma fulminante de la Dirección de Seguridad y puesto a disposición judicial. Nadie se enteró nunca de que su incorporación en el directorio de la inteligencia en el extranjero se frustró porque Dmitri había dedicado un par de noches a consultar diccionarios médicos y farmacológicos, tras lo cual encontró a ciertas personas y les pagó. El inspector quedó muy contento de que el nombramiento que no creía correcto se fuera al carajo. No se detuvo a pensar en que le había destrozado la vida a un hombre que no le había hecho nada y con el que no tenía enemistad personal. Lejos de esto, experimentó una satisfacción sorprendentemente cosquilleante porque todo había salido según sus deseos. Aquélla fue su primera experiencia de la manipulación de los demás, una experiencia coronada por el éxito. Dmitri comprendió que no necesitaba en absoluto recorrer pasillos o dar puñetazos en la mesa para demostrar que tenía razón. Era posible actuar de otro modo, ideando tretas ingeniosas y estudiando las derivadas del movimiento como si de una partida de ajedrez se tratara, tirando de los hilos invisibles y observando contento cómo los acontecimientos tomaban el curso previsto en el guión creado por uno mismo; aunque sus protagonistas creyeran a pies juntillas que hacían su santa voluntad y actuaban conforme su libre albedrío. Las víctimas no tenían importancia… Eran peones de la partida jugada por alguien más. Por él.

La viuda de Valentín Petróvich Kosar, trágicamente fallecido el día 25 de octubre al ser arrollado por un automóvil sin identificar, era una mujer lozana, de cara agradable y melena castaña exuberante. Recibió al funcionario de la policía criminal con amabilidad pero se notaba que hacía continuos esfuerzos por mantener esa conversación, que le resultaba dura y penosa.

—¿Acaso tiene algo que ver con la muerte de mi marido? —preguntó extrañada cuando se procedió a interrogarla sobre los sucesos de mediados de octubre.

—No, no tiene nada que ver. No estamos investigando las circunstancias del atropello de su marido.

—Así lo he entendido —suspiró con pesadumbre—. Creo que no las investiga nadie. A nadie le importa un tal Kosar. Si hubiera sido ministro o diputado, no me harían esas visitas sorpresa.

—Entiendo sus sentimientos pero, créame, se equivoca. El atropello lo lleva la dirección del distrito Suroeste, mientras que yo trabajo en Petrovka, en la Policía Criminal de Moscú, y tratamos de resolver otro crimen.

—¿Qué relación pudo tener con esto Valentín? Era un hombre de honradez fuera de toda sospecha, en su vida se había apropiado de un céntimo ajeno, no habría matado ni a una mosca…

Los ojos se le llenaron de lágrimas pero la mujer se dominó en seguida.

—De acuerdo, adelante con las preguntas.

—El día 10 o 12 aproximadamente, un tal Borís Kartashov le pidió a su marido que le recomendase a un psiquiatra para consultarle en privado. ¿Se lo contó su marido?

—Sí, recuerdo aquella conversación. Le dijo que intentaría encontrar a Máslennikov y, si no lo localizaba, llamaría a otro médico amigo, a Gólubev.

—¿Le habló Valentín Petróvich sobre el problema de Kartashov?

—Sí. Parece ser que la novia de Kartashov concibió la idea de que alguien quería influir sobre sus actos mediante la radio. No, creo que no es eso… Espere… ¡Ya lo tengo! Decidió que alguien le robaba sus sueños y luego los contaba por la radio. Eso es más exacto.

—¿Qué pasó luego?

—Valia llamó a Máslennikov en seguida y acordaron la visita. Recuerdo también que Máslennikov dijo que en los dos días siguientes iba a estar muy ocupado, por lo que no podría visitar al amigo de Valia antes del viernes.

—¿El viernes? ¿No tendrá un calendario a mano?

—Aquí tiene.

