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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (20 page)

BOOK: El susurro del diablo
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Mamoru asintió.

—Ahora, a clase. Antes de que se marche, una última cosa: acuda al señor Nozaki y discúlpese por su injustificada ausencia. Ese hombre se toma muy en serio su trabajo.

—Entendido. —Mamoru dio media vuelta, dispuesto a marcharse.

Iwamoto intervino de repente, como si se hubiese dejado algo en el tintero.

—Kusaka, yo no me trago esa teoría de que heredamos nuestro carácter.

Mamoru se detuvo en seco.

—Si los gusanos solo dieran gusanos, esto no sería más que una manzana podrida. Yo no soy ninguna lumbrera, pero lo que me empuja a seguir en este trabajo es ver cómo esos mismos gusanos se transforman en preciosas mariposas de diferentes tamaños y colores.

Mamoru sintió que sus facciones se crispaban antes de estallar en carcajadas. Era un gustazo poder liberar tensiones de aquel modo.

—Pero hay demasiados idiotas malintencionados. Ven el rabo de un elefante y gritan que hay una serpiente. Avistan los cuernos de una vaca y se convencen de que es un rinoceronte. La verdad es que no pueden ver más allá de sus propias narices. Se abalanzan sobre ti en cuanto tienen oportunidad. Hay que evitarlos a toda costa porque ellos no van a apartarse de tu camino para ponerte las cosas más fáciles.

Yoichi Miyashita vivía en un edificio de tres plantas. Sus padres, notarios de profesión, utilizaban la primera planta como despacho. El hijo había diseñado el cartel en el que, sobre un paisaje típico, se anunciaba «Trámite de todo tipo de registro. Gestión de patrimonio inmobiliario».

Yoichi se parecía mucho a su madre, una mujer bajita y de rasgos finos. La señora Miyashita condujo a Mamoru hacia la habitación de su hijo que quedaba en la tercera planta. Uno de los cuadros de Yoichi colgaba enmarcado en la pared, junto a su habitación.

Mamoru llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz débil.

—Un amigo de
tsurusan.

La puerta se abrió y Yoichi apareció tras ella.

—Soy un negado. Ni siquiera valgo para hacer un nudo de soga decente. —Yoichi no era capaz de mirar a Mamoru a los ojos.

Mamoru contempló el techo y reparó en la rejilla desde la cual había intentado suicidarse Yoichi: era lo suficientemente resistente como para aguantar su peso. Se alegraba de que su compañero no fuera muy hábil con los nudos. Bajo las vendas que todavía llevaba desde su accidente de bicicleta, a Yoichi se lo veía más frágil que nunca.

—¿Por qué lo hiciste?

Yoichi guardó silencio.

—El señor Iwamoto me lo ha contado todo. ¿Acaso te viste en un callejón sin salida? ¿Te asustaba que te expulsasen del instituto? ¿Intentabas ayudarme cuando dijiste que habías sido tú el autor del robo? —Se produjo un desagradable silencio. Mamoru tuvo la sensación de que los padres del chico procuraban no hacer el menor ruido hasta que Yoichi se recuperase del todo—. Pues he de decirte que has cometido un craso error. ¿Y si hubieses muerto? ¿Consideraste cómo nos sentiríamos los demás si algo así sucediese? ¡Piensa toda la responsabilidad que me hubieses dejado!

Finalmente, en un tono apenas más audible que el vuelo de una mosca, Yoichi respondió.

—Fui yo.

—¿Cómo vas a ser tú?

—Fui yo. —Yoichi no cejaba en su empeño—. Fui yo quien lo hizo. Si supieses lo que he hecho, no volverías a hablarme en la vida.

—¿Qué quieres decir con eso? —Mamoru empezaba a inquietarse—. ¿Qué es lo que hiciste?

Las lágrimas colmaban los ojos de Yoichi.

—Todo. Fui yo —repitió—. Puse ese artículo sobre tu tío en el tablón, escribí esas acusaciones en la pizarra y también la palabra «asesino» en la fachada de tu casa. Fui yo quien hizo todas esas cosas.

