El tango de la Guardia Vieja (52 page)

Read El tango de la Guardia Vieja Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
2.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—A veces uno paga por cosas que no hizo —dijo, sosteniéndole la mirada.

—Maldito seas —se sacudió la mano de él con un arrebato de cólera—. Estoy segura de que no pagas ni la mitad. Y de que lo has hecho casi todo.

—Algún día te contaré. Te lo juro.

—No habrá más días, si puedo evitarlos.

La sujetó con suavidad por la muñeca.

—Mecha…

—Calla —ella volvió a desasirse—. Déjame acabar con esto y echarte a la calle.

Colocó una gasa con esparadrapo sobre la herida, y al hacerlo sus dedos rozaron el muslo del hombre. Sintió éste el contacto cálido en la piel, y a pesar de la herida cercana su cuerpo reaccionó ante la proximidad de aquella carne que olía a sueño reciente y a cama aún tibia. Inmóvil, sentada en el borde del sofá, tan inexpresiva y serena como si estudiase con objetividad un hecho ajeno a ambos, Mecha alzó la vista hasta sus ojos.

—Hijo de puta —murmuró.

Después se abrió la bata de noche, se levantó el camisón de seda y se puso a horcajadas sobre Max.

—¿Señor Costa?

Un desconocido está en el umbral de la habitación del hotel Vittoria. Otro, en el pasillo. Las viejas alarmas del instinto se disparan antes de que la razón establezca el peligro concreto. Con el fatalismo de quien se vio antes en situaciones parecidas, Max asiente sin despegar los labios. No le pasa inadvertido el pie que el hombre del umbral adelanta con aire casual para impedir que vuelva a cerrar la puerta. Pero no tiene intención de cerrarla. Sabe que sería inútil.

—¿Está usted solo?

Acento extranjero, marcado. No es un policía. O al menos —Max olfatea ávidamente los pros y los contras— no es un policía italiano. El hombre del umbral ya no está en el umbral, sino dentro de la habitación. Entra con naturalidad, mirando alrededor, mientras el del pasillo se queda donde estaba. El que ha entrado es alto, de pelo castaño largo y lacio. Sus manos son grandes, de uñas mordidas, sucias; en el meñique de la izquierda lleva un anillo grueso de oro.

—¿Qué quieren? —pregunta al fin Max.

—Que nos acompañe.

El acento es eslavo. Ruso, sin duda. Qué otro acento, si no. Max retrocede hacia el teléfono que está en la mesilla de noche, junto a la cama. El otro lo mira moverse, con indiferencia.

—No le conviene armar escándalo, señor.

—Salga de aquí.

Señala Max la puerta, que sigue abierta con el otro hombre en el pasillo: baja estatura, inquietantes hombros de luchador bajo una chaqueta de piel negra demasiado estrecha. Los brazos ligeramente separados del cuerpo, atentos a cualquier imprevisto. El del pelo lacio alza la mano del anillo, cual si en ella portara un argumento irrefutable.

—Si prefiere policías italianos, no hay problema. Usted es libre de elegir lo que le convenga. Nosotros sólo queremos conversar.

—¿De qué?

—Sabe muy bien de qué.

Max piensa durante cinco segundos, intentando no dejarse ganar por el pánico. Se le ha desbocado el pulso y siente flaquear las rodillas. Caería sentado en la cama, de no interpretarse eso como una claudicación o una prueba. Como una confesión explícita. Por un momento se maldice en silencio. Es imperdonable haberse quedado allí, poco previsor, como un ratón deleitándose con el queso mientras funciona el resorte de la ratonera. No imaginó que lo reconocieran tan pronto. Que lo identificaran así.

—Sea lo que sea, podemos hablar aquí —aventura al fin.

—No. Hay unos caballeros que desean verse con usted en otro lugar.

—¿Qué lugar es ése?

—Cerca. Cinco minutos de coche.

El del pelo lacio lo ha dicho golpeando con un dedo la esfera de su reloj de pulsera, como si fuese prueba de exactitud y buena fe. Después dirige una mirada al hombre del pasillo, que entra en la habitación, cierra con calma la puerta y se pone a registrarlo todo.

