—En ningún momento he pretendido…
—Lo creo. Sí. Pero da igual… Manténgase lejos, por favor —Keller señala la mesa de billar como si su duelo con Sokolov se decidiera allí mismo—. Al menos, hasta que acabe esto.
Por la parte de levante, más allá del faro del puerto de Niza y del monte Boron, había nubes dispersas que se agrupaban despacio sobre el mar. Inclinado para encender su pipa a resguardo de la brisa, Fito Mostaza soltó unas bocanadas de humo, dirigió una mirada al horizonte brumoso y guiñó un ojo a Max tras los cristales de las gafas de concha.
—Va a cambiar el tiempo —dijo.
Estaban bajo la estatua del rey Carlos-Félix, cerca de la barandilla de hierro que discurría junto a la carretera desde la que se dominaba el puerto. Mostaza había citado a Max en un pequeño cafetín que éste encontró cerrado al llegar; de manera que esperó en la calle mirando los barcos amarrados en los muelles, los edificios altos del fondo y el gran rótulo publicitario de las galerías Lafayette. Vio llegar a Mostaza al cuarto de hora: su figura menuda y ágil acercándose sin prisas por la cuesta de Rauba-Capeù, el sombrero echado hacia atrás con desenfado, la chaqueta abierta sobre la camisa con corbata de pajarita, las manos en los bolsillos del pantalón. Al ver cerrado el cafetín, Mostaza había hecho un gesto de silenciosa resignación, sacado la bolsa de hule del bolsillo y procedido a llenar la pipa mientras se situaba junto a Max con una ojeada circular vagamente curiosa, como si comprobara qué había estado mirando mientras aguardaba.
—Los italianos se impacientan —comentó Max.
—¿Se ha visto otra vez con ellos?
Max tuvo la certeza de que Mostaza conocía de antemano la respuesta a esa pregunta.
—Ayer charlamos un rato.
—Sí —concedió el otro después de un instante, entre dos chupadas a la pipa—. Algo tengo entendido.
Miraba pensativo los barcos amarrados, los fardos, barriles y cajas apilados a lo largo de la vía férrea que recorría los muelles. Al cabo, sin apartar los ojos del puerto, se volvió a medias.
—¿Ha tomado ya su decisión?
—Lo que he hecho ha sido contarles lo de usted. Su propuesta.
—Es natural —a Mostaza le apuntaba una sonrisita filosófica en torno al caño de la pipa—. Se cubre como puede. Lo comprendo.
—Celebro hallarlo tan comprensivo.
—Todos somos humanos, amigo mío. Con nuestros miedos, nuestras ambiciones y nuestras cautelas… ¿Cómo se tomaron la revelación?
—No me informaron de eso. Escucharon con atención, se miraron entre ellos y hablamos de otra cosa.
Asintió el otro, aprobador.
—Buenos chicos. Profesionales, claro. Se lo esperaban… Da gusto trabajar con gente así. O contra ella.
—Celebro tanto
fair play
—ironizó Max, amargo—. Podrían reunirse los tres y ponerse de acuerdo, o darse unas pocas puñaladas amistosas, entre colegas. Simplificarían mucho mi vida.
Mostaza se echó a reír.
—Cada cosa en su momento, querido amigo… Dígame, mientras, por qué se ha decidido usted, al fin. Fascio o República.
—Me lo estoy pensando todavía.
—Lógico. Pero se le acaba el tiempo. ¿Cuándo piensa entrar en la casa?
—Dentro de tres días.
—¿Por algo en especial?
—Una cena en casa de alguien. He sabido que Susana Ferriol estará fuera varias horas.
—¿Y qué hay del servicio?
—Me las arreglaré.
Mostaza lo miraba dando chupadas a la pipa, como si evaluara la pertinencia de cada respuesta. Al cabo se quitó las gafas, sacó el pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se puso a limpiarlas con mucha aplicación.