La viuda de Kosar le tendió un pequeño calendario que había extraído de la agenda, colocada encima de la mesa. En el calendario estaba marcado con lápiz el día 15 de octubre, un viernes.

—¿Se acuerda de qué viernes habían hablado? ¿Del quince o del siguiente, el veintidós?

—Lo más probable es que del quince. Sí, seguro —dijo echando una ojeada al calendario—. Lo ve, la fecha está marcada a lápiz.

—¿Qué significa que esté marcada a lápiz?

—Es el calendario de Valia, lo utilizaba siempre. Marcaba con un color los cumpleaños y otras ocasiones especiales; con otro, las citas, etcétera. Si marcaba una fecha con un lápiz normal, se trataba de un asunto que no le concernía personalmente sino que tenía que pasar el mensaje a alguien más, como ocurrió en el caso de Kartashov. Valia, sabe usted, siempre temía fallarle a alguien o confundir las cosas.

Los ojos volvían a llenársele de lágrimas pero se contuvo.

—¿Es la libreta de su marido?

—Sí.

—¿Puede prestármela por un tiempo? Se la devolveré sin falta.

—Si la necesita, llévesela.

—Una pregunta más, si me permite. ¿Siempre se mantuvo al corriente de los asuntos de su marido?

—Por supuesto. Éramos buenos compañeros…

—¿Tenía muchos amigos?

—Escuche, déjelo, me parte el alma. ¿Qué importancia tiene todo esto ahora? No creerán que le atropelló uno de sus amigos, ¿verdad? Además, me ha dicho que no investiga el atropello…

—No obstante, le ruego encarecidamente que me conteste, ¿tenía amigos con los que compartía todos sus problemas?

—Los compartía con todo el mundo. ¡Era tan abierto, tan campechano!

—Entonces, ¿pudo haberle mencionado a alguien más, aparte de usted, a Kartashov y la enfermedad de su novia?

—Se lo contó prácticamente a todos con quienes habló aquel día. Hasta a su madre. La llamó para preguntarle cómo se encontraba y luego le dijo: «Imagínate, mamá, ¡qué enfermedades tan raras tiene la gente! Esta tarde me ha llamado un hombre…» Etcétera. No sé por qué pero la historia de la novia de Kartashov le impresionó tanto que siguió sacándola a colación durante mucho tiempo.

—¿No le contó Valentín Petróvich nada más sobre Kartashov?

—No.

—¿Está segura de que no se le ha olvidado?

—Habrá podido comprobar que tengo buena memoria. Me acuerdo de todo lo relacionado con Valentín. Después de su fallecimiento pensé mucho en los últimos meses, días, horas, como si con esto pudiera resucitarlo. Me daba la sensación de que bastaría con recordarlo todo hasta el último detalle para que regresara…

El Volga beige abandonó la carretera de Kíev y puso rumbo a la avenida Matvéyev. Se detuvo al llegar junto a la Casa de Minusválidos y Ancianos y del coche bajó un hombre corpulento de facciones atractivas y distinguidas. Con andares seguros cruzó el vestíbulo, subió en ascensor hasta la tercera planta, enfiló por el pasillo y, sin llamar, entró en una sala.

—Buenos días, padre.

Desde la almohada le miraron unos ojos vidriosos y lagrimeantes, momentáneamente avivados por una semejanza de sonrisa. Los marchitos labios temblaron.

—Hijito… Hace mucho que no venías.

—Perdóname, padre —dijo el hombre, que acercó una silla a la cama y se sentó—. Cosas de trabajo. He tenido que estar todo el mes fuera para preparar la campaña. Sabrás que dentro de unos días se celebran las elecciones a la Duma. ¿Cómo estás?

—Mal, hijo mío. Ya lo ves, en cama todo el tiempo, ya no me levanto casi nunca. Sácame de aquí, no quiero morir sobre el catre estatal.