Mamoru se quedó mudo de asombro. Observó a Yoichi que ladeaba la cabeza, intentando ocultar sus lágrimas. Entonces, reparó en la venda de su mano.

—¿Te cortaste la mano cuando rompiste nuestra ventana?

Yoichi asintió.

De repente, Mamoru lo comprendió todo.

—Miura y los demás te amenazaron para que lo hicieses —aseveró en voz baja.

Yoichi asintió de nuevo.

—Te utilizaron para que nadie pudiese culparlos de nada. —Mamoru recordó el día en que Yoichi se dejó caer por Laurel. Quiso decirle algo en aquel momento, pero prefirió guardar silencio. Esa era la única explicación—. ¿No tuviste ningún accidente con la bicicleta, verdad? Uno de ellos se enteró de que habías ido a los grandes almacenes para ponerme al tanto de todo y te dieron una paliza.

Yoichi se enjugó la cara con la mano izquierda.

—Seguro que prometieron romperte todos los dedos de la mano para asegurarse de que no volvías a sostener un pincel. —Mamoru sintió la sangre bombeándole en los oídos.

—No sé hacer nada —dijo Yoichi—. No se me dan bien los deportes. No soy un buen estudiante, y las chicas no me hacen ni caso. Pero sé dibujar y pintar. Es lo único en lo que destaco sobre los demás. Si pierdo eso, no me quedará nada. Esos cabrones me asustaron. Creo que incluso una amenaza de muerte no me habría parecido tan escalofriante en comparación con su palabra de cortarme las manos y arrancarme los ojos. Y si eso ocurre, prefiero estar muerto. Sería como sacarme las entrañas y dejarme vacío. No podía hacer nada contra ellos.

Por fin, Yoichi pudo mirar a Mamoru a la cara.

—Me siento fatal, Kusaka. Tú sí intentaste entenderme. Fuiste el único que me tomó en serio. Y quise compensarte de algún modo.

—¿Compensarme?

—Si daba la cara y aceptaba la responsabilidad del robo, te sacaría del apuro. Lo que pasa es que ni siquiera se me da bien mentir. Pasé toda la noche en vela, tramando un plan y, aun así, no logré convencer al señor Iwamoto. Me dijo que me dedicara a mi pintura y no me preocupase por ti. Cuando llegué a casa, me sentí peor de lo que me había sentido nunca. No le encontraba ningún sentido a la vida. ¡Pero soy un negado hasta para hacer un nudo!

Mamoru respiró profundamente.

—¡Pues menos mal!

Mamoru se marchó de casa de los Miyashita y regresó al instituto. Para cuando llegó, ya habían dado las seis y media de la tarde y el centro estaba cerrado. Trepó la reja y se coló dentro del recinto por la entrada nocturna. El sol se había puesto hacía mucho, y la zona estaba desierta. Subió a la segunda planta, sacó una linterna y se dispuso a registrar la taquilla de Miura que quedaba al final de la quinta hilera de la derecha y estaba equipada con un lustroso candado de combinación de color rojo.

Unos pocos segundos bastaron para abrirlo. Tal era el desorden que reveló el interior de la taquilla que Mamoru tuvo que contenerse para no adecentarla un poco. Toallas sucias; un caos de libros, papeles, libretas y cubiertas arrugadas; camisetas sudadas y un paquete de cigarrillos medio vacío. Mamoru arrancó una hoja de una de las libretas y escribió: «Ojo con la teoría de la herencia, Kunihiko Miura».

Dejó la nota sobre la pila de escombros, cerró la puerta y colocó el candado.

Una vez fuera del centro, se coló en la primera cabina telefónica con la que se topó. Tenía una llamada que hacer.

—¿Dígame? —Su voz sonaba peculiarmente agradable. Quizá estaba esperando la llamada de su novia.

—¿Miura?

—Sí… ¡Un momento! ¿Eres tú, Kusaka?

