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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (19 page)

BOOK: El susurro del diablo
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—¡No creo que ninguno te aceptase como esposa! —apuntó jocosa Yoriko.

—Resumiendo, alguien como el señor Yoshitake podía haberse mantenido al margen y no confesar lo que presenció. Le debo mi puesta en libertad —dijo Taizo cargado de emoción—. Está emparentado con una familia muy influyente. Su esposa es la presidenta de la compañía y, según comentó uno de los detectives, está dispuesta a pedir el divorcio.

—Debe de haber sido muy duro para él —añadió Yoriko—. Y pese al riesgo que corría, acudió a la policía. Tuvo que ser una decisión muy delicada.

—¡Eh, alto ahí! —A Maki se la veía indignada—. Papá jamás habría sido arrestado si ese hombre se hubiese quedado donde estaba. ¡No olvidemos que hemos vivido esta pesadilla porque él huyó de la escena!

—¡Maki, qué difícil es complacerte! —exclamó Taizo con una irónica sonrisa—. Sé que lo habrás pasado mal. Y tú también, Mamoru. Ya me he enterado de lo sucedido en el instituto.

—No ha sido para tanto —repuso el chico. Maki guardó silencio y Mamoru decidió cambiar de tema—. ¿Y qué va a pasar ahora?

—No han retirado los cargos de negligencia contra tu tío. —repuso Yoriko—. El señor Sayama está haciendo lo posible para que todo se quede en una multa. Dice que incluso puede que lleguen a un acuerdo.

Mamoru entendía que su tío podía perder el carné de conducir, y que aquello supondría un nuevo problema con el que tendrían que lidiar después. Sin embargo, por ahora, tenerlo en casa era más que suficiente. Se sentían aliviados. El chico se alegraba de no haber tenido que sacar a la luz el secreto de Yoko Sugano, así que prefirió ver el lado positivo de todo el asunto. Al fin y al cabo, parecía que el caso quedaba resuelto, que no se añadiría más dolor a la tragedia.

—Uno ha de afrontar las consecuencias de sus actos —masculló Maki como si hubiese leído la mente de su primo y rematara su reflexión.

A las nueve de la noche, Mamoru llamó a Nobuhiko Hashimoto para comunicarle que ya no tendría que testificar en ningún juicio. Saltó el contestador automático, y Mamoru resumió brevemente la situación, le dio las gracias y colgó. También supuso un alivio no tener que hablar directamente con él.

Más tarde, llamó a Anego. Ella le dijo que había estado tomando apuntes por él en clase, le puso al tanto de las novedades sobre el asunto del dinero robado y sobre la respectiva actuación del señor Incompetente, del señor Iwamoto y de Miura. Se alegró mucho al escuchar que el tío Taizo estaba de vuelta en casa.

Mamoru salió a correr a las diez en punto. Decidió cambiar su ruta habitual y se dirigió hacia la intersección donde el accidente había tenido lugar. Las mismas estrellas que le devolvieron la mirada la noche en que irrumpió en el apartamento de Yoko Sugano brillaban en el cielo, al igual que la luna, en apariencia tan cerca que tenía la impresión de poder alcanzarla con las manos. El silencio caía sobre el cruce. No había nadie a su alrededor y el único sonido que alteraba la quietud de la noche era el leve chasquido emitido por el semáforo al cambiar de luz.

«Perdóname por haberme entrometido en tu vida. No le contaré a nadie lo que he averiguado. Descansa en paz.» Cuando se dirigió a casa, se sintió como si se hubiese quitado un peso de encima. A pocos metros de su destino, avistó una figura sentada en la orilla del río. Era su tío Taizo.

—¿No puedes conciliar el sueño? —Mamoru tomó asiento a su lado. Agradeció el tacto del frío hormigón tras la carrera. Cubriéndole el pijama, Taizo lucía un jersey que Maki le había tejido y regalado para su cumpleaños. Lanzó al río la colilla de su cigarrillo que, tras dibujar una leve estela rojiza, desapareció en el agua.