—No iré a ninguna parte —protesta Max, aparentando la firmeza que está lejos de sentir—. No tienen derecho.

Tranquilo, cual si su interés por el ocupante de la habitación quedara un momento en suspenso, el del pelo lacio deja hacer a su compañero. Éste abre los cajones de la cómoda y mira el interior del armario con metódica eficiencia. Después escudriña bajo el colchón y el somier. Al cabo hace un gesto de negación y pronuncia cuatro palabras en lengua eslava, de las que Max sólo entiende la rusa
nichivó
: nada.

—Eso no importa ahora —el del pelo lacio retorna a la conversación interrumpida—. Tener o no tener derechos… Ya le comenté que puede elegir. Conversar con los caballeros que le dije o conversar con la policía.

—No tengo nada que ocultar a la policía.

Los dos intrusos están ahora callados e inmóviles, mirándolo con frialdad; y a Max lo asusta más esa inmovilidad que el silencio. Tras un momento, el del pelo lacio se rasca la nariz. Pensativo.

—Haremos una cosa, señor Costa —dice al fin—. Lo voy a sujetar por un brazo y mi amigo por otro, y vamos a bajar así hasta el vestíbulo y el automóvil que tenemos afuera. Puede que se resista a acompañarnos, o puede que no… Si se resiste, habrá escándalo y la dirección del hotel avisará a la policía de Sorrento. Entonces usted asumirá sus responsabilidades y nosotros las nuestras. Pero si viene de buen grado, todo será discreto y sin violencia… ¿Qué decide?

Intenta Max ganar tiempo. Pensar. Catalogar soluciones, fugas probables o improbables.

—¿Quiénes son ustedes?… ¿Quién los manda?

El otro hace un gesto de impaciencia.

—Nos envían unos aficionados al ajedrez. Gente pacífica que desea comentar con usted un par de jugadas dudosas.

—No sé nada de eso. No me interesa el ajedrez.

—¿En serio?… Pues nadie lo diría. Se ha tomado muchas molestias, a su edad.

Mientras habla, el hombre del pelo lacio coge la chaqueta de Max, que estaba en una silla, y se la ofrece con ademán impaciente, casi brusco. El de quien agota sus últimas reservas de cortesía.

La maleta estaba abierta sobre la cama, lista para cerrarse: zapatos en fundas de franela, ropa interior, camisas dobladas, tres trajes plegados en la parte superior. Una bolsa de viaje de piel buena, a juego con la maleta. Max estaba a punto de abandonar la casa de Mecha Inzunza en Antibes para dirigirse a la estación de ferrocarril de Niza, pues tenía reserva en el Tren Azul. Las tres cartas del conde Ciano estaban ocultas en la maleta, cuyo forro interior había despegado y vuelto a pegar con mucho cuidado. No había decidido qué hacer con ellas, aunque quemaban estando en su poder. Necesitaba tiempo para pensar en su destino. Para averiguar el alcance de lo ocurrido la noche anterior en la villa de Susana Ferriol y en la casa de la rue de la Droite. Y para calcular las consecuencias.

Acabó de ajustarse un nudo windsor en el cuello blanco e impecable —estaba en mangas de camisa y tirantes, con el chaleco todavía sin abotonar— y contempló un momento su rostro en el espejo del dormitorio: el pelo reluciente de fijador peinado con raya alta, el mentón recién rasurado que olía a loción Floïd. Por fortuna, apenas mostraba secuelas de la lucha mantenida con Fito Mostaza: se había reducido la hinchazón del labio, y el ojo golpeado mostraba mejor aspecto. Un poco de maquillaje —Max había utilizado polvos de tocador de Mecha— disimulaba la marca violácea que aún lo ensombrecía bajo el párpado.

Cuando se volvió, abotonándose el chaleco excepto el botón inferior, ella estaba en la puerta, vestida de calle y con una taza de café en las manos. No la había oído llegar, e ignoraba cuánto tiempo había permanecido observándolo.

—¿A qué hora sale el tren? —preguntó Mecha.

