—Gran mundo. Así se dice, ¿no?, en las revistas ilustradas.
Él habría alargado una mano para quitarle las gafas y ver la expresión de sus ojos, pero no se atrevió.
—Nunca comprendí que tu marido…
Calló en ese punto, pero ella no dijo nada. Los cristales oscuros reflejaban a Max, inquisitivos. A la espera de que acabara la frase.
—Esa manera de… —empezó a decir él, antes de interrumpirse otra vez, incómodo—. No sé. Tú y él.
—¿Y terceros, quieres decir?
Un silencio. Largo. Se oían cantar cigarras bajo los pinos.
—Buenos Aires no fue la primera vez, ni la última —prosiguió Mecha al fin—. Armando tiene su modo de ver la vida. Las relaciones entre sexos.
—Un modo peculiar, de cualquier manera.
Una carcajada sin humor. Seca. Ella alzó un poco las manos, expresando sorpresa.
—Jamás te imaginé puritano en esa materia, Max… Nadie lo habría dicho en Buenos Aires.
Dibujaba con el pie en la arena. Podía ser un corazón, dedujo él. Pero ella acabó borrándolo cuando parecía trazar una flecha que lo atravesaba.
—Al principio era un juego. Provocativo. Un desafío a la educación y a la moral. Después formó parte del resto.
Dio unos pasos en dirección a la orilla, entre las madejas de algas, hasta que pareció enmarcarla el cegador turquesa del agua.
—Ocurrió poco a poco, desde el principio. La mañana siguiente a nuestra noche de bodas, Armando ya se las ingenió para que la camarera que traía el desayuno nos encontrase desnudos en la cama, haciendo el amor. Reímos como locos.
Deslumbrado, intentando ver su rostro en contraluz, Max tuvo que hacer visera con una mano ante los ojos. Pero no conseguía ver la expresión de la mujer. Sólo una sombra en el resplandor de la bahía mientras ella seguía contando, monótona. Casi indiferente.
—Una vez, después de una cena, fuimos a casa. Nos acompañaba un amigo: un músico italiano muy guapo, de pelo ondulado y aire lánguido. D’Ambrosio, se llamaba. Armando se las arregló para que el italiano y yo hiciéramos el amor delante de él. Sólo se sumó al cabo de un largo rato de mirar atento, con una sonrisa y un extraño brillo en los ojos. Con aquella especial inclinación suya hacia la elegancia matemática.
—¿Siempre te resultó… agradable?
—No siempre. Sobre todo al principio. Resulta imposible olvidar, de un día para otro, una educación convencional, católica, correcta. Pero a Armando le gustaba empujar más allá de ciertos límites…
A Max se le pegaba la lengua al paladar. El sol era fuerte y sentía una intensa sed. También una desazón extraña: un malestar casi físico. Se habría sentado allí mismo, en el suelo, a riesgo de arruinar la pulcritud de sus pantalones. Lamentó haber dejado el sombrero en la villa. Pero sabía que no se trataba del sol, ni del calor.
—Yo era muy joven —añadió ella—. Me sentía como una actriz que sale a escena en busca de la aprobación del público, esperando escuchar aplausos.
—Estabas enamorada. Eso explica muchas cosas.
—Sí… Supongo que en esa época lo amaba. Mucho.
Había inclinado la cabeza, pensativa, al decir aquello. Después miró alrededor cual si buscara una imagen o una palabra. Quizá una explicación. Al cabo, como si desistiera, moduló un gesto irónicamente resignado.
—Tardé algún tiempo en comprender que también se trataba de mí, no sólo de él. De mis propios rincones oscuros. A veces me pegaba, incluso. O yo a él. Nunca habría ido tan lejos, en otro caso. Ni siquiera por complacerlo… En cierta ocasión, en Berlín, hizo que me acostara con dos camareros jóvenes de un bar de la Tauentzienstrasse. Esa noche ni siquiera me tocó. Solía venir después a mí, cuando terminaban los otros; pero esa vez se quedó allí, fumando y mirando hasta que todo acabó… Fue la primera vez que disfruté de verdad sintiéndome observada.