—Vas a pillar un buen resfriado si no te abrigas —reprendió con suavidad a su sobrino.

—Estoy bien.

Taizo pidió al chico que lo esperarse mientras se acercaba a una máquina expendedora cercana. Al cabo de unos minutos, regresó con dos tazas de café y le pasó una.

—Ten cuidado que quema.

Bebieron el café en silencio.

—Siento todos los problemas que os he causado —murmuró Taizo.

—Y yo siento no haber podido hacer nada para ayudarte —repuso Mamoru.

Enmudecieron de nuevo. Taizo apuró su vasito y lo dejó junto a sus pies.

—He oído que has estado faltando al instituto.

Mamoru se sobresaltó y escupió un trago de café antes de ponerse a toser. Taizo le dio unas cuantas palmadas en la espalda.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó finalmente Mamoru, con un nudo en la garganta.

—Cuando regresé a casa y tu tía salió a comprar, llamaron del instituto. Sobre las tres.

—¡Me alegro de que fueras tú quien atendiese la llamada! ¿Quién era?

—Un tal señor Iwamoto. Me pidió que me asegurase de que mañana asistas a clase. Quiere verte en cuanto llegues.

Mamoru no daba crédito. ¿Significaba eso que habían encontrado al culpable o que, por el contrario, le iban a cargar el muerto?

—Tío Taizo, quiero que sepas que no estoy faltando a clases por lo del accidente. —Taizo no apartó la mirada del río—. Hablo en serio. No tiene nada que ver con eso. —Entonces, le explicó lo sucedido.

Taizo escuchó sin hacer el menor comentario.

—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó una vez hubo acabado el chico.

—No lo sé. Creo que podemos confiar en que el señor Iwamoto haga lo que es debido. Ya nos enteraremos de lo que decide.

De nuevo, el silencio recayó sobre ellos. Ambos observaban el imponente logotipo de la compañía de autobuses establecida al otro lado del río. Un autobús enorme entró en el garaje, y Mamoru se preguntó si todavía podían estar en servicio a aquellas altas horas de la noche.

—La vida ha sido dura contigo, Mamoru —dijo Taizo al cabo de un rato—. Los niños también sufren experiencias dolorosas, ¿verdad?

Mamoru miró a su tío y, por fin, averiguó lo que le atormentaba.

—Maki está creciendo —aventuró.

—Eso es —rió Taizo.

Mamoru rememoró lo nerviosa que había visto a su prima cuando esta preguntó si alguien la había llamado. Y también las palabras que pronunció la misma noche: «Hay ciertas cosas que superan a uno».

—No podré conducir nunca más —masculló Taizo casi para sí mismo.

—Si llegan a retirarte el carné, no será por mucho tiempo.

—No es eso a lo que me refiero. —Taizo, con la mirada perdida, encendió otro cigarrillo—. He conducido todos estos años sin provocar ni un solo accidente. Estaba muy orgulloso de mi expediente.

—No es algo de lo que pueda alardear mucha gente.

—Ahora, sin embargo, cargo con la responsabilidad de la muerte de una persona. Y no de una persona cualquiera sino de una joven que tenía toda la vida por delante.

«Yo no estaría tan seguro», pensó su sobrino.

—He tenido mucha suerte, pero no me he dado cuenta hasta este momento. Me confié demasiado y ahora estoy sufriendo las consecuencias. Es así como yo lo veo. Y, sin embargo, esa noche me sentía bien. —Taizo le explicó que puesto que presentaba síntomas de resfriado, había decidido volver a casa antes de tiempo. En el momento en que activó la señal de «Fuera de Servicio», alguien le dio el alto. Se trataba de una mujer de unos cuarenta años que se dirigía al aeropuerto de Narita, una carrera larga y cara desde el centro de Tokio. Por lo visto, el marido, que acababa de ser trasladado al extranjero, había caído enfermo y ella se disponía a tomar un avión para reunirse con él. Llamó un taxi, pero le dijeron que debería esperar un buen rato. Por eso decidió salir a la calle a buscar uno.

