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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (6 page)

BOOK: El sueño robado
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Nastia llamó al Departamento de Alumnado de la academia y le ofrecieron escoger entre varios temas de coloquios y clases prácticas previstos para los próximos dos o tres días. Solicitó reservarse la clase práctica dedicada a las peculiaridades psicológicas en las declaraciones de los testigos.

—Nos viene de perlas —fue la respuesta entusiasta del Departamento de Alumnado—. El profesor que debía impartir estas clases está enfermo, de modo que no hay problema alguno. Y nos quita un peso de encima, así no tenemos que buscar un sustituto.

Gracias al conocido test gráfico de Raven, Nastia tenía muy claro cuál iba a ser su criterio para seleccionar al estudiante. El test incluía 60 problemas, 59 de los cuales estaban basados en un mismo principio y se diferenciaban sólo por el grado de complejidad: mientras los primeros seis eran de una sencillez lapidaria; a partir del problema 54 la búsqueda de la solución implicaba un esfuerzo considerable, ya que se requería seguir simultáneamente varios indicadores sin perder de vista ninguno. De este modo, los 59 problemas ponían a prueba la capacidad del individuo para concentrarse y tomar una decisión de prisa, en un tiempo limitado. Entre otras cosas, el test de Raven permitía concluir si el individuo sabía centrar su atención sin dejarse arrastrar por el pánico que ocasionaba la premura de tiempo. En cuanto al problema número 60, el último, tenía trampa, ya que, siendo sorprendentemente fácil, estaba basado en un principio completamente diferente. Si el individuo lograba resolver ese último problema, significaba que había sido capaz de verlo desde cierta perspectiva, de situarse en un nivel superior para reconocer caminos nuevos en lugar de seguir en la misma dirección de antes, obstinándose en abrir el candado con la misma llave sólo porque los candados anteriores se habían dejado abrir con facilidad utilizando esa llave. Por supuesto, se decía Nastia, desde el punto de vista de un físico, 59 experimentos serían suficientes para sacar conclusiones sobre el número 60. Pero desde el punto de vista de un matemático, no era así en absoluto. Y Nastia buscaba entre los estudiantes justamente al que supiera pensar como un matemático.

Revisó unos viejos apuntes, llamó a dos amigos de la Inspección General de Tráfico y por fin compuso un problema que plantearía en la clase práctica.

—¿Qué tal va todo? —le preguntó sonriendo Olshanski a Nastia, que acababa de entrar en su despacho.

—Mal, Konstantín Mijáilovich. Hay que empezar desde el principio otra vez.

Se sentó a la mesa esperando el comienzo de una larga conversación. Pero, a todas luces, no era ésta la intención del juez de instrucción. Echó un vistazo al reloj y suspiró.

—¿Empezar desde el principio? ¿Qué te impide seguir avanzando?

Nastia dejó la pregunta sin responder porque la respuesta hubiese sido tan dura para ella como para Olshanski.

—Hay que volver a interrogar a Borís Kartashov, el amigo de Yeriómina.

El juez giró lentamente la cabeza y se quedó mirándola sin parpadear. Las gruesas lentes de las gafas empequeñecían sus ojos, por lo que su cara parecía desagradable y la mirada, penetrante.

—¿Para qué? ¿Es que has encontrado algo que lo convierte en sospechoso?

Sí, era cierto, Nastia había encontrado algo pero, primero, esto no le daba pie para sospechar de Borís Kartashov y, segundo, no estaba segura de que lo que había descubierto tuviese alguna importancia. Para aclarar sus propias ideas le era absolutamente indispensable someter a Borís Kartashov a un segundo interrogatorio.

—Se lo pido por favor —repitió con tozudez—, se lo ruego, vuelva a interrogar a Kartashov. Aquí tengo una lista de preguntas a las que tiene que contestar sin falta.

Nastia sacó del bolso una cuartilla doblada y se la tendió al juez. Sin embargo, éste no la aceptó sino que, en vez de esto, cogió de la mesa un impreso de mandato judicial.

—De acuerdo, interrógale —dijo secamente al tiempo que rellenaba de prisa el impreso.

—Creía que iba a interrogarle usted mismo.

—¿Para qué? Eres tú la que tiene preguntas para Kartashov, no yo. Así al menos podrás hacérselas hasta que te dé la respuesta que te deje satisfecha. Quién sabe, ¿y si los resultados de mi interrogatorio no son de tu agrado?

—No se ponga así, Konstantín Mijáilovich —contestó Nastia en tono de reproche—. No le he dicho que el interrogatorio anterior sea malo. Simplemente, en el caso se han detectado nuevas circunstancias…

—¿Cuáles? —preguntó levantando la cabeza con brusquedad.

