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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

El sueño robado (32 page)

BOOK: El sueño robado
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Sin embargo, el coche no se había marchado. Había luz en su interior y pudo ver con todos los detalles la muñeca Barbie, desafiantemente elegante en su traje de noche, de color rojo intenso y adornado con lentejuelas. Nadia se asustó pero acto seguido intentó dominarse. ¿Por qué había decidido que el coche la esperaba precisamente a ella? Estaba parado, y parado seguiría.

Con resolución, la niña se encaminó hacia el cruce y luego hacia la tienda de calzado. Al llegar hasta la tienda, torció a la derecha en dirección a su casa, y se sintió más tranquila. Aquí había más luz, las farolas estaban encendidas, transitaba gente. Pero pronto vio el coche de antes, que se deslizó a su lado y, haciendo destellar las luces rojas de los frenos, se detuvo delante de su portal. Nadia aminoró la marcha y se puso a recordar lo que se debía hacer en esa situación. Ya, aquí estaba, tenía que encontrar a alguien paseando a un perro. Papá le había explicado que si veía a alguien pasear a un perro, lo más probable era que viviera por el barrio, por lo tanto, se podía dar por descartado que tuviera algo que ver con los desconocidos que la habían asustado. Normalmente, los desconocidos que seguían a niñas pequeñas procuraban hacerlo lo más lejos posible de sus propias casas. Lo mejor sería buscar a una mujer con un perro. Y mejor aún, que el perro fuese grande.

Nadia miró a su alrededor. Allí sólo había casas sin un solo jardincillo, donde hubiese sido fácil encontrar a algún «perrero». Pero sabía que, con toda seguridad, junto a su casa vería a alguno. Por allí solían deambular varios, porque no lejos de allí había un gran patio ajardinado. El único inconveniente era que iba a tener que pasar al lado de aquel coche. Pero quizá habría suerte y encontraría a alguien capaz de ayudarla antes de llegar a la altura del automóvil.

Así fue, hubo suerte. A unos quince metros del coche vio a una mujer ataviada con téjanos, chaqueta y gorro deportivo, que le pareció simpática y que caminaba al lado de un doberman enorme, de aspecto amenazador. Nadia llenó de aire los pulmones y pronunció la frase que había preparado de antemano:

—Disculpe, ¿puedo pedirle un favor? ¿Sería tan amable de acompañarme hasta mi portal? Vivo en aquel edificio de allí pero me da miedo entrar sola, está a oscuras, no hay luz y algunos niños hacen gamberradas y asustan a la gente.

No sabía por qué pero no se decidió a decirle a la mujer ni una palabra del coche verde con la muñeca dentro, no quería parecer ridícula. Un portal oscuro era otra cosa, era algo sencillo y fácil de entender para cualquiera. El coche, en cambio… Tal vez sus temores eran vanos.

—Claro que sí, enanita, vamos allá, te acompañamos. ¿Verdad? —le dijo la mujer al doberman.

A Nadia no le gustó nada lo de «enanita» pero de todas formas le agradecía profundamente a la desconocida su comprensión. Al pasar junto al coche, hizo un esfuerzo por no echarle otro vistazo a la muñeca: el habitáculo volvía a estar bien iluminado. La Barbie era tan deslumbrante que incluso le llamó la atención a esa mujer adulta.

—¡Fíjate qué preciosidad! —exclamó con admiración, a punto de detenerse delante del coche.

Pero Nadia bajó la cabeza, apartó la vista y aceleró el paso.

Avanzaban despacio porque el perro no dejaba de pararse junto a cada árbol y matorral, cada pared de cada edificio que pasaban, para olfatearlos. Al final llegaron junto al portal. La mujer entró primero y, aguantando la puerta para Nadia, le dijo en tono de reproche:

—¿Por qué me has engañado? Aquí hay mucha luz, todo está bien iluminado, todas las bombillas están en su sitio. ¿No te da vergüenza?