Mamoru pudo sentir que se le disparaban los latidos del corazón y le palpitaban las sienes. Intentó hablar de un modo tan claro como lleno de determinación.

—Solo voy a decírtelo una vez, Miura. Sé lo que hiciste. Y por qué lo hiciste… Soy nuevo en la ciudad, vengo del quinto infierno y soy un pobre huérfano cuyo padre era además un ladrón. ¿Me equivoco? En otras palabras, soy la presa perfecta para ti. Me das pena, y ¿sabes por qué? Has abierto una puerta que deberías haber dejado cerrada.

Hubo un momento de silencio antes de que Miura se pusiese a gritar como un energúmeno. No obstante, Mamoru ya había anticipado su reacción y fue él quien lo silenció a voces.

—Esta es tu única oportunidad. Escúchame bien porque no lo volveré a repetir. ¿De acuerdo? Soy un desgraciado, un parásito que vive a expensas de los demás. Y sí, mi padre era un estafador. Pero hay algo más, algo que ignoras. Es cierto, era un ladrón, y bien lo sabe todo el mundo… Lo que todos desconocen es que también era un asesino. Mató a mi madre. Nadie pudo probarlo nunca. —De alguna manera, Mamoru no estaba mintiendo puesto que culpaba a su padre de la prematura muerte de su madre—. ¿Recuerdas esa pintada que mandaste hacer en mi casa? ¡Pues resulta que es cierto! ¡Soy el hijo de un asesino!

Miura seguía mudo de asombro.

—¡Tenías razón, Miura! Soy el hijo de un asesino. Y tú crees que ese tipo de cosas se hereda, ¿no es cierto? De casta le viene al galgo. No hay vuelta de hoja. Así que será mejor que te andes con ojo. Por mis venas corre la sangre de un asesino.

—Espera… Espera un momento —farfulló Miura.

—¡Cierra el pico! Volvamos la vista atrás. ¿Recuerdas esa chica que tanto te gustaba? ¿Su bicicleta? Te dijo que había encontrado la llave y que por eso no hacía falta que la llevases a casa, ¿verdad? Bueno, pues tenías razón. Yo estaba detrás de toda esa farsa. Fui yo quien abrió el candado de su bicicleta; a mí no me hace falta ninguna llave. Nací con ese talento. Y puedo utilizarlo a mi antojo porque soy el hijo de un asesino. El candado de una bicicleta es pan comido para mí. Y esa no es más que una de mis muchas habilidades. Soy capaz de cualquier cosa, no lo olvides.

Cuanto más se extendía en su diatriba, más enfadado se sentía. Por fin, Mamoru escupió sus últimas palabras.

—Si alguna vez, aunque solo sea una, te atreves a hacerme algo a mí, a alguno de mis amigos o a mi familia, nadie podrá detenerme. Puedes encerrarte tras todas las puertas que quieras o intentar huir, pero no te servirá de nada. No te dejaré en paz. A propósito, ¿qué me dices de esa moto tuya? ¿La guardas en algún lugar seguro y protegido? Será mejor que le eches un buen vistazo antes de montarte en ella. Tal vez estés conduciendo a toda velocidad cuando de repente te fallen los frenos.

Mamoru casi podía oír el temblor que sacudía las rodillas de su interlocutor.

—¿Lo has pillado? Y no lo olvides, todo está en los genes. Ándate con ojo a partir de ahora.

Para añadir algo de drama al asunto, Mamoru colgó con violencia. El nudo del estómago se aflojaba por fin. Se dio cuenta de que sus propias rodillas le flaqueaban. Se apoyó sobre el cristal de la cabina telefónica y dejó escapar un profundo suspiro.

Del tabloide semanal,
Spider
, edición del 30 de noviembre:

¿Héroe o villano? El testigo que escuchó la voz de su conciencia.

