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Authors: Michael Bentine

El templario (36 page)

BOOK: El templario
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Saladino regresó a Damasco triunfante. Ahora su imperio se extendía de Egipto a la parte septentrional de Palestina. Sólo unas pocas plazas fuertes aisladas resistían el acoso del líder ayyubid, conquistador absoluto. La Ciudad Santa había sido reconquistada en una breve campaña, casi sin derramamiento de sangre. La Cúpula de la Piedra, la mezquita Al-Aqsa y todos los lugares sagrados de Jerusalén eran sometidos a una intensa limpieza y vueltos a consagrar por los imanes.

Con horror, Saladino se enteró de que muchos santuarios musulmanes habían sido profanados al ser usados como letrinas y, por supuesto, también la mezquita Al-Aqsa sufrió la violación causada por los templarios. La habían usado como cuartel general y como establo. Los hospitalarios no parecían estar implicados en aquella especie de profanación perversa, que era consecuencia del grado de fanatismo de un reducido número de grandes maestros templarios. Odó de Saint Amand, hombre colérico y resoluto, sin embargo no había sido culpable de esa suerte de vandalismo. Pero otros, como Gerard de Ridefort, habían fomentado esas actitudes viles hacia los «paganos idólatras».

Saladino llevaba tan sólo unos días en Damasco cuando invitó a sus huéspedes cristianos a reunirse con él en una diwan privada. Este término servía para describir cualquier reunión de personas notables, pero en este caso los únicos que estaban presentes eran Saladino, Maimónides y Abraham, como flamante astrólogo de la corte, la guardia personal de Saladino y sus invitados de honor, Simon y Belami.

En primer lugar les abrazó a todos, luego les agradeció formalmente el aguerrido rescate de la Señora de Siria. Cumplida la parte oficial de la diwan, Saladino abandonó el papel de sultán supremo de los sarracenos y asumió el que más le complacía representar: un anfitrión sincero y considerado de huéspedes de honor.

Les dijo a los templarios:

—Os vi en el campo de batalla. Sois valientes. Maimónides me dice que estáis completamente recuperados. Yo os rindo honores. Nosotros somos enemigos por la fuerza del destino; es decir, en lo que se refiere al encuentro en el campo de batalla. Confío que aquí, en mi reino, estas diferencias de opinión religiosa no interferirán en nuestra relación como anfitrión y huéspedes de honor, y espero que seréis también amigos míos. Olvidaros de que sois templarios y decidme de qué manera puedo serviros mejor. Vos, servidor Belami, sé que sois un famoso guerrero en vuestra Orden. Uno de nuestros comandantes de caballería, Taki-ed-Din, sobrino mío, quedó muy impresionado por la forma en que utilizasteis la caballería y la infantería en una combinación única. También observé a vuestra columna en acción. Fue una maravilla contemplarlo. ¿Fue idea vuestra esa maniobra tan original?

Belami sonrió, su recia figura manca, ataviada con una gallabieh blanca y burnous, contrastando con el líder sarraceno más alto y flaco, de nariz aguileña, que estaba de pie junto a él.

—No, señor, la maniobra se remonta a los romanos. Se dice que la ideó César Augusto.

—No obstante —repuso el sonriente sarraceno—, la utilizasteis bien. Os admiro por vuestra honestidad. Y vos, joven señor —agregó, dirigiéndose a Simon—, vi que usabais un arma desconocida para mí: un enorme arco que dispara largas flechas con una puntería mortal. ¿Cómo se llama?

—Arco largo, señor. Está fabricado con una madera muy flexible, llamada «tejo». Los galeses la han convertido en su arma más temible.

—¿Tenéis el arco aquí? —preguntó Saladino.

—¡No, señor! Lo perdí en los Cuernos de Hittin, junto con mi caballo, Pegaso.

—Es triste perder a un buen corcel. Os ruego que, con toda libertad, escojáis una buena montura de mis establos. Nuestros caballos árabes no son de huesos tan pesados como vuestros grandes caballos de guerra francos, pero nos sentimos orgullosos de ellos y son veloces como el viento.