—Voy a pedirle un favor, señor Costa… Decida lo que decida, diga a sus amigos italianos que finalmente ha decidido trabajar para ellos. Deles cuantos detalles pueda sobre mí.
—¿Lo dice en serio?
—Completamente.
Mostaza miró las gafas al trasluz y volvió a ponérselas, satisfecho.
—Es más —añadió—. Quiero pedirle que trabaje realmente para ellos. Juego limpio.
Max, que había sacado y abierto la pitillera, se quedó a medio movimiento.
—¿Quiere decir que entregue los documentos a los italianos?
—Eso es —el espía afrontaba con naturalidad su mirada de asombro—. Ellos han montado la operación, a fin de cuentas. Y corren con los gastos. Me parece de justicia, ¿no cree?
—¿Y qué pasa con usted?
—Oh, no se preocupe. Yo soy cosa mía.
Max volvió a guardar la pitillera sin sacar ningún cigarrillo. Se le habían quitado las ganas de fumar, e incluso de seguir en Niza. Dónde está lo peor de la trampa, pensaba. En qué punto de esta tela de araña me atrapan a mí. O me devoran.
—¿Me ha citado aquí para decirme eso?
Mostaza le tocó ligeramente el codo, invitándolo a acercarse más a la barandilla de hierro que protegía el desnivel sobre el puerto.
—Venga. Mire —el tono era casi afectuoso—. Ése de abajo es el muelle Infernet… ¿Sabe quién era el tal Infernet? Un marino de Niza que estuvo en Trafalgar, mandando el
Intrépide
. Se negó a huir con el almirante Dumanoir y combatió hasta el final… ¿Ve ese barco mercante amarrado al muelle?
Max dijo que sí, que lo veía —era un carguero de casco negro y chimenea con dos franjas azules—. Y acto seguido, en pocas palabras, Mostaza resumió la historia de ese barco. Se llamaba
Luciano Canfora
y llevaba en sus bodegas material de guerra destinado a las tropas de Franco: sal de amoníaco, algodón y lingotes de latón y cobre. Estaba previsto que saliera en pocos días con rumbo a Palma de Mallorca, y era probable que su carga la hubiera pagado Tomás Ferriol. Todo estaba organizado, añadió Mostaza, por un grupo de agentes franquistas que tenía su base en Marsella y una estación de onda corta a bordo de un yate amarrado en Montecarlo.
—¿Por qué me cuenta eso? —preguntó Max.
—Porque ese barco y usted tienen cosas en común. Sus fletadores creen que navegará hasta su destino en Baleares; ignorando que, salvo que se estropeen mucho las cosas, su puerto de atraque será Valencia. Precisamente estoy en trámites para convencer al capitán y al jefe de máquinas de que es más rentable para ellos, en todos los aspectos, pasarse al lado de la República… Como puede ver, señor Costa, no es usted la causa exclusiva de mis desvelos.
—Sigo sin comprender por qué me lo cuenta.
—Porque es verdad… Y porque estoy seguro de que, en uno de sus arrebatos de prudente sinceridad, usted se lo contará a sus amigos italianos en cuanto tenga ocasión.
Max se quitó el sombrero, pasándose una mano por el cabello. Pese a las nubes que se agrupaban sobre el mar y a la brisa de levante, sentía un calor excesivo. Repentino e incómodo.
—Bromea, por supuesto.
—En absoluto.
—¿Eso no pondría en peligro su operación?
Mostaza le apuntó al pecho con el caño de la pipa.
—Querido amigo, eso forma parte misma de la operación. Cúrese en salud y déjeme a mí el encaje de bolillos… Sólo le pido que siga siendo lo que hasta ahora: un buen muchacho leal a todos cuantos se le acercan, que intenta zafarse de este embrollo lo mejor que puede. Nadie podrá reprocharle nada. Estoy seguro de que los italianos van a apreciar su franqueza como la aprecio yo.
Lo estudió Max con desconfianza.
—¿Se le ha ocurrido pensar que podrían querer asesinarlo?