—Menuda suerte.

—Fue en esa urbanización que acaban de levantar en Mitomo. ¡Es imposible encontrar un taxi en esa zona! La mujer dijo que dar conmigo había sido un milagro.

Taizo aceptó la carrera y llevó a la mujer hasta el aeropuerto de Narita. En la parada de taxis del aeropuerto, recogió a otro joven. Su mujer acababa de dar a luz a su primer bebé, y había realizado un largo viaje desde el extranjero para conocerlo. Taizo dejó al joven a unos cuantos bloques de la intersección donde tuvo lugar el accidente.

—Me sentía bien, satisfecho con el trabajo que había realizado, con lo que mi intervención suponía para esas personas. Y, entonces, atropellé a la chica. Por el modo en el que se me echó encima, diría que alguien la perseguía. —Taizo hablaba con entonación sosegada—. Intenté esquivarla, pero fue imposible. Con el impacto contra el parachoques, salió despedida por los aires, paso por encima del capó y aterrizó en el parabrisas. —Taizo se frotó la cara con las manos y suspiró antes de proseguir—: Emitió un sonido… Un sonido que jamás había oído. Y que no quiero volver a oír nunca. Sin embargo, se repite en mis sueños. A veces, lo oigo incluso dentro de mi cabeza. Me pasó durante los interrogatorios y cuando me aislaron en ese calabozo.

Mamoru intentó imaginar ese sonido. ¿Y la chica del jersey rojo? ¿Qué habría pasado si se hubiese arrojado al vacío?

—Salí corriendo del coche y la vi. Ahí estaba. Yacía en el suelo, bocabajo. Aún respiraba. Recuerdo que le rogué que se quedase conmigo. Pero dudo que me escuchara. Tenía esa expresión de asombro en la cara, y seguía repitiendo en un hilo de voz: «¡Es horrible, horrible!». Sentí que la cabeza me iba a explotar; no era consciente de lo que estaba sucediendo. No había nadie más allí. Entonces, apareció ese agente de policía.

«¡Es horrible, horrible! ¿Cómo ha podido?». Mamoru casi podía oírla pronunciar esas quejumbrosas palabras.

—Yo estaba conmocionado, e imagino que la escena que el agente se encontró también afectó a su buen juicio. No recuerdo lo que sucedió después. Creo que le grité que llamase a una ambulancia y dije que alguien la perseguía. Supongo que le imploré a voces que encontrara a ese desconocido.

—¿Cuándo te enteraste de que había fallecido?

—Cuando estaba en comisaría. Pensé que nunca me dejarían volver a casa.

Ninguno de los dos articuló palabra durante un buen rato. Se quedaron callados, oyendo el sonido del agua. La marea empezaba a bajar.

—No podré conducir nunca más —repitió Taizo—. No volveré a ponerme detrás de un volante en toda la vida. —Se quedó sentado con la cabeza en las manos, mirando el río.

Mamoru avistó una balsa que se mecía suavemente y la observó durante un instante. Le hizo pensar en los escombros que dejaba la corriente cuando, tras una inundación, el agua volvía a su cauce.

—¡No pudo haber sido Miyashita! —En un rincón de una sala del gimnasio, Iwamoto se sentaba en una silla con los pies cruzados.

—¿Miyashita? ¿Esa es la conclusión a la que ha llegado después de tanto tiempo? —Mamoru dio un paso hacia adelante.

Iwamoto jamás dejaría pasar semejante falta de respeto por parte de un alumno, pero la gravedad del asunto era tal que prefirió ignorar el arrebato de ira de Mamoru.

