El tango de la Guardia Vieja (55 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—No puedo hacer eso —objetó débilmente el empleado—. El reglamento lo prohíbe.

—Lo sé, amigo mío… Pero también sé que lo hará por mí.

El comentario iba acompañado del gesto discreto, casi indiferente, de poner en la mano del otro dos billetes de cien francos idénticos al que le había dado como propina al subir al tren en Niza. Aún dudó un momento el conductor, aunque era evidente que se debía más a guardar las formas honorables de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits que a otra cosa. Al fin metió el dinero en un bolsillo y se puso el kepis con ademán de hombre de mundo.

—¿El desayuno a las siete, señor? —preguntó con mucha naturalidad mientras recorrían el pasillo.

—Sí. A esa hora será perfecto.

Siguió una pausa apenas perceptible.

—¿Servicio individual, o doble?

—Individual, si es tan amable.

Al oír aquello, el conductor, que había llegado ante la puerta de Max, le dirigió una mirada agradecida. Era tranquilizador —podía leerse en ella— trabajar con caballeros que aún sabían guardar las maneras.

—Naturalmente, señor.

Aquella noche, como las siguientes, Max durmió poco. La mujer se llamaba Marie-Chantal Héliard; era sana, apasionada y divertida, y él siguió frecuentándola durante los cuatro días que permaneció en París. Le venía muy bien como cobertura, y además pudo obtener de ella diez mil francos que se sumaron a los treinta mil de la caja fuerte de Tomás Ferriol. Al quinto día, tras mucho reflexionar sobre su propio e inmediato futuro, Max se hizo transferir todo el dinero que tenía en el Barclays Bank de Montecarlo y lo retiró en metálico. Después compró en la agencia Cook de la rue de Rivoli un pasaje de tren para El Havre, y otro de primera clase en el transatlántico
Normandie
para Nueva York. En el momento de liquidar su cuenta del hotel Meurice, metió en un sobre de papel manila las cartas del conde Ciano y las envió con un mensajero a la embajada de Italia. No añadió tarjeta, nota ni explicación alguna. Sin embargo, antes de entregar el sobre con una propina al conserje del hotel, se detuvo un instante y sonrió pensativo. Luego sacó la pluma estilográfica del bolsillo y escribió en el exterior, con letras mayúsculas y a modo de remite, los nombres de Mauro Barbaresco y Domenico Tignanello.

Max ha perdido la noción del tiempo. Tras la oscuridad y el dolor, el interrogatorio y los continuos golpes, le sorprende que aún haya luz del exterior en la habitación cuando le retiran otra vez la toalla mojada de la cabeza. Ésta le duele mucho; tanto, que los ojos parecen a punto de salirse de las órbitas a cada latir desacompasado de la sangre en las sienes y el corazón. Sin embargo, hace rato que no lo golpean. Ahora escucha voces en ruso y percibe siluetas turbias mientras sus ojos tardan en acostumbrarse a la claridad. Cuando al fin logra enfocarlas con nitidez, descubre que hay un quinto hombre en la habitación: rubio, corpulento, con unos ojos azules acuosos que lo observan con curiosidad. El aspecto le parece familiar, aunque en su estado no consigue hilvanar los recuerdos ni las ideas. Al cabo de un momento, el hombre rubio hace un gesto de incredulidad y desaprobación. Después mueve la cabeza y cambia unas palabras con el hombre del bigote rojizo, que ya no está sentado en su silla sino en pie, y también mira a Max. Al del bigote no parece gustarle lo que oye, pues responde con irritación y gesto impaciente. Insiste el otro, y la discusión sube de tono. Al fin, el hombre rubio emite lo que parece una orden tajante y seca, y sale de la habitación en el instante mismo en que Max reconoce al gran maestro Mijaíl Sokolov.

