El tango de la Guardia Vieja (23 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—Quizá —insistió Mecha— yo no tenga sueño todavía.

—Podemos ir a La Boca —sugirió De Troeye, alegre, apurando su ginebra con el gesto de quien retorna de algún lugar remoto—. A buscar algo que nos despeje.

—De acuerdo —ella se puso en pie y cogió el chal del respaldo mientras el marido sacaba la cartera—. Llevemos a la rubia vulgar y guapa.

—No es buena idea —opuso Max.

Se desafiaron Mecha y él con la mirada. Qué diablos pretendes, era la pregunta silenciosa del bailarín mundano. El desdén de ella bastó como respuesta. Puedes jugar, decía el gesto. Pedir más cartas o retirarte. Dependerá de tu curiosidad o tu coraje. Y ya conoces el premio.

—Al contrario —De Troeye contaba billetes de diez pesos con dedos inseguros—. Invitar a la señorita es una idea… colosal.

Se ofreció Rebenque para traer a la bailarina y acompañarlos él; puesto que los señores, dijo, tenían automóvil grande y había sitio para todos. Conocía un buen lugar en La Boca, añadió. Casa Margot. Los mejores ravioles de Buenos Aires.

—¿Ravioles a estas horas? —inquirió De Troeye, confuso.

—Cocaína —tradujo Max.

—Allí —remató Rebenque, intencionado— podrán despejarse ustedes todo lo que quieran.

Hablaba más pendiente de Mecha y de Max que del marido; como si su instinto le permitiese identificar al auténtico adversario. Recelaba por su parte el bailarín mundano de la sonrisa inalterable del malandro; del modo imperioso en que hizo venir a la mujer rubia —se llamaba Melina, informó, y era de origen polaco— y de la ojeada que le había visto dirigir a la cartera que Armando de Troeye había devuelto al bolsillo interior de la chaqueta tras sacar de ella los cincuenta morlacos que, incluyendo una propina generosa, dejaba arrugados sobre la mesa.

—Demasiada gente —dijo Max en voz baja, mientras se ponía el sombrero.

Debió de escucharlo Rebenque, pues le dirigió una sonrisa lenta, ofendida, llena de augurios. Tan afilada como una hoja de afeitar.

—¿Conoce el barrio, amigo?

No pasó inadvertido a Max el cambio sutil de tratamiento. De señor a amigo. Saltaba a la vista que la noche acababa de empezar.

—Algo —respondió—. Viví a tres cuadras de aquí. Hace tiempo.

Se fijaba atento el otro, demorándose en los puños blancos de la camisa de Max. En el nudo perfecto de su corbata.

—Pero habla como gallego.

—Mi trabajo me costó.

Siguieron estudiándose un instante en silencio, con mutua flema orillera, mientras el otro aventaba la última ceniza del toscano con la uña larga del meñique. Para ciertas cosas no había prisa, y ambos lo habían aprendido en las mismas calles. Le calculó Max al fulano diez o doce años más. Seguramente había sido uno de aquellos chicos mayores del barrio, de los que, niño con guardapolvos gris y cartera con libros a la espalda, envidiaba la libertad de potrear en la puerta de los billares, colgarse en la trasera de los tranvías de la Compañía Eléctrica del Sud para no pagar los diez centavos del billete, acechar como bandoleros los carritos de chocolates Águila y robar medias lunas de grasa en el mostrador de la panadería El Mortero.

—¿En qué calle, amigo?

—Vieytes. Frente a la parada del 105.

—Pucha —confirmó el otro—. Casi vecinos.

Se prendía la rubia en el brazo del compadrón, apuntando sus senos con desenvoltura profesional bajo la tela poco abotonada de la blusa. Cubría sus hombros un mantón de mala hebra que imitaba los de Manila, y contemplaba a Max y a los De Troeye con un interés nuevo que le hacía abrir más los ojos y enarcar las cejas depiladas, reducidas a un fino arco de lápiz negro. Era evidente que la perspectiva de abandonar por un rato La Ferroviaria se le antojaba más prometedora que la rutina del tango a veinte centavos cada baile.