Nastia calló. Estaba acostumbrada a fiarse de sus sensaciones, por poco claras que fueran, pero nunca hablaba de ellas hasta que la conducían a los hechos. El caso del asesinato de Victoria Yeriómina no era en absoluto uno de esos casos enredados, llenos de informaciones contradictorias. Todo cuanto Nastia había conseguido averiguar era lógico y coherente, pero no arrojaba ninguna luz sobre la pregunta de dónde había estado la víctima desde el 22 de octubre hasta el 1 de noviembre, cuando, a juzgar por los indicios, fue estrangulada. Si era cierto que la muchacha estaba aquejada de una psicosis aguda, pudo haberse marchado a cualquier parte y tropezar con toda clase de gente sin que sus actos obedecieran a ninguna lógica. Cuando se trataba de una persona en su sano juicio, se podía buscarla en casa de familiares o amigos, y el problema se reducía a poder identificarlos a todos. En cambio, intentar adivinar los probables itinerarios de un demente era perder el tiempo. Se marchaba de casa indocumentado y caminaba sin rumbo fijo… Los lugareños habían encontrado el cadáver por casualidad, la temporada de bayas y setas había terminado, en el mes de noviembre la gente no tenía nada que hacer en un bosque. Hubo suerte, por lo menos se la pudo identificar, y esto gracias sólo a que existía una denuncia de su desaparición. No, el asesinato de Yeriómina no era nada complicado. Lo que ocurría era que el caso contaba con muy pocas informaciones, y aquí estaba el verdadero problema.

Aunque la respuesta del DVYR no había llegado todavía, en su fuero interno Nastia ya había dicho adiós a la hipótesis que sólo dos días atrás tanto la había esperanzado. Ese «algo» que había descubierto le sugería que Vica no fue asesinada por un amante extranjero sino que se trataba de otra cosa muy distinta…

—¿Cuáles son entonces esas circunstancias nuevas? —le preguntó Olshanski en voz baja y muy ácida al tiempo que le tendía el impreso del mandato para el interrogatorio de Borís Kartashov—. No me has contestado.

—¿Me permite que le conteste después del interrogatorio?

—De acuerdo, contestarás luego. Pero que no se te olvide una cosa, Kaménskaya, no tienes derecho a ocultarme información, aun cuando te parezca que sea irrelevante para la solución del caso. Es la primera vez que trabajamos juntos, y quiero advertirte buenamente que yo no consiento esta clase de jugadas a nadie. Si me entero de que hay algo de esto, te pondré de patitas en la calle como a un gato tiñoso. Y a partir de entonces no te dejarán tocar ni un solo caso que lleve un juez de instrucción de la Fiscalía de esta ciudad. Me haré cargo de que así sea. No te pases de lista, no se te ocurra pensar que puedes decidir por tu cuenta qué es lo que vale para el caso y qué no vale. Y ten muy presente que quien instruye los sumarios soy yo, no tú, por lo que jugarás según mi reglamento de juego y no según el de Petrovka. ¿Comprendes?

—Comprendo, Konstantín Mijáilovich —balbuceó Nastia, y se apresuró a abandonar el despacho del juez.

«Por algo me cae tan mal —pensó con ira—. Menuda sarta de barbaridades que me ha soltado. Menudo… ¡portero de casa grande!…»

Había que llamar a Kartashov y quedar para verse. Nastia bajó a la primera planta, donde, como sabía, tenía su despacho un antiguo compañero de universidad, actualmente adjunto del fiscal. Llamaría desde allí, pues las cabinas públicas no eran de fiar, ya que, cuando no estaban estropeadas, reclamaban justamente aquellas monedas que no tenía.

Nastia no acostumbraba a dejarse guiar por la primera impresión a la hora de formarse una opinión de la gente. Pero Borís Kartashov le cayó bien desde el momento en que le vio.

Cuando le abrió la puerta a ese gigante de casi dos metros de estatura, vestido con tejanos, una camisa de franela a cuadros blancos y azules y un jersey de pelo de camello gris marengo, Nastia intentó contener la sonrisa pero no pudo y rompió a reír a carcajadas. Le saltaron las lágrimas y, sacudida por los accesos de risa, dio gracias a Dios por no haberse puesto el rímel, pues se le hubiese llenado la cara de regueros negros.

—¿Qué le pasa? —preguntó el dueño del piso sobresaltado.

Nastia se limitó a agitar la mano. Se quitó la chaqueta y se la tendió a Kartashov, quien al instante ya estaba retorciéndose de risa y sollozando espasmódicamente. Nastia llevaba puestos unos tejanos y una camisa blanca y azul idénticos a los suyos, aunque su jersey de pelo de camello era un punto más claro que el de Borís.

—Ni que nos hubieran fabricado en la misma incubadora —dijo Kartashov entrecortadamente—. Jamás hubiese creído que visto igual que los policías criminales. Pase, haga el favor.

Al ver el piso del pintor, Nastia se preguntó por qué Gordéyev le había tildado de bohemio. El novio de Vica Yeriómina no tenía nada de bohemio, ni en su físico ni en su atuendo. Pelo corto y bastante espeso, aunque en la coronilla asomaba ya una incipiente calva; un bigote cuidadosamente mantenido, una nariz grande, que tal vez podría haber sido algo más pequeña, y un cuerpo atlético de deportista. No observó la menor señal de desaliño ni en su aspecto ni en el piso. Todo lo contrario, los muebles eran cómodos y tradicionales. Junto a la ventana había un gran escritorio, encima del cual se apilaban bocetos y dibujos terminados.