Nadia buscó con dificultad una justificación y ya estaba abriendo la boca para balbucear algo, como que, por ejemplo, llevaban un mes sin luz y que probablemente acababan de arreglarla ahora… A sus espaldas se oyó el golpe suave de la puerta… Quiso volverse para ver quién había entrado pero por algún motivo no pudo. De pronto, sus piernas se volvieron de algodón y sus ojos se llenaron de oscuridad.

Arsén estaba contento. El chaval había hecho un buen trabajo. Todo el entrenamiento, todas las enseñanzas que recibió desde la edad más tierna, todo el dinero que habían gastado contratando a profesores particulares primero y luego a entrenadores no habían sido en vano. No los habían contratado porque fuera mal estudiante, en absoluto, desde que entró en el colegio no bajó de sobresaliente. Pero ¿qué significaba descollar en los estudios respaldados por un sistema tan miserable? Desde luego, no que los conocimientos del alumno fuesen sobresalientes sino que sabía un poco más que los otros alumnos de su curso. Y lo que Arsén quería era que el chico obtuviese conocimientos reales y no «comparados», que recibiese una educación de verdad.

Arsén, que llevaba toda la vida trabajando en un organismo directamente relacionado con el servicio de inteligencia, se daba perfecta cuenta de que un agente fichado no era lo mismo que un agente infiltrado. Los traidores no le merecían mucha confianza. Evidentemente, en la gran mayoría de los casos se veía obligado a recurrir a promesas y amenazas, aprovechar las dificultades materiales, la codicia, el miedo, las debilidades y las pasiones. Pero también había gente a la que Arsén podía acudir para que le ayudase a resolver problemas que planteaban a su Oficina diferentes grupos criminales. Por supuesto, tenía algunos clientes individuales, como, por ejemplo, Grádov, pero no era frecuente, pues los servicios de Arsén eran increíblemente caros y sólo organizaciones que obtenían grandes beneficios podían permitírselos. Además, en realidad, Grádov no iba solo por la vida. Todo el lío se armó precisamente cuando sus fuentes de financiación se encontraron bajo amenaza.

Cierto, Arsén tenía a su disposición a gente de otra clase también, pero por el momento eran pocos. La Oficina y la táctica de su implantación en las subdivisiones del Ministerio del Interior no estaban todavía afinadas a la perfección pero los primeros resultados ya se dejaban notar.

Esos otros ayudantes suyos habían sido fichados cuando eran todavía unos críos, antes de hacer el servicio militar, para que los años de instrucción castrense no pasasen en balde, para que el candidato aprendiese todo cuanto pudiera: en el trabajo policial, las experiencias que proporcionaba el Ejército siempre resultaban útiles. Por lo común, se fichaba a los que, al ser llamados a filas, dejaban en casa a padres ancianos y con pocos medios de vida, novias embarazadas o esposas jóvenes y madres de hijos de corta edad. Al separarse de la familia para dedicar dos años de su vida al Ejército, se les prometía cuidar de los suyos, protegerles, ayudarles económicamente. A cambio, el candidato se comprometía a cumplir con el Ejército a conciencia, esforzarse por asimilar la ciencia militar, ganar insignias y diplomas, desarrollar musculatura y, una vez licenciado, matricularse en la Academia Superior de Policía y seguir las instrucciones de Arsén y su gente. En este apartado, Arsén era partidario acérrimo del carácter voluntario de la colaboración, pues suponía que los aliados y seguidores más fieles eran los que obraban por convencimiento. Por eso, si algunos de los recién licenciados, tras volver junto a sus familias, que durante dos años habían vivido a mesa puesta con el dinero de la Oficina, no daban señales de vida, Arsén prohibía terminantemente buscarlos u obligarles a dar explicaciones. Si alguien faltaba a la cita, significaba que había cambiado de opinión. Si había cambiado de opinión, entonces no estaba convencido. Si no estaba convencido, era capaz de «dar el cante», «chivarse», «derrotarse». En cuanto al dinero que se había invertido en el «rajado» durante dos años, bueno, al cuerno con el dinero, tampoco era tanto, teniendo en cuenta el volumen de negocios de Arsén; también era cierto que el dinero no daba felicidad y, además, cualquier proceso productivo implicaba costes. En cambio, los que volvían tras cumplir el servicio militar y se personaban con puntualidad en el lugar indicado por su «fichador», eran fiables al ciento por ciento. Ésos ingresaban en la academia de policía, algunos de ellos ya habían terminado los estudios y estaban trabajando en organismos del Interior de Moscú. Especialistas competentes, bien preparados, magníficamente avalados por el Ejército y la academia, poseedores de buenos conocimientos y músculos de hierro, realizaban con éxito tanto su trabajo profesional como los encargos de la Oficina.