—Alonsanfán —dijo un festivo De Troeye tras coger su sombrero y su bastón, encaminándose a la puerta con movimientos que el alcohol hacía inseguros.

Salieron afuera, y el chófer Petrossi acercó el Pierce-Arrow hasta la puerta, instalándose todos en la trasera de la limusina. De Troeye iba en el asiento grande, entre Mecha y la tanguera; Max y Rebenque frente a ellos, en el trasportín. Para entonces, la tal Melina se había hecho cargo de la situación, sabía de sobra quién pagaba la fiesta, y seguía, obediente, las indicaciones silenciosas que los ojos avisados del compadrón le daban en la penumbra. Asistía Max a todo aquello tenso como un resorte, calculando los pros y los contras. Los problemas que podían encontrar y la manera más eficaz de abandonar ese territorio incierto, cuando llegase la hora, en estado razonable y sin una cuchillada en la ingle. Allí donde, como sabía todo nacido en el arrabal, un tajo en la arteria femoral hacía inútil cualquier torniquete.

La partida se interrumpe cuando pasan las diez de la noche. Está oscuro afuera, y en los grandes ventanales del hotel Vittoria se superponen las imágenes del salón, reflejadas en los cristales, con las luces de las villas y hoteles situados en la cornisa del acantilado de Sorrento. Entre el público, Max Costa contempla el gran panel de madera que reproduce el tablero y las piezas con el último movimiento hecho por Sokolov antes de que el árbitro se acercara a la mesa. Anotó algo el ruso en un sobre, levantándose para abandonar la sala mientras Keller permanecía estudiando el tablero. Al poco rato anotó también el chileno en un papel, aunque sin mover ninguna pieza, e introdujo la nota en el mismo sobre, que cerró antes de entregarlo al árbitro y levantarse a su vez. Eso acaba de ocurrir; y mientras Keller desaparece por una puerta lateral y el público rompe su silencio en murmullos y aplausos, Max se levanta y mira alrededor, confuso, intentando establecer qué ha ocurrido exactamente. De lejos observa que Mecha Inzunza, que estaba sentada en primera fila entre la joven Irina Jasenovic y el hombre grueso, el gran maestro Karapetian, se levanta y va con ellos detrás de su hijo.

Sale Max al pasillo, convertido en ruidoso vestíbulo de la sala de juego, y deambula entre los aficionados escuchando los comentarios sobre la partida, quinta del Premio Campanella. La sala de prensa está en una salita cercana; y cuando pasa ante la puerta, escucha el comentario que un periodista radiofónico italiano transmite por teléfono:

—El alfil negro de Keller parecía un kamikaze… No fue el sacrificio de un caballo lo que más llamó la atención, sino el osado viaje del alfil a través de un tablero lleno de peligros… La estocada era mortal, pero a Sokolov lo salvó su sangre fría. Como si lo esperase, con un solo movimiento, La Muralla Soviética bloqueó el ataque y acto seguido sugirió «¿
Nichiá
?» proponiendo tablas… El chileno se negó, y la partida ha quedado aplazada hasta mañana.

En otro salón más pequeño, que parece vedado al público común y en cuya puerta abierta se agolpan aficionados curiosos, Max ve a Keller sentado ante un tablero con Karapetian, la joven Jasenovic, el árbitro y otras personas, en lo que parece ser una reconstrucción o análisis de la partida. A Max le sorprende, en contraste con la lentitud de cada movimiento efectuado en el salón, la velocidad con que Keller, Karapetian y la chica mueven ahora las piezas, casi a golpes, haciendo jugadas, deshaciéndolas y planteando otras nuevas, mientras discuten este o aquel movimiento.