—Pues claro que se me ha ocurrido —el otro reía entre dientes, como si todo fuera obvio—. En mi oficio, es un factor de riesgo adicional.
Después se detuvo, callado. Casi soñador. Contempló un momento el
Luciano Canfora
y se volvió a Max. En contraste con la corbata de pajarita, su sonrisa recordaba la de un hurón veterano en husmear toda clase de madrigueras.
—Lo que pasa es que a veces, en esta clase de enredos —añadió tocándose la cicatriz que tenía bajo la mandíbula—, quienes mueren son otros. Y uno mismo, en su modestia, puede ser tan peligroso como cualquiera… A usted, por ejemplo, ¿nunca se le ha ocurrido ser peligroso?
—No demasiado.
—Lástima —lo estudiaba con curiosidad renovada, cual si acabara de apreciar en él un detalle antes inadvertido—. Vislumbro algo en su carácter, ¿sabe?… Ciertas condiciones.
—Quizá no necesite serlo. Me arreglo bastante bien siendo pacífico.
—¿Siempre lo fue?
—No tiene más que verme.
—Lo envidio. De verdad. A mí también me agradaría ser así.
Mostaza dio un par de chupadas infructuosas a la pipa y, quitándosela de la boca, contempló contrariado la cazoleta.
—¿Sabe una cosa? —prosiguió mientras se palpaba los bolsillos—. En cierta ocasión estuve toda una noche en un vagón de tren de primera clase, charlando con un caballero distinguido. Un tipo muy simpático, además. Usted me lo recuerda… Hicimos buenas migas. A las cinco de la madrugada miré el reloj y consideré que ya sabía lo suficiente. Entonces salí a fumar una pipa al pasillo, y alguien que aguardaba afuera entró en el departamento y le pegó un tiro en la cabeza al caballero distinguido y simpático.
Había sacado una cajita de fósforos y encendía de nuevo la pipa, concentrado en la operación.
—Debe de ser maravilloso, ¿verdad? —comentó, sacudiendo el fósforo para apagarlo.
—No sé a qué se refiere.
El otro lo miraba con interés, emitiendo densas bocanadas de humo.
—¿Sabe algo de Pascal? —preguntó inesperadamente.
—Tanto como de espías —admitió Max—. O menos.
—Era un filósofo… El poder de las moscas, escribió. Ganan batallas.
—No comprendo lo que quiere decir.
Mostaza moduló una sonrisa de aprecio, irónica y melancólica a un tiempo.
—Crea que lo envidio. En serio… Debe de tranquilizar ser ese tercer hombre indiferente que mira el paisaje. Creerse al margen de sus amigos fascistas y de mí. Pretender sincerarse con todos, sin tomar partido, y luego dormir a pierna suelta. Solo o acompañado, en eso no me meto… Pero a pierna suelta.
Max se agitó, exasperado. Sentía deseos de golpear la sonrisa helada, absurdamente cómplice, que tenía a tres palmos de la cara. Pero supo que, pese al aspecto frágil de su propietario, aquella sonrisa no era de las que se dejaban golpear con facilidad.
—Oiga —dijo—. Voy a ser grosero.
—No se preocupe, hombre. Adelante.
—Su guerra, sus barcos y sus cartas del conde Ciano me importan una mierda.
—Alabo su franqueza —concedió Mostaza.
—Me tiene sin cuidado que la alabe. ¿Ve este reloj? ¿Ve este traje hecho en Londres? ¿Ve mi corbata comprada en París?… Me costó mucho esfuerzo conseguir todo esto. Llevarlo con naturalidad. Sudé sangre para llegar aquí… Y ahora, cuando llego, resulta que un montón de gente, de una forma u otra, está empeñada en hacerme la puñeta.
—Comprendo… Su ambicionada y rentable Europa se marchita como un lirio pocho.
—Pues denme tiempo, malditos sean. Para disfrutarla un poco.