—A las siete y media.

—¿Estás decidido a irte?

—Claro.

Ella bebió un sorbo y se quedó mirando la taza, pensativa.

—Todavía no sé lo que ocurrió anoche… Por qué viniste aquí.

Volvió Max las palmas de las manos hacia arriba. Nada que ocultar, decía el gesto.

—Ya te lo conté.

—No me contaste nada. Sólo que habías tenido un problema serio y no podías seguir en el Negresco.

Asintió él. Llevaba un rato preparándose para esa conversación. Sabía que ella no iba a dejarlo ir sin preguntas, y lo cierto era que merecía algunas respuestas. El recuerdo de su carne y su boca, del cuerpo desnudo enlazado al suyo, lo turbó de nuevo, desconcertándolo un momento. Mecha Inzunza era tan hermosa que alejarse de ella suponía una violencia casi física. Por un instante consideró los límites de las palabras amor y deseo entre toda esa incertidumbre, la sospecha y la urgencia del miedo, sin la menor certeza sobre el futuro ni sobre el presente. Aquella sombría fuga, cuyo destino y consecuencias desconocía, dejaba todo lo demás en segundo plano. Se trataba de ponerse a salvo, primero, y de reflexionar más tarde sobre la impronta de aquella mujer en su carne y su pensamiento. Podía tratarse de amor, por supuesto. Max nunca había amado antes, y no podía saberlo. Tal vez fuese amor aquel desgarro intolerable, el vacío ante la inminencia de la partida, la tristeza desoladora que casi desplazaba al instinto de ponerse a salvo y sobrevivir. Quizá ella también lo amase, pensó de pronto. A su modo. Quizá, pensó también, no volvieran a verse nunca.

—Es cierto —respondió al fin—. Un problema serio… Grave, más bien. Y acabó en una pelea bastante sucia. Por eso me conviene desaparecer una temporada.

Ella lo miraba sin parpadear apenas.

—¿Y qué hay de mí?

—Seguirás aquí, imagino —Max hizo un ademán ambiguo, que lo mismo abarcaba aquella habitación que la ciudad de Niza—. Sé dónde encontrarte cuando todo se calme.

Todavía inmóviles, los iris dorados de la mujer mostraban una seriedad mortal.

—¿Eso es todo?

—Escucha —Max se puso la chaqueta—. No quiero ser dramático, pero quizá me esté jugando la vida. O sin quizás. Sin duda me la estoy jugando.

—¿Te buscan?… ¿Quién?

—No es fácil de explicar.

—Tengo tiempo. Puedo escuchar cuanto quieras contarme.

Con el pretexto de comprobar que el equipaje estaba en orden, Max eludía su mirada. Cerró la maleta y ajustó las correas.

—Eres afortunada, entonces. Yo no lo tengo. Ni tiempo, ni ánimo. Todavía estoy confuso. Hay cosas que no esperaba… Asuntos que no sé cómo manejar.

De algún lugar de la casa llegó el sonido lejano de un timbre de teléfono. Sonó cuatro veces y se interrumpió de pronto, sin que Mecha prestara atención.

—¿Te busca la policía?

—No, que yo sepa —Max sostuvo su escrutinio con la impasibilidad adecuada—. No me arriesgaría en el tren, en otro caso. Pero las cosas pueden cambiar, y no quiero estar aquí cuando eso ocurra.

—Sigues sin responder a mi pregunta. Qué pasa conmigo.

Apareció la doncella. Llamaban por teléfono a la señora. Mecha le entregó la taza de café y se alejó con ella por el pasillo. Max puso la maleta en el suelo, cerró la bolsa de viaje y la situó a su lado. Después fue hasta la mesa de tocador, en busca de los objetos que allí estaban: el reloj de pulsera, la pluma estilográfica, la billetera, el encendedor y la pitillera. Se colocaba en la muñeca izquierda el Patek Philippe cuando regresó Mecha. Alzó la mirada, la vio apoyada en el marco de la puerta, exactamente como estaba antes de marcharse, y en el acto supo que algo no iba bien. Que había noticias, y nada buenas.