—Análisis post mórtem, se llama eso —dice Mecha.

Se vuelve y la encuentra a su lado, junto a la puerta. No la sintió acercarse.

—Suena fúnebre.

La mujer mira hacia el saloncito, pensativa. Como acostumbra en Sorrento —él sabe que no siempre fue así—, lleva la ropa de manera ajena a la moda actual en mujeres de cualquier edad. Hoy viste falda oscura con mocasines, y mete las manos en los bolsillos de una chaqueta de ante muy bonita y sin duda muy cara. Sólo esa chaqueta, calcula Max, habrá costado doscientas mil liras. Por lo menos.

—A veces es fúnebre de verdad —dice ella—. Sobre todo después de una derrota. Se estudian las jugadas, considerando si fueron las más acertadas o si había mejores variantes.

Desde el interior sigue llegando sonido de piezas que golpean con celeridad. A veces se escucha un comentario o una broma de Keller y suenan risas. El golpeteo prosigue, veloz, incluso cuando alguna pieza cae al suelo y el jugador la recoge con rapidez, devolviéndola al tablero.

—Es increíble. Lo rápido.

Asiente ella, complacida. O tal vez orgullosa, expresándolo a su manera discreta. Como cualquier gran maestro de la categoría de su hijo, explica, Jorge Keller puede recordar cada movimiento de la partida, y también cada posible variante. En realidad es capaz de reproducir de memoria todas las partidas que ha jugado en su vida. Y buena parte de las que jugó cada adversario.

—Ahora analiza sus fallos o aciertos, y los de Sokolov —añade—. Pero esto es para la galería: amigos y periodistas. Luego hará otro análisis a puerta cerrada con Emil e Irina. Algo mucho más serio y complejo.

Se detiene en ese punto, pensativa, inclinando ligeramente a un lado la cabeza mientras contempla a su hijo.

—Está preocupado —dice en tono distinto al anterior.

Observa Max a Jorge Keller, y luego de nuevo a ella.

—Pues no lo parece —concluye.

—Lo desconcertó que el otro previese el movimiento que buscaba el alfil.

—He oído algo antes. De ese alfil kamikaze.

—Oh, bueno. Es lo que suele esperarse de Jorge. Supuestos rasgos de genio… En realidad fue algo minuciosamente planeado. Él y sus ayudantes llevaban tiempo disponiendo esa jugada, por si se daba una situación favorable… Aprovechar lo que podría ser una debilidad detectada en Sokolov cuando se enfrenta al gambito Marshall.

—Me temo que no sé nada de ese Marshall —admite Max.

—Quiero decir que hasta los campeones del mundo tienen puntos débiles. El trabajo de los analistas consiste en ayudar a su jugador a descubrirlos y explotarlos en beneficio propio.

Se abre la puerta acristalada de un saloncito contiguo y aparecen los soviéticos: dos ayudantes abriendo paso, y luego el campeón del mundo escoltado por una docena de personas. Al fondo hay una mesa y un ajedrez desordenado. Seguramente acaban de hacer su propio análisis; aunque, a diferencia del de Keller, éste haya sido a puerta cerrada, con sólo la presencia de algunos periodistas de su país que ahora se encaminan a la sala de prensa. Sokolov, con un cigarrillo humeante entre los dedos, pasa muy cerca de Max, cruza su húmeda mirada azul con la de la madre del adversario y dirige a ésta una breve inclinación de cabeza.

—Los rusos tienen la ventaja de estar subvencionados por su federación y respaldados por el aparato estatal —explica Mecha—. Mira ese gordito de la chaqueta gris; es el agregado de cultura y deportes de su embajada en Roma… Otro de los que van ahí es el gran maestro Kolishkin, presidente de la Federación Soviética de Ajedrez. El rubio grandote se llama Rostov, estuvo a punto de ser campeón del mundo y ahora es analista de Sokolov… Y no te quepa duda de que en el grupo hay, al menos, un par de agentes del Kagebé.