Mostaza parecía meditar sobre aquello, ecuánime.
—Sí —admitió—. Puede que tenga razón.
Con las manos en la barandilla, Max se inclinaba hacia afuera, sobre el puerto, como si buscara respirar la mayor cantidad posible de brisa del mar. Limpiarse los pulmones. Más allá de La Réserve, la casa de Susana Ferriol podía identificarse sobre las rocas de la orilla, a lo lejos, entre las villas blancas y ocres que salpicaban la ladera verde del monte Boron.
—Ustedes me han atrapado en algo que no me gusta —añadió tras un instante—. Y lo único que deseo es acabar de una vez. Perderlos de vista a todos.
Chasqueó Mostaza la lengua, conmiserativo.
—Pues tengo malas noticias —repuso—. Porque perdernos de vista será imposible. Nosotros somos el futuro; tanto como las máquinas, los aviones, las banderas rojas, las camisas negras, azules o pardas… Usted llega demasiado tarde a una fiesta sentenciada a muerte —señaló con la pipa las nubes que seguían agrupándose sobre el mar—. Hay una tormenta formándose ahí, muy cerca. Esa tormenta lo barrerá todo; y cuando acabe, nada volverá a ser lo que era. De poco le servirán entonces esas corbatas compradas en París.
—No sé si Jorge es mi hijo —dice Max—. En realidad no tengo forma de saberlo.
—Claro que no —responde Mecha Inzunza—. Sólo tienes mi palabra.
Están sentados a la mesa de una terraza de la Piazzetta de Capri, junto a las gradas de la iglesia y la torre del reloj que se alza sobre la acera que asciende desde el puerto. Llegaron a media tarde, en el barquito que hace el trayecto de media hora desde Sorrento. Fue idea de Mecha. Jorge descansa, dijo, y yo hace años que no voy a la isla. E invitó a Max a acompañarla.
—En aquella época, tú… —empieza a decir éste.
—¿Había otros hombres, quieres decir?
Max no responde en seguida. Se queda mirando a la gente que ocupa las mesas cercanas o pasea con lentitud en el contraluz del sol poniente. Desde las mesas contiguas llegan retazos de conversación en inglés, italiano y alemán.
—Incluso el otro Keller estaba allí —apunta como si concluyese un largo y complejo razonamiento—. El padre oficial.
Mecha emite una risa desdeñosa. Juguetea con las puntas del pañuelo de seda que lleva al cuello, sobre el suéter gris y los pantalones negros que tornean sus piernas largas y más delgadas que hace veintinueve años. Calza unos Pilgrim negros sin hebilla, y del respaldo de su silla pende el bolso de lona y cuero.
—Escucha, Max. No tengo ningún interés en que asumas una paternidad, a estas alturas de tu vida y de la mía.
—No pretendo…
Ella alza una mano, interrumpiéndolo.
—Imagino lo que pretendes y lo que no. Me limité a responder a una pregunta tuya… Por qué debo hacerlo, decías. Por qué arriesgarte con los rusos robándoles el libro.
—Ya no estoy para esas piruetas.
—Puede.
Alarga Mecha la mano con ademán distraído hasta la copa de vino que está junto a la de Max, sobre la mesa. Él observa de nuevo la piel marchita por la edad, como la suya propia. Las motas de vejez en el dorso.
—Eras más interesante —añade ella, reflexiva— cuando corrías riesgos.
—Y mucho más joven —responde Max sin titubear.
Lo mira, irónica.
—¿Tanto has cambiado? ¿O hemos?… ¿Nada de aquel antiguo hormigueo en la punta de los dedos? ¿Del latir de tu corazón más rápido de lo normal?
Se queda observando el ademán de elegante resignación que él hace a modo de respuesta: un gesto acorde con el suéter azul puesto con calculado descuido sobre los hombros del polo de algodón blanco, los pantalones grises de lino, el pelo cano peinado hacia atrás como antaño, con raya alta e impecable.