¿Hay entre nuestros lectores algún afortunado cuyos ingresos anuales asciendan a diez billones de yenes? ¿Alguien que esté casado con una hermosa heredera y disponga además de una amante que la supera en belleza? Esta descripción corresponde a Koichi Yoshitake, vicepresidente de la compañía Shin Nippon, quien aparece en la fotografía que mostramos a la izquierda. Conocido por el golpe de suerte tan peculiar como extraordinario que le cambió la vida, el señor Yoshitake acaba de desvelar otra faceta de su personalidad: un singular sentido de la justicia y la ecuanimidad.

Todo ocurrió poco después de la medianoche del 13 de noviembre, cuando un taxi atropello a una estudiante de veintiún años. No hubo testigos. La policía se enfrentaba a un gran dilema: por un lado, el taxista juraba que la chica hizo caso omiso del semáforo en rojo del paso de peatones y prácticamente se le echó encima: por otro lado, las últimas palabras de la víctima refutaban las declaraciones del conductor. En este punto entró en escena el señor Yoshitake. Gracias a su testimonio, el taxista, detenido de forma preventiva hasta el cierre de la investigación, vuelve a ser un hombre libre.

El accidente tuvo lugar lejos del domicilio de Yoshitake quien, dicho sea de paso, no tenía un motivo razonable para explicar qué hacía en el lugar del accidente a esas horas de la noche. El testigo acabó confesando que, en el momento de la tragedia, iba de camino a casa de su amante, la señorita I., cuyo apartamento queda cerca de la zona.

De cuarenta y cinco años y natural de Hirakawa, Yoshitake es un perspicaz hombre de negocios que empezó trabajando como vendedor y ascendió hasta el que actualmente es su puesto. El padre de su esposa no es otro que el fundador y propietario de la compañía Shin Nippon, que su yerno representa en calidad de vicepresidente. Como es lógico, su estatus familiar y profesional requiere de cierto grado de discreción a la hora de mantener relaciones extraconyugales.

Aun asi, Yoshitake se presentó en la comisaría de Joto cuando supo que, a falta de un testigo que apoyara su versión de los hechos, el taxista permanecía detenido. Su declaración coincide con la del conductor. Yoshitake llegó incluso a intercambiar unas palabras con la víctima a quien abordó para preguntarle la hora. La respuesta fue: «Las doce y cinco». Este dato fue definitivo para convencer a la policía de la credibilidad del testimonio y concluir que el accidente fue el resultado de la negligencia de la propia víctima. Yoshitake ha demostrado gran valor al anteponer la justicia a su vida privada, aunque algunos aseguran que su mujer no tardará en poner sobre la mesa los papeles del divorcio.

El asunto también ha salpicado a la señorita I. Una vez que su relación con Yoshitake salió a la luz, dejó el club nocturno donde trabajaba y, según cuentan, se fue a vivir con una amiga hasta que Yoshitake y su mujer llegaran a un acuerdo. En definitiva, si entre nuestros lectores contamos con un hombre tan afortunado, permítanos darle un consejo: para evitar la ira de su esposa y el llanto de su amante, evite a toda costa los accidentes de tráfico cuando se acuda a una cita amorosa.

A primera vista, todo parecía haber vuelto a la normalidad en casa de los Asano. A Maki no se la veía tan animada como siempre, pero iba a trabajar cada mañana. Yoriko sacaba al remolón de su sobrino de la cama, le preparaba el almuerzo y lo enviaba al instituto antes de ponerse a hacer sus tareas domésticas.

Solo Taizo estrenaba rutina. Siempre había trabajado por la noche y dormía cuando Maki y Mamoru se marchaban de casa. Ahora, se sentaba cerca de la ventana y los veía alejarse. Pasaba más tiempo que de costumbre leyendo el periódico. Cuando su familia reparó en que lo estudiaba con demasiada atención, supo que estaba consultando las ofertas de trabajo. Su taxi verde oscuro le fue devuelto al día siguiente de su puesta en libertad, pero Taizo solo se acercó al coche para lavarlo y no lo volvió a tocar.

BOOK: El susurro del diablo
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