Se quedan mirando a los rusos mientras éstos se alejan por el pasillo, camino del vestíbulo y de los apartamentos independientes que la delegación soviética ocupa junto al jardín del hotel.

—Los jugadores occidentales, sin embargo —añade la mujer—, deben ganar para vivir, o dedicar tiempo a otra actividad que se lo permita… Jorge ha tenido suerte.

—Sin duda. Te tuvo a ti.

—Bueno… Es un modo de decirlo.

Todavía mira hacia el pasillo, mientras parece dudar sobre añadir algo o no. Al fin se vuelve a Max y sonríe con aire ausente. Pensativa.

—¿Qué ocurre? —pregunta él.

—Nada, supongo. Lo normal en estas situaciones.

—Pareces preocupada.

Ella duda un instante más. Al fin, las manos delgadas y elegantes, con motas de vejez en el dorso, hacen un ademán indeciso.

—Hace un momento, al salir, Jorge ha dicho: «Algo no va bien». Y no me gustó el modo en que lo dijo… Cómo me miraba.

—Pues yo no veo a tu hijo preocupado en absoluto.

—Él es así. Y también la imagen de sí mismo que le gusta dar. Simpático y sociable, ya lo ves. Despreocupado como si esto costase muy poco esfuerzo. Pero no imaginas las horas de esfuerzo, estudio y trabajo. La tensión agotadora.

Compone un gesto fatigado, cual si esa tensión la agotase también a ella.

—Ven. Tomemos el aire.

Salen por el pasillo a la terraza, donde casi todas las mesas están ocupadas. Más allá de la balaustrada, sobre la que brilla un farol encendido, la bahía napolitana es un círculo de oscuridad donde parpadean luces lejanas. Max hace una seña afirmativa al maître, que les ofrece una mesa y se instalan en ella. Después encarga dos cocktails de champaña al obsequioso camarero que releva al maître.

—¿Qué ha ocurrido hoy?… ¿Por qué se interrumpió la partida?

—Porque agotaron el tiempo. Cada jugador dispone de cuarenta jugadas o de dos horas y media para jugar. Cuando alguno consume el tiempo reglamentario, o llega a los cuarenta movimientos, aplazan la partida hasta el día siguiente.

Max se inclina sobre la mesa para encender el cigarrillo que ella acaba de ponerse en los labios. Después cruza una pierna sobre otra, procurando que la postura no deforme la raya del pantalón: hábito mecánico de viejos tiempos, cuando la elegancia era todavía una herramienta profesional.

—No entendí lo de los sobres cerrados.

—Antes de irse, Sokolov anotó la posición de las piezas en el tablero para reproducir mañana la situación. Es a Jorge a quien corresponde mover ahora. Así que, tras decidir cuál será su siguiente movimiento, también lo anotó de forma secreta y se lo confió al árbitro en el sobre cerrado. Mañana el árbitro abrirá el sobre, hará en el tablero el movimiento anotado por Jorge, pondrá en marcha el reloj y reanudarán el juego.

—¿Le tocará entonces mover al ruso?

—Eso es.

—Supongo que va a darle en qué pensar esta noche.

Hará pensar a todos, responde Mecha. Cuando se aplaza una partida, la jugada secreta se convierte en un problema para los dos adversarios: uno, buscando averiguar con qué movimiento deberá enfrentarse; otro, queriendo establecer si la que anotó fue la mejor jugada posible, si el adversario la habrá descubierto y si traerá prevista una contrajugada peligrosa.

—Eso implica —concluye— cenar, desayunar y comer con un ajedrez de bolsillo al lado, trabajar horas y horas con los ayudantes, pensar en ello en la ducha, mientras te lavas los dientes, cuando te despiertas en plena noche… La peor obsesión de un ajedrecista es una partida aplazada.

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