El del bigote rojizo se ha acercado a Max. Lo estudia con ojo crítico, cual si evaluara los daños. No deben de parecerle excesivos, pues se encoge de hombros y dirige unas palabras malhumoradas a sus compañeros. Max se tensa de nuevo, esperando la toalla mojada y más golpes; pero nada de eso sucede. Lo que hace el del pelo lacio es traer un vaso de agua y acercarlo, brusco, a la boca del prisionero.

—Tienes mucha suerte —comenta el del bigote rojizo.

Bebe Max con avidez, derramando el agua. Después, con el líquido goteándole por el mentón y el pecho, mira al otro, que lo observa con aire sombrío.

—Eres un ladrón, un estafador y un indeseable con antecedentes policiales —dice el ruso, que acerca el rostro hasta casi rozar el de Max—. Hoy mismo, en su clínica del lago de Garda, tu jefe el doctor Hugentobler será informado de todo eso. También sabrá que te has estado pavoneando por Sorrento con su ropa, su dinero y su Rolls-Royce. Y aún más importante: la Unión Soviética no olvidará lo que has hecho. Vayas a donde vayas, procuraremos hacerte la vida difícil. Hasta que un día alguien llame a tu puerta para acabar lo que dejamos pendiente… Queremos que pienses en eso cada noche al dormirte y cada mañana al abrir los ojos.

Tras decir aquello, el del bigote rojizo hace una señal al de la chaqueta de piel negra, y en las manos de éste suena el chasquido de una navaja al abrirse. Aún aturdido, como si flotara en una nube de bruma, Max siente que cortan sus ataduras. Un hormigueo de dolor, que lo hace gemir por lo inesperado, traspasa sus brazos y piernas entumecidos.

—Ahora sal de aquí y busca un agujero bien hondo para esconderte, abuelo… Vivas lo que vivas, desde hoy eres un hombre acabado. Un hombre muerto.

13. El guante y el collar

Le ha costado llegar hasta allí. Antes de componerse la ropa con ademán instintivo y llamar a la puerta, Max se mira en un espejo del pasillo para comprobar los estragos visibles. Para establecer cuánto han progresado el dolor, la vejez y la muerte desde la última vez. Pero no hay nada extraordinario en su apariencia. No demasiado, al menos. La toalla mojada, observa en el espejo con una mezcla de amargura y alivio, ha cumplido su función: las únicas huellas en la palidez de su rostro son unos cercos violáceos de fatiga bajo los párpados inflamados. También los ojos se ven enrojecidos y febriles, con el blanco inyectado en sangre como si centenares de minúsculas venas hubiesen reventado en su interior. Lo peor, sin embargo, es lo que no está a la vista, concluye cuando da los últimos pasos hacia la habitación de Mecha Inzunza, deteniéndose para apoyar una mano en la pared mientras recobra el aliento: los hematomas en el pecho y el vientre; el pulso lento e irregular que lo fatiga, exigiendo en cada movimiento un esfuerzo supremo que sigue cubriéndolo de sudor frío, bajo la ropa cuyo roce lacera su piel dolorida; el malestar agudo que le entorpece el paso, y que sólo con esfuerzo de voluntad logró disimular, irguiéndose a duras penas, mientras cruzaba el vestíbulo del hotel. Y, sobre todo, el deseo intenso, irreprimible, de tumbarse en cualquier sitio, cerrar los ojos y dormir un sueño largo. Sumirse en la paz de un vacío apacible como la muerte.

—Dios mío… Max.

Ella está en la puerta de la habitación, mirándolo con asombro. La sonrisa que él se esfuerza en mantener no debe de tranquilizarla en absoluto, pues se apresura a tomar a Max por un brazo, sosteniéndolo pese a la débil negativa de él, que se esfuerza en dar los siguientes pasos sin ayuda.

—¿Qué ocurre? ¿Estás enfermo?… ¿Qué te pasa?