Lo había contado sin inflexiones, en tono neutro. Podía haber estado leyendo, se dijo Max, el texto de un prospecto farmacéutico. Parecía atenta, sin embargo, a la impresión que sus palabras causaran en él. Era aquélla una curiosidad técnica y fría, decidió asombrado. Casi antropológica. El contraste con sus propios sentimientos, confusos en ese instante, era tan violento como toda aquella luz enfrentada al trazo negro de una sombra. Sentía celos a causa de esa mujer, descubrió más asustado que perplejo. Era la suya una desolación extraña, nueva, desconocida hasta ese día. De súbito deseo insatisfecho. Rencor animal y furia.
—Armando me adiestró en eso —estaba diciendo ella—. Con una paciencia metódica, muy propia de él, me enseñó a utilizar la cabeza para el sexo. Sus inmensas posibilidades. Lo físico es sólo una parte, decía. Una materialización necesaria, inevitable, de todo lo demás. Cuestión de armonías.
Se detuvieron un momento. Regresaban al camino de tierra que discurría entre la playa y los pinos, y Mecha se quitó las sandalias para sacudir la arena, apoyándose con naturalidad en el brazo del hombre.
—Después yo me iba a dormir y lo escuchaba trabajar al piano en su estudio, hasta el amanecer. Y lo admiraba todavía más.
Él consiguió despegar la lengua del paladar.
—¿Sigues utilizando la cabeza?
Su voz había sonado ronca. Árida. Casi le había dolido pronunciar palabras.
—¿Por qué preguntas eso?
—Tu marido no está aquí —hizo un ademán amplio señalando la bahía, Antibes y el resto del mundo—. Y tardará en volver, me parece. Con su elegancia matemática.
Lo miraba Mecha fijamente, con hostil prevención.
—¿Quieres saber si me acuesto con otros hombres? ¿O con mujeres? ¿Aunque él no esté?… Lo hago, Max.
No quiero estar aquí, pensó él, asombrado de sí mismo. No bajo esta luz que me entorpece el juicio. Que me seca el pensamiento y la boca.
—Sí —repitió ella—. A veces lo hago.
Se había detenido otra vez, contra el reverbero cegador de la playa. La suave brisa de mar agitaba el cabello sobre su piel ligeramente bronceada por el sol de la Riviera.
—Como Armando —añadió en tono opaco—. O como tú mismo.
En los cristales de sus gafas oscuras se reflejaba la línea de la costa, la masa verde de los pinares y la playa orillada de azul turquesa. Max la observó detenidamente, demorándose en la línea de sus hombros y su torso bajo la camiseta a rayas, humedecida en las axilas por leves huellas de sudor. Era aún más hermosa que en Buenos Aires, concluyó casi con desesperación. Tanto, que parecía irreal. Debía de haber cumplido ya los treinta y dos: edad perfecta, cuajada, de absoluta hembra. Mecha Inzunza pertenecía a esa clase de mujeres, en apariencia inalcanzables, con las que se soñaba en los sollados de los barcos y en las trincheras de los frentes de batalla. Durante miles de años los hombres habían guerreado, incendiado ciudades y matado por conseguir mujeres como ésa.
—Hay un lugar aquí cerca —dijo ella de pronto—. Se llama pensión Semaphore… Cerca del faro.
La miró, confuso al principio. Mecha señalaba un camino a la izquierda que se adentraba entre los pinos, más allá de una villa blanca cercada de palmeras y pitas.
—Es un sitio muy barato para turistas de paso. Con un pequeño restaurante en la puerta, bajo un magnolio. Alquilan habitaciones.
Max era un hombre templado. Su carácter y su vida habían hecho de él lo que era. Fue ese temple lo que le permitió mantener las rodillas firmes y la boca cerrada, inmóvil ante la mujer. Temiendo cortar, con una palabra torpe o un ademán inapropiado, algún hilo sutil del que pendiera todo.