—Ya te sacaré de aquí, padre, no lo dudes. En cuanto pasen las elecciones y acaben los jaleos y sobresaltos, te llevaré a casa en seguida.

—Ojalá sea pronto. No viviré para verlo…

El anciano entornó los ojos. Una lágrima se deslizó por la arrugada mejilla y se perdió entre los pliegues de la piel.

—Padre, ¿te acuerdas del año setenta?

—¿Setenta? Eso fue cuando a ti…

—Eso mismo —le interrumpió el hombre con impaciencia—. ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. ¿Cómo iba a olvidar aquello? ¿Por qué? ¿Han vuelto a molestarte?

—No, no, no te preocupes. Se ha echado tierra a aquel asunto. Pero de todos modos… ¿Quién más crees tú que puede recordar aquello?

—Aquel amiguete tuyo, aquel con quien tú…

—Ya lo sé —volvió a cortarle el hijo—. Pero ¿quién más?

—No se me ocurre nadie más. Batyrov murió hace muchos años. ¿Smelakov? Ése puede que lo recuerde pero no tiene ni idea de qué se trata. No creo que nadie lo sepa excepto yo. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, por si acaso. Ya sabes que, si mi partido obtiene suficientes votos y me incorporo a la Duma, puede aparecer algún amigo de sacar los trapos sucios a la luz.

—¿Tienes enemigos, hijo?

—¿Quién no los tiene en los tiempos que corren?

—Hijo mío, tengo miedo a que te ocurra algo. No deberías meterte en ese infierno, te comerán vivo.

—No temas, padre, saldremos de ésta. Bueno, tengo que irme.

—No me olvides, hijo mío, ven aquí más a menudo, ¿eh? Ya no me queda nadie más en este mundo. Tu madre ha muerto, mi mujer también…

—No te pongas dramático, padre. Tienes otros dos hijos además de mí. Si han salido granujas, la culpa es toda tuya; tú los has criado, les has dado la vida regalada, y ahora que eres viejo te han dejado en la estacada.

—No digas eso, hijo, a qué viene… —La voz del anciano fue apenas audible—: También he hecho mucho por ti, acuérdate.

—Yo sí que me acuerdo —respondió el hijo con dureza—. Por eso vengo a verte. Vale, padre, tú resiste. Dentro de un mes como más tarde te sacaré de aquí.

—Adiós, hijo mío.

Capítulo 6

¿Sería posible escribir una ecuación que diera cabida, sin caer en contradicciones, a los deseos secretos de Borís Kartashov y Olga Kolobova de quitarse de encima a Vica Yeriómina, al misterioso mensaje borrado de la casete del contestador y al incidente sufrido por Vasili Kolobov, del cual al principio no quiso decir nada a nadie y que luego decidió negar? Nastia Kaménskaya, Andrei Chernyshov, Yevgueni Morózov, el estudiante Oleg Mescherínov y Mijaíl Dotsenko, que trabajaba a ciegas, habían hecho todo lo posible, habían interrogado a muchísima gente pero no habían encontrado ninguna prueba de que el pintor Kartashov y su amante Kolobova, tuviesen algo que ver con la desaparición de Vica. Aunque lo cierto era que tampoco obtuvieron pruebas de su inocencia. Comprobar las coartadas semanas después de que sucedieran los hechos seria una misión, casi con toda seguridad, infructuosa, sobre todo al tratarse de los siete días de una semana entera. «¿Dónde, pues, pasaste aquella semana, Vica Yeriómina antes de que te estrangularan? ¿Por qué había sobre tu cuerpo señales de golpes realizados con una gruesa cuerda? ¿Te pegaron, te torturaron? Se diría que, en efecto, estabas enferma y caíste en manos de un cabrón que se aprovechó de tu mal y luego te mató. Lo único que no queda claro es aquel mensaje…»

Una vez sentada en la sección medio vacía de fumadores del avión que cubría el trayecto de Moscú a Roma, Nastia se enfrascó en las lentas reflexiones. En el aeropuerto, al registrar su billete, fue la única de toda la delegación en pedir asiento en la sección número cuatro, la de fumadores, y ahora se congratulaba por haberlo hecho, pues había pocas butacas ocupadas, se había librado de las chácharas de los compañeros y podía aprovechar las tres horas y media del vuelo para pensar.