No responde. El camino hasta la cama se hace interminable, pues flaquean sus rodillas. Al fin se quita la chaqueta y se sienta sobre la colcha con inmenso consuelo, los brazos cruzados sobre el vientre, reprimiendo un gemido de dolor al doblar el cuerpo.

—¿Qué te han hecho? —comprende ella, al fin.

No recuerda haberse tumbado, pero así está ahora, boca arriba. Es Mecha la que ocupa el borde de la cama, una mano sobre la frente de él y otra tomándole el pulso mientras lo mira alarmada.

—Una conversación —logra decir Max al fin, con voz sofocada—. Sólo ha sido… una conversación.

—¿Con quién?

Encoge los hombros con indiferencia. La sonrisa que acompaña ese ademán se diluye, sin embargo, en su rostro crispado.

—Da igual con quién.

Extiende Mecha la mano hacia el teléfono que está en la mesilla.

—Voy a llamar a un médico.

—Déjate de médicos —le sujeta débilmente el brazo—. Sólo estoy muy cansado… Dentro de un rato estaré bien.

—¿Ha sido la policía? —la inquietud de ella no parece referirse sólo a la salud de Max—. ¿La gente de Sokolov?

—Nada de policía. De momento, todo queda en familia.

—¡Malditos! ¡Puercos!

Intenta él componer una sonrisa estoica, pero sólo alcanza una mueca maltrecha.

—Ponte en su lugar —los justifica—. Menuda jugarreta.

—¿Denunciarán el robo?

—No me dio esa impresión —se palpa con cautela el vientre dolorido—. En realidad, mis impresiones fueron otras.

Mecha lo mira como si no comprendiera. Al fin asiente mientras le acaricia dulcemente el despeinado pelo gris.

—¿Te llegó mi envío? —pregunta él.

—Claro que llegó. Está bien guardado.

Nada más fácil, se dice Max. Un inocente paquete en manos de Tiziano Spadaro a nombre de Mercedes Inzunza, llevado a la habitación por un botones. Viejas maneras de disponer las cosas. El arte de lo simple.

—¿Lo sabe tu hijo?… ¿Lo que he hecho?

—Prefiero esperar a que termine el duelo. Con Irina ya tiene preocupaciones de sobra.

—¿Qué hay de ella? ¿Sabe que la habéis descubierto?

—Todavía no. Y espero que tarde en sospecharlo.

Un espasmo doloroso, que llega de pronto, hace gemir a Max. Ella intenta desabotonarle la camisa húmeda de sudor.

—Déjame ver qué tienes ahí.

—Nada —se niega él, apartando las manos de la mujer.

—Dime qué te han hecho.

—Nada serio. Lo repito: sólo tuvimos una conversación.

El doble reflejo dorado lo contempla con tanta fijeza que Max casi puede observarse en él. Me gusta que ella me mire de ese modo, decide. Me gusta mucho. Sobre todo, hoy. Ahora.

—Ni una palabra, Mecha… No dije ni una palabra. No admití nada. Ni siquiera sobre mí mismo.

—Lo sé. Te conozco, Max… Lo sé.

—Quizá no lo creas, pero no me costó demasiado. Me daba igual, ¿comprendes?… Lo que me hicieran.

—Fuiste muy valiente.

—No era valor. Era sólo eso que digo. Indiferencia.

Respira hondo, intentando recobrar la energía perdida, aunque a cada inspiración le duela todo de un modo terrible. Se siente tan fatigado que podría dormir durante días. El pulso sigue latiendo irregular, como si su corazón se vaciara en ocasiones. Ella parece advertirlo, preocupada. Se levanta y trae un vaso de agua que él bebe a sorbos cortos, con precaución. El líquido le alivia la boca ardiente, pero duele al llegar al estómago.

—Deja que avise a un médico.

—Olvídate de médicos… Sólo necesito descansar. Dormir un poco.

—Claro —Mecha le acaricia el rostro—. Duérmete tranquilo.