—Quiero acostarme contigo —resumió Mecha, ante su silencio—. Y quiero que ocurra ahora.
—¿Por qué? —articuló él, al fin.
—Porque en estos nueve años has acudido a mí con frecuencia cuando utilizaba la cabeza.
—¿Pese a todo?
—Pese a todo —sonrió ella—. Collar de perlas incluido.
—¿Has estado antes en esa pensión?
—Haces demasiadas preguntas. Y todas son estúpidas.
Había alzado una mano, poniendo los dedos sobre los labios resecos de Max. Un roce suave, pleno de singulares augurios.
—Claro que he estado —dijo tras un instante—. Y tiene un cuarto con un espejo grande en la pared. Perfecto para mirar.
La persiana era de láminas de madera horizontales, con espacios entre ellas. Por esas ranuras penetraba el sol de la tarde, proyectando una sucesión de franjas de luz y sombra sobre la cama y el cuerpo dormido de la mujer. A su lado, procurando no despertarla, Max volvió el rostro para estudiar de cerca su perfil cruzado por un trazo de sol, la boca entreabierta y las aletas de la nariz agitadas a intervalos por la leve respiración, los senos desnudos con aureolas oscuras y minúsculas gotas de transpiración que las franjas de luz hacían brillar entre ellos. Y la superficie de piel tersa, decreciente sobre el vientre para bifurcarse en los muslos, abrigando el sexo del que aún goteaba mansamente, sobre la sábana que olía a carne y a sudor suave de largos abrazos, el semen del hombre.
Alzando un poco la cabeza sobre la almohada, Max miró más allá, contemplando los dos cuerpos inmóviles en el espejo de la pared, que era grande, con el azogue moteado por el tiempo y el descuido, a tono con el cuarto y su mediocre mobiliario: una cómoda, bidé y aguamanil, una lámpara polvorienta y cables eléctricos retorcidos y sujetos con aisladores de porcelana a la pared, donde un descolorido cartel turístico invitaba con poca convicción —una puesta de sol amarilla entre pinos de color violeta— a visitar Villefranche. Uno de aquellos cuartos, en fin, que parecían a propósito para viajantes de comercio, prófugos de la justicia, suicidas o amantes. Sin la mujer dormida a su lado y sin las franjas de sol que penetraban por la persiana, aquello habría deprimido a Max, que recordaba lugares semejantes no frecuentados por capricho, sino por necesidad. Sin embargo, desde que cruzaron el umbral Mecha se había mostrado conforme, complacida por el sórdido cuarto sin agua corriente y la patrona soñolienta que les entregó la llave tras cobrar cuarenta francos sin pedir documentos ni hacer preguntas. Su voz se había tornado más ronca y su piel más cálida apenas cerrada la puerta; y Max se vio sorprendido cuando ella, en mitad de un comentario suyo sobre la vista agradable que, abierta la ventana, compensaría el triste aspecto de la habitación, fue a situarse muy cerca, entreabierta la boca como si su respiración estuviese alterada, e interrumpió la charla táctica de él sacándose la camiseta de rayas, alzados los brazos, descubriendo con el movimiento los senos más pálidos que el resto de la piel expuesta al sol.
—Eres tan guapo que duele mirarte.
Tenía el torso completamente desnudo, y alzando una mano le apartaba el rostro a un lado, empujándole el mentón con un dedo a fin de seguir observándolo.
—Hoy no llevo collar —añadió tras un instante, en voz muy baja.
—Lástima —acertó a decir él.
—Eres un canalla, Max.
—Sí… A veces.