—¿Le apetece un café?

—Me encantaría —respondió con alegría Nastia, que nunca conseguía aguantar más de dos horas sin tomarse uno.

Se sentaron en la cocina, que era limpia y acogedora, y estaba decorada en tonos beige y marrón claro; a Nastia también le gustó. Comprobó complacida que el café era fuerte y tenía buen sabor, que el dueño de la casa manejaba la cafetera turca con agilidad y presteza y, a pesar de lo imponente de su mole, tenía movimientos graciosos y ligeros.

—Hábleme de Vica —le pidió.

—¿Qué quiere saber exactamente? ¿Lo de su enfermedad?

—No, empiece por el principio. ¿Cómo fue a parar al orfanato?

Vica Yeriómina tenía tres años cuando ingresó en el orfanato después de que su madre fue condenada a seguir un tratamiento forzoso por su alcoholismo. Unos meses más tarde, Yeriómina madre fallecía en el centro médico-laboral a consecuencia de la intoxicación con el alcohol industrial que había llegado a sus manos de manera inexplicable. La madre de la niña nunca había estado casada y otros familiares, si los hubo, no se dieron a conocer, por lo que Vica tuvo que ingresar primero en una casa cuna y luego en un internado. Se hizo mayor, cursó estudios en una escuela de formación profesional, obtuvo el título de pintora decoradora, empezó a trabajar y le concedieron una plaza en la residencia obrera. Durante la jornada laboral le daba duro a la brocha y en su tiempo libre sacaba todo el partido que podía a su extraordinaria y llamativa belleza. Así siguieron las cosas durante mucho tiempo, hasta que, hacía más o menos dos años y medio, vio en un periódico un anuncio; decía que una empresa buscaba una señorita no mayor de veintitrés años para cubrir una vacante de secretaria. Vica tenía suficiente cinismo para comprender por qué razón el anuncio mencionaba la edad. Compró varios periódicos de anuncios, los leyó con atención y seleccionó las ofertas de empleo dirigidas a chicas jóvenes de buena presencia. Así fue como entró a trabajar en aquella empresa.

—¿Cuándo la conoció?

—Hace mucho tiempo, cuando era todavía pintora de brocha gorda. Estaba trabajando en el piso de al lado. Al principio venía aquí a tomar té durante los descansos. Un día se ofreció a prepararme la comida, dijo que sabía cocinar y que tenía muchas ganas de guisar para un hombre y no para sus amigas de la residencia. No me opuse, pues Vica me gustaba mucho; parecía tan dulce y abierta. Y, además, tenía una belleza excepcional.

—Borís… —Nastia vaciló—. ¿Nunca le molestó el trabajo que Vica desempeñaba en la empresa?

—No me entusiasmaba, cierto, pero no porque tuviese celos sino por consideraciones estrictamente humanitarias. Cuando una joven se gana la vida prostituyéndose, y no lo hace porque esto le guste locamente sino porque no sabe hacer nada más y lo que busca es pasta gansa, resulta triste en todos los sentidos. Pero no podía decírselo en voz alta.

—¿Por qué no?

—¿Qué podía ofrecerle a cambio? Nada más contratarla, la empresa le compró un piso, se lo amuebló. Le pagaban al mes lo que yo no gano ni al año. Mientras Vica pintaba casas, yo le hacía regalos, la llevaba en palmitas. En los últimos dos años, las tornas se volvieron, y ya era ella la que me regalaba cosas. Al principio me daba vergüenza, luego comprendí…

—¿Qué comprendió? —preguntó Nastia, alerta.

—El orfanato. Pruebe a meterse en su piel, imagíneselo, y lo comprenderá también. Todo es común para todos, todo es igual para todos. Durante su infancia careció de la mayor parte de las cosas que son de lo más corriente para cualquier niño que crece en casa con sus padres. Vica necesitaba compensarlo de alguna manera, deseaba «completarse», por así decirlo. Ansiaba olvidarse del orfanato, la única amistad que mantuvo fue con Lola Kolobova, con nadie más. Estaba harta de compartir amigas, deseaba tenerlas para ella sola, contar con un círculo de amistades propias, que ella misma hubiera seleccionado, y no aquellas que el destino había juntado por accidente en la misma aula, en el mismo grupo o en el mismo dormitorio. Quería poder elegir qué hacer y con quién tratar. Desde luego que la selección que hizo dejaba mucho que desear pero… Qué remedio, nadie escarmienta en cabeza ajena. Lo único que le importaba era poder escoger amigos a su gusto y a su voluntad; y si en ocasiones se topaba con sujetos dudosos, le traía sin cuidado. Lo mismo ocurría con las comidas y los regalos: quería elegir al objeto de sus cuidados, quería tener familia. Todo esto se me vino encima de golpe y porrazo pero con el tiempo acabé incluso por encontrarle gracia.

—¿Quería casarse con usted?

—Tal vez. Tuvo la sensatez de no decírmelo nunca. ¿Acaso podía ofrecerse a alguien como esposa, dado el tren de vida que llevaba?

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