—Era Ernesto Keller, mi amigo del consulado chileno —confirmó ella con fría calma—. Dice que anoche robaron en casa de Suzi Ferriol.

Max se quedó inmóvil, los dedos ocupados todavía en la hebilla de la correa del reloj.

—Vaya… —acertó a comentar—. ¿Y cómo está ella?

—Se encuentra bien —del tono de Mecha podrían gotear en ese momento carámbanos de hielo—. No estaba en la villa cuando ocurrió, sino cenando en Cimiez.

Max apartó la mirada, alargó una mano y cogió la pluma Parker con cuanta serenidad pudo reunir. O aparentar.

—¿Se llevaron cosas de valor?

—Eso deberías decírmelo tú.

—¿Yo?… —comprobó que el capuchón estaba bien cerrado e introdujo la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta—. ¿Por qué habría de saberlo yo?

La miraba de nuevo a los ojos, ya repuesto. Sereno. Aún apoyada en el marco de la puerta, ella cruzó los brazos.

—Ahórrame el repertorio de evasivas, equívocos y mentiras —exigió—. No estoy de humor para toda esa basura.

—Te aseguro que en ningún momento…

—Maldito seas. Lo supe en cuanto te vi en casa de Suzi el otro día. Supe que tramabas algo, pero no sospeché que era allí mismo.

Se acercó a Max. Por primera vez desde que la conocía, él vio su rostro contraído por la furia. Una exasperación intensa que crispaba sus facciones, ensombreciéndolas.

—Ella es mi amiga… ¿Qué le has robado?

—Te equivocas.

Inmóvil ante él, casi agresiva, los ojos de la mujer relampagueaban amenazadores. Max hizo un esfuerzo de voluntad para no dar un paso atrás.

—¿Tan equivocada como en Buenos Aires, quieres decir? —preguntó ella.

—No se trata de eso.

—Dime de qué se trata, entonces. Y cuánto tiene que ver el robo con tu estado de anoche. Con tu herida y los golpes… Ernesto ha dicho que cuando Suzi llegó a su casa, los ladrones se habían ido.

Él no respondió. Pretendía disimular su turbación mientras aparentaba comprobar el contenido de la billetera.

—¿Qué ocurrió después, Max? Si allí no hubo violencia, ¿dónde la hubo?… ¿Y con quién?

Seguía él guardando silencio. Ya no quedaba excusa para no mirarla de frente, pues Mecha se había apoderado de la pitillera y el encendedor de Max y encendía un cigarrillo. Después arrojó ambos objetos con brusquedad sobre la mesa. El encendedor resbaló y cayó al suelo.

—Voy a denunciarte a la policía.

Expulsó una bocanada directamente sobre él, muy cerca, como si le escupiera el humo.

—Y no me mires así, porque no te tengo miedo… Ni a ti ni a tus cómplices.

Se agachó Max a recuperar el encendedor. El golpe había desencajado la tapa, comprobó.

—No tengo cómplices —puso el encendedor en un bolsillo del chaleco y la pitillera en la chaqueta—. Y no se trata de un robo. Me he visto envuelto en algo que no busqué.

—Llevas toda tu vida buscando, Max.

—No esto. Te aseguro que esta vez, no.

Mecha seguía muy cerca, mirándolo con extrema dureza. Y Max comprendió que no podía eludir lo que le pedía. Por una parte, ella tenía derecho a conocer algo de lo ocurrido. Por otra, dejarla atrás en Niza, en aquel estado de irritación e incertidumbre, era añadir riesgos innecesarios a su ya precaria situación. Necesitaba unos días de silencio. De tregua. Unas horas, al menos. Y quizá, concluyó, pudiera manejarla. Después de todo, como el resto de las mujeres del mundo, ella no pedía otra cosa que ser convencida.

Other books

La muerte de la familia by David Cooper
2 Brooklyn James by James, Brooklyn
Hunky Dory by Jean Ure
Gravity Brings Me Down by Natale Ghent
Angel in the Parlor by Nancy Willard
Swing, Swing Together by Peter Lovesey
Sinful in Satin by Madeline Hunter