Todo transcurrió después de modo sistemático, en compleja sucesión de carne, saliva, tacto y humedad adecuada. Desde que ella arrojó lejos su última prenda con un movimiento brusco de los pies y se tendió en la cama de la que Max acababa de retirar la colcha, éste comprobó que estaba extraordinariamente excitada, dispuesta a recibirlo en el acto. Al parecer, concluyó, aquel cuarto de pensión obraba milagros. Pero no había prisa, se dijo aferrado a la lucidez que aún conservaba. Así que procuró demorarse en las etapas previas, consciente de que el deseo que restallaba en sus nervios y músculos con sacudidas dolorosas —apretaba los dientes hasta hacerlos rechinar, resoplando de placer y furia contenida— podía jugarle una mala pasada. Nueve años no podían resolverse en treinta minutos. De manera que aplicó su entereza y experiencia a prolongar la situación, las caricias, las acometidas, la violencia casi extrema que ella imponía a veces —lo abofeteó en dos ocasiones mientras intentaba dominarla—, los gruñidos de placer y las respiraciones entrecortadas que buscaban aire entre dos caricias, dos o veinte formas distintas de besar, de lamer y de morder. Max había olvidado el espejo de la pared, pero ella no; y acabó sorprendiendo las miradas que dirigía a éste, vuelto el rostro a un lado mientras él se afanaba en su cuerpo y su boca, mirándose y mirándolo, hasta que también Max ladeó el rostro y se vio allí, enlazado en lo que parecía una lucha cruel, el dorso tenso sobre el cuerpo de mujer, tan crispados los brazos que músculos y tendones parecían a punto de estallar mientras intentaba inmovilizarla y controlarse, y ella se debatía con ferocidad animal, mordiendo y golpeando hasta que de pronto, fijos sus ojos en él mediante el espejo, atenta a su reacción, se ofrecía sumisa, obediente, acogiéndolo al fin, o de nuevo, en la carne esponjada de placer, con claudicaciones cada vez más largas, abandonándose a un antiquísimo ritual de entrega absoluta. Y después de que Max se hubo mirado y la miró en el espejo, él había girado el rostro para volver a observarla de cerca, la imagen real a dos pulgadas escasas de sus ojos y sus labios, apreciando en los iris color de miel un relámpago burlón y en la boca una sonrisa desafiante que lo desmentía todo: el aparente dominio del hombre y su propia entrega. Entonces a Max lo abandonó al fin la voluntad; e igual que un gladiador vencido, hundió su rostro en el cuello de la mujer, perdió la noción de cuanto lo rodeaba y se derramó lenta, intensamente, indefenso al fin, en el vientre oscuro y cálido de Mecha Inzunza.
Max no ha tenido una buena noche. Las conocí mejores, pensó esta mañana al salir de la duermevela que le enturbió el sueño. Siguió pensándolo mientras se pasaba la Braun eléctrica por el mentón, al contemplar en el espejo del cuarto de baño del hotel las ojeras en su rostro cansado, las marcas de inquietud reciente añadidas al estrago del tiempo y la vida. Sumando de manera inoportuna fracasos, impotencias y sorpresas de última hora, incertidumbres nuevas, cuando casi todo se daba, o lo daba él, por amortizado; cuando es demasiado tarde para colocar nuevas etiquetas a lo vivido. Durante el sueño incómodo de la pasada noche, mientras se removía entre las sábanas en el filo intermitente del sopor y de la lucidez, varias veces creyó oír derrumbarse las viejas certezas con el estrépito de una pila de loza que cayese al suelo. Todo el fruto de su vida azarosa, cuanto hasta hace pocas horas creía haber salvado de sucesivos naufragios, consistía en una cierta indiferencia mundana, asumida a manera de galante serenidad. Pero ese fatalismo tranquilo, último reducto, estado de ánimo que hasta ayer fue su único patrimonio, acaba de esfumarse hecho trizas. Dormir tranquilo, con la quietud de un veterano corredor fatigado, era el postrer privilegio del que, hasta su última conversación con Mecha Inzunza en el jardín del hotel, Max había creído disfrutar, a su edad, sin que la vida se lo disputase.