—No puedo quedarme en el hotel. No sé qué ocurrirá… Aunque ellos no me denuncien directamente, tendré problemas. Tengo que volver a Villa Oriana y devolver la ropa, el coche… Todo.

Hace un movimiento inquieto para incorporarse, pero ella lo retiene con dulzura.

—No te preocupes. Descansa. Eso puede esperar unas horas. Iré a tu habitación y dejaré hecho el equipaje… ¿Tienes la llave?

—Está en mi chaqueta.

Le acerca otra vez el vaso y Max bebe un poco más, hasta que el malestar del estómago se vuelve insoportable. Después recuesta la cabeza, fatigado.

—Lo hice, Mecha.

Hay un vago orgullo en esas palabras. Ella lo advierte y sonríe con pensativa admiración.

—Sí, lo hiciste. Por Dios que sí. Impecablemente bien.

—Cuando sea oportuno, dile a tu hijo que fui yo.

—Se lo diré… No te quepa duda.

—Cuéntale que subí allí y les quité ese maldito libro. Ahora la muchacha y ese libro están empatados, ¿no?… Como decís en ajedrez, hacen tablas.

—Claro.

Sonríe él, esperanzado.

—Tal vez tu hijo llegue a ser campeón del mundo… Quizá entonces yo le caiga mejor.

—Estoy convencida de eso.

Se incorpora él un poco, tomándola por la muñeca con súbita ansiedad.

—Ahora puedes decírmelo. No es mío, ¿verdad?… No estás segura, al menos. De que lo sea.

—Duérmete, anda —ella lo hace recostarse de nuevo—. Viejo rufián. Maravilloso idiota.

Max descansa. Profundamente a ratos, en duermevela otros. A veces se sobresalta y gime desconcertado, al término de pesadillas inconexas y desprovistas de sentido. Hay un dolor físico y otro soñado que se superponen y mezclan, compitiendo en intensidad sin que sea fácil distinguir entre sensaciones reales e imaginarias. Cada vez que abre los ojos tarda en identificar el lugar donde se encuentra: la luz exterior se ha extinguido paulatinamente hasta difuminar los objetos de la habitación, y ahora sólo hay sombras. La mujer sigue a su lado, recostada en el cabecero de la cama sin deshacer: una sombra algo más clara que cuantas circundan a Max, el calor de su cuerpo cercano y la brasa de un cigarrillo.

—¿Cómo estás? —pregunta ella, al advertir que se ha movido y está despierto.

—Cansado. Pero me encuentro bien… Quedarme así, quieto, alivia mucho. Necesitaba dormir.

—Aún lo necesitas. Duérmete de nuevo. Yo vigilo.

Quiere mirar Max en torno, aún confuso. Intentando recordar cómo llegó allí.

—¿Qué pasa con mis cosas? ¿Con mi maleta?

—Está hecha. La traje. La tienes ahí, junto a la puerta.

Cierra él los ojos con alivio: el bienestar de quien, por el momento, no necesita hacerse cargo de situación alguna. Y al fin recuerda el resto.

—Tantos años como casillas del ajedrez, dijiste.

—Así es.

—No fue por tu hijo… No lo hice por él.

Mecha apaga el cigarrillo.

—No del todo, quieres decir.

—Sí. Puede que quiera decir eso.

Ella se ha movido un poco, apartándose del cabecero de la cama para acomodarse a su lado, más cerca.

—Aún no sé por qué empezaste esto —dice en voz muy baja.

La oscuridad vuelve la situación extraña, piensa él. Irreal. Nos diríamos en otro tiempo. En otro mundo. En otros cuerpos.

—¿Por qué vine al hotel, y todo lo demás?

—Eso es.

Sonríe Max, consciente de que ella no puede ver su cara.

—Quise ser otra vez el que era —responde con sencillez—. Sentirme como entonces… Entre los más absurdos de mis proyectos estaba la posibilidad de robarte de nuevo.

Ella parece asombrada. Y escéptica.

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