Empecemos por Vasili Kolobov. En el curso del segundo interrogatorio negó tajantemente el hecho de la paliza, alegando haberse caído por la escalera mientras estaba borracho. Su mujer, sin embargo, se mostró igual de tajante al afirmar que alguien le había pegado, y añadió que tenía la certeza por la circunstancia de que, al llegar a casa, Vasili se tumbó en la cama, apretó las manos contra el vientre, se dobló y murmuró: «Hijos de puta. Cabrones.» Todos ellos, incluyendo al estudiante y a Nastia, se habían turnado intentando hacer «cantar» al tozudo de Kolobov pero no sirvió de nada. Se había caído y eso era todo. Interrogarle había sido una pérdida de tiempo. Pero pudieron observar que, cuanto más se obstinaba Vasili en negar que alguien le hubiera pegado, tanto más le turbaba la menor mención de la amiga de su mujer, Vica. Al final decidieron comprobar si el mujeriego vendedor de cigarrillos de importación había tenido con Vica una historia romántica de la que nadie se enteró. ¿Podría ser que este caso fuera en realidad muy sencillo y el motivo del asesinato no fuera otro que los celos? Como hipótesis, tenía visos de viabilidad. En ese caso, el mensaje borrado pudo haberlo dejado Vica, con la intención de informar de que se marchaba a alguna parte junto con Vasili. A juzgar por lo que sabían del carácter de la muchacha, no tendría inconveniente en decírselo a Borís. Una vez cometido el asesinato —con toda probabilidad por Kolobov—, Borís y Olga adoptaban la decisión de no delatar al asesino. Dios sabía qué razones tendrían… Lo importante era que la muerte de Vica resolvía sus problemas personales: el pusilánime de Borís ya no tenía que devanarse los sesos sobre el modo de decirle adiós a Yeriómina y a Lola se le brindaba una oportunidad de formar una familia normal casándose con el pintor; en particular porque los dos deseaban tener hijos. El mensaje de la casete encajaba en esta ecuación, pero ¿qué tenía que ver con todo esto la paliza de Kolobov? ¿Nada tal vez? ¿No guardaba la menor relación con el asesinato y no se debía confundir el tocino con la velocidad?

—¿Conoce Roma? —dijo a su derecha una voz agradable que hablaba un inglés fuertemente acentuado.

Nastia volvió la cabeza y se encontró con la mirada de un joven embutido en un jersey blanco que se sentaba al otro lado del pasillo. Estaba mirando con una sonrisa la guía Michelín de Roma, que ella había encontrado en el piso de sus padres y ahora tenía sobre las rodillas. Nadezhda Rostislávovna había traído esta guía de su primer viaje a Italia, hacía ya muchos años.

Reconoció por el acento que el joven era italiano. A duras penas venció la tentación de contestarle en inglés. «No puedo ir dándole más largas —pensó—. De todas formas tendré que hablar italiano, así que más me vale empezar ahora.» Se sentía segura de su dominio del inglés y el francés, idiomas que utilizaba con frecuencia y de los que hacía muchas traducciones, sobre todo durante las vacaciones, para tapar las brechas que éstas abrían en su presupuesto. En cambio, el italiano, que de pequeña sabía bastante bien gracias a los empeños de su madre, hacía tiempo que permanecía guardado, como a ella misma le gustaba decir, en el cajón más inaccesible de la mesa, abocado al desuso, por lo que a Nastia le daba un poco de miedo hablarlo. No obstante, se atrevió.

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