Pero entre todos ellos había unos cuantos elegidos. Eran los que no habían sido fichados en vísperas de ser llamados a filas sino mucho antes. Aquellos a los que se había seleccionado y mimado cuando eran adolescentes todavía, cuando iban al colegio y sólo empezaban a aficionarse al alcohol y a las parrandas celebradas en patios oscuros. A éstos se los seducía con el romanticismo. Con el romanticismo de la lucha contra un régimen injusto, contra un sistema cruel y zafiamente organizado, con el romanticismo del entusiasmo a propósito de su propia superioridad y la posibilidad de manipular destinos ajenos, mandando desde los bastidores sobre la gente, sobre sus pensamientos y sus actos. A los futuros elegidos se los buscaba entre los huérfanos que vivían en asilos, se los adoptaba, para lo cual en ocasiones había que pagar sobornos costosísimos. Se los preparaba cuidadosamente, ya que les esperaba una carrera brillante.

Uno de los elegidos era Oleg Mescherínov, quien actualmente estaba pasando el período de prácticas en Petrovka, 38, en el departamento dirigido por el coronel Gordéyev. Había sido él quien había propuesto un plan sencillo y eficaz del secuestro de Nadia Lártseva. Había oído en muchas ocasiones al padre de la niña hablar con ella por teléfono y se había formado buena idea tanto sobre el talante de la hija como sobre la esencia de las instrucciones que Volodya se empeñaba en meterle en la cabeza. La primera condición de la operación era no llamar la atención, para que a nadie se le ocurriera pensar que alguien estaba secuestrando a una niña delante de sus mismos ojos. Había que asustar a Nadia y empujarla a los brazos de alguien a quien solicitaría auxilio. Encontrar a ese alguien y colocarle en el lugar adecuado y en el momento propicio fue cuestión técnica, de puesta en escena. También la muñeca Barbie había sido una idea de Oleg. La niña no se percataría de la cara del hombre que la persiguiera, es decir pasaría por alto su propia presencia y, así, no se asustaría. Difícilmente entendía de coches y no se daría cuenta de que a lo largo del día la había estado siguiendo el mismo automóvil, por muy raro, por muy caro, por muy de importación que fuese. Pero no dejaría de fijarse en la Barbie. Y si era una niña despierta, no dejaría de asustarse. Por otra parte, si fuera tonta y no hubiera tomado en serio los consejos de su padre, se quedaría mirando boquiabierta a la muñeca y no tendría inconveniente en contestar cuando se le hablara. Sí, la Barbie era todo un hallazgo, en todos los sentidos. Arsén estaba contento. Le encantaría escuchar los cantos que entonaría ahora esa Kaménskaya, con toda su sangre fría e imperturbabilidad.

El timbre de la puerta la hizo estremecer. Nastia echó una mirada de soslayo a Liosa, que estaba pegado a la pantalla de televisión.

—¿Vas a abrir?

—¿Es preciso? —contestó sin moverse del sitio.

Nastia se encogió de hombros. El timbre volvió a sonar.

—Tal vez sean «ellos». Cualquiera sabe…

Liosa salió al recibidor y entornó la puerta.

Se oyó el chasquido de la cerradura y Nastia reconoció la voz familiar de Volodya Lártsev:

—¿Está Asia?

Dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Gracias a Dios, no eran «ellos»! Lártsev estaba irreconocible. Su cara morena se había vuelto gris, los labios habían adquirido un tono violáceo propio de los enfermos de corazón y tenía los ojos de demente. Sin quitarse el abrigo, pasó del recibidor al salón, cerró la puerta en las narices de Chistiakov y se apoyó en ella jadeante. «¿Habrá venido corriendo hasta aquí?», pensó Nastia.

—Se han llevado a Nadia —espiró Lártsev.

—¿Cómo que… llevado? —preguntó Nastia de repente afónica.

—Se la han llevado, eso es todo. Vuelvo a casa, no está, y en seguida me llaman por teléfono y dicen que tienen a mi niña, que está sana y salva, pero que lo está sólo de momento.

—¿Qué es lo que quieren?

—Para, Anastasia. Te lo suplico, para, no toques más el caso de Yeriómina. Sólo me devolverán a Nadia si paras el caso.

—Espera, espera —se sentó en el sofá y se apretó las sienes con las manos—. Dímelo todo otra vez, no entiendo nada.

—No me vengas con ésas, lo entiendes todo perfectamente. Has tenido suficiente presencia de ánimo y confianza en ti misma para no asustarte y eludir todo contacto con ellos. Han decidido actuar a través de mí. Te juro, Anastasia, te lo juro por todo lo sagrado que tengo en este mundo, que si le sucede algo a Nadia, te pegaré un tiro. Iré pisándote los talones hasta que…

—De acuerdo, esta parte ya la he cogido —atajó Nastia—. ¿Y qué tengo que hacer para que te devuelvan a tu hija?

—Debes decirle a Kostia Olshanski que es imposible hacer nada más con el caso de Yeriómina. Kostia te creerá y parará el caso.

—De todas formas va a pararlo después de las fiestas. Y no podría hacerlo antes, va contra la ley. ¿Pero qué quieres que haga yo?

—Quiero que dejes de investigar el asesinato de Yeriómina y que cierren el caso. De verdad, no sólo en apariencia —pronunció lentamente Lártsev sin apartar de Nastia sus ojos y sin parpadear.

—No te entiendo…

—¿Qué te crees, que no conozco al Buñuelo? —explotó Lártsev—. ¡Un caso como éste! ¡Está que revienta de la basura que hay dentro! Me tiré diez días haciendo lo imposible para «peinarlo», para limarlo, para tapar la cochambre y ni con diez días he tenido suficiente si al final tú has conseguido verla. El Buñuelo no suelta casos como ése, lo estará royendo hasta que muera. Así que no me sorbas el seso con tus engañifas, no me vengas con el cuento de que van a parar este caso.

—¿Quién te ha dicho que lo de parar el caso es un cuento?

—Lo he entendido yo sólito. Si te has percatado de lo que yo había hecho en aquellos primeros días, también habrás comprendido por qué lo hice. Y si es así, no te echarás atrás. Ni tú ni el Buñuelo. Os conozco demasiado bien.

—¿Y Kostia qué dice?

—Dice que me has pescado y que de un momento a otro me vais a armar un cirio. Asia, ¿qué tiene que ver Olshanski con todo esto? La orden de suspender un caso es sólo un papelito, le afecta al juez de instrucción, no a nosotros. El juez se lo guarda en su caja fuerte y se olvida de él hasta que le traemos entre los dientes la información que permite continuar con la investigación. Es el juez quien deja de trabajar en el caso, no nosotros. Por eso quiero que le eches el freno. Son las once y media. Me llamarán a las dos de la madrugada y deberé darles garantías de que dejarás el cadáver de Yeriómina en paz. Asia, te lo suplico, Nadia tiene que volver a casa cuanto antes. Tal vez no le hagan daño pero está asustada, puede sufrir un trauma nervioso. Ya se las pasó canutas cuando Natasa… —Lártsev se cortó y calló unos instantes—. Es decir, Anastasia, ten en cuenta que si algo le ocurre a Nadia, tú serás la única culpable. Y no te lo perdonaré. Jamás.

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