—Vino a mí y lo confesó todo.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Ayer, durante el descanso del almuerzo. Le pregunté sobre el incidente y me dijo que era culpable, aunque se anduvo con evasivas. Le mandé a casa para que se tranquilizase un poco. —Iwamoto frunció el ceño y prosiguió—: Se ahorcó en cuanto llegó a su habitación.

Mamoru se puso pálido como un fantasma, e Iwamoto se apresuró a matizar:

—Intentó atentar contra su propia vida. Por suerte, la soga no aguantó y el chico acabó aterrizando contra el suelo. Sus padres estaban en casa, y se encargaron de todo. Ahora está bien. ¡Borre esa expresión de su cara! ¡Si alguien entra, pensará que intento acabar también con usted!

—Pero… —Mamoru tragó saliva unas cuantas veces hasta lograr articular su frase—. ¿Dónde está ahora?

—Hoy va a guardar reposo en casa. Quiere que vaya a verlo. Se niega a decirme por qué ha inventado una confesión tan ridícula. Se empeña en hablar con usted.

—Iré a verlo ahora mismo.

—No, primero asistirá a sus clases y después podrá marcharse. Hay tiempo. Ya le dije que usted iría a su casa esta tarde. No puedo permitir que siga faltando a clase, Kusaka. —Iwamoto dio un ligero capirotazo a Mamoru y la visión de este se le nubló durante un segundo—. Eso es por haber perdido cuatro días. Considérelo un «visto bueno» extraoficial. Si duele, ya se lo pensará mejor la próxima vez que quiera faltar a clase. Me temo que, para su desgracia, es usted demasiado testarudo.

—¡Como usted!

—Touché
. —Iwamoto mantuvo su expresión de enfado, pero su mirada irradiaba buen humor.

—¿Y qué ha pasado con el dinero robado? ¿Significa eso que van a acusarme?

—No sea idiota. —Iwamoto lo fulminó con la mirada—. Jamás se me pasó por la cabeza que usted fuese el responsable.

—Pero…

—Miura y sus secuaces lo planearon todo. Y lo he descubierto yo solito. No está mal, ¿eh? Pero no dispongo de ninguna prueba. He estado vagando por la ciudad todas las noches desde que ocurrió y, por fin, pillé a Miura y a Sasaki saliendo de una sala de cine para adultos. Y estaban ebrios. —El enfado de Iwamoto quedaba patente—. Aunque recurra a la policía para esclarecer el caso, no podrán hacer nada.

—Que gasten mucho dinero no significa que lo hayan robado.

—Tiene razón. Hoy en día, todos los chicos trabajan. Aunque me parece que todavía existen leyes que lo prohíben. —Iwamoto clavó de nuevo la mirada en el chico, y Mamoru agachó la cabeza—. El caso es que ellos rompen tanto las reglas del instituto como las del equipo de baloncesto. Reuní a los miembros del equipo y todos los señalan con el dedo. Cuando tienes estudiantes de primer año como ellos, te arriesgas a que suceda este tipo de cosas. El dinero robado es solo un ejemplo. Los chicos de cursos superiores deberían haber sido más cautelosos y, para que aprendan, todos han sido sancionados. Les tocará limpiar los aseos hasta las vacaciones de invierno y trabajarán para reembolsar hasta el último yen.

Iwamoto sacó un pañuelo de su bolsillo, y se sonó la nariz emitiendo un ruido ensordecedor.

—Y así se resume mi actuación en todo este asunto. Para empezar, la culpa es mía. Debería haberlos vigilado de cerca. Habrá tenido que aguantar carros y carretas, Kusaka. Lo siento mucho. —Iwamoto se levantó y le hizo una reverencia formal, inclinando la cabeza—. Es posible que el castigo parezca indulgente, pero voy a mantener a Miura y sus cómplices en el equipo de baloncesto. No les dejaré marchar aunque me lo pidan de rodillas. Esos gamberros precisan más que nadie de la disciplina del entrenamiento. ¿Entiende mi postura?

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