La conversación se había vuelto tan distendida, que un observador habría tomado la diwan como una reunión entre amigos más que un encuentro cara a cara entre enemigos declarados; pero es que aquellos hombres eran excepcionales.

La cena fue, como es habitual en Arabia, un evento alegremente informal, en que muchos platos se servían en bandejas comunes de donde tanto el anfitrión como los invitados se servían ellos mismos. Sólo se usaban los dedos de la mano derecha para llevar la sazonada comida y su acompañamiento a base de arroz, de las grandes bandejas de cobre que humeaban sobre los braseros de carbón, a la boca de los comensales.

A menudo, el propio Saladino elegía un bocado selecto y lo ofrecía a alguno de sus invitados. A lo largo de la comida, se iban bebiendo copiosos tragos de agua de rosas y pequeñas tazas de té de menta, y Simon aprendió a eructar de satisfacción al término de cada plato.

—Os felicito a ambos por vuestro árabe excelente —dijo su anfitrión. Su sonrisa se volvió maliciosa—. Entiendo, servidor Belami, que vuestro vocabulario de blasfemias árabes es extenso. Abu-Maymun, con reverendo temor, escuchó que pronunciabais varias frases escogidas mientras sufríais el dolor de vuestras heridas.

Una risotada de Belami acogió el comentario de Saladino.

—Señor —dijo—, me sentiría muy honrado si me enseñarais algunas más. Veo que el árabe es una lengua magnífica para la poesía, para hacer el amor y para blasfemar.

Saladino rió. Su risa era una expresión tan franca de buen humor como la de Belami. En conjunto, fue una espléndida velada.

Durante la conversación, Abraham y Maimónides elogiaron la inteligencia de Simon, y el médico de Saladino pidió permiso para llevar a su joven paciente a conocer a Osama. A Saladino le brillaron los ojos.

—He ahí a un gran maestro. Tiene casi noventa años, pero sin embargo su mente aún se eleva como un águila. ¿Qué temas deseáis discutir con él?

Saladino miró a Simon con curiosidad.

—Más que discutir, lo que significa igualdad de conocimientos, deseo aprender de él. Me sentiría honrado si sólo pudiese escuchar.

Saladino se sonrío.

—Bien dicho, servidor Simon. Hay muchos asnos que rebuznan con el ánimo de impresionar a Osama con su saber. Él lo llama: «Brindarle el beneficio de su ignorancia».

Ambos rieron.

—¿Pero qué conocimientos buscáis en particular? —inquirió el jefe sarraceno.

Simon entró en el juego.

—La gnosis, señor.

Los ojos de Saladino adquirieron una expresión distante.

—Eso es lo que todos buscamos, mi joven amigo. Servidor o sultán, rico o pobre, la gnosis es la diadema en la corona del conocimiento.

Sus ojos recuperaron su penetrante mirada normal.

—La magia es la habilidad para convertir la fuerza de voluntad en acción, provocar un cambio en futuras circunstancias, mediante el ejercicio de la capacidad humana para concentrar la totalidad de sus pensamientos y convertir eso en efecto.

Sus ojos parecían fundirse en los de Simon.

—Algunos hombres pretenden hacer mal uso de ese conocimiento para obtener poder. ¿Qué motivos tenéis vos, Simon de Creçy para buscar la gnosis?

La respuesta de Simon fue clara y concisa:

—Ayudarme a obedecer la Voluntad de Dios, señor.

El rostro de Saladino se iluminó de gozo. Siendo básicamente un musulmán simple y devoto, el jefe sarraceno se sintió profundamente conmovido por aquella respuesta.

—Para eso debéis conocer a Osama. Saludo vuestra inteligencia, mi honrado e infiel amigo.

Lo que nadie sabía era que durante aquella memorable velada, Sitt-es-Sham estuvo escuchando todas y cada una de las palabras que pronunciaron su hermano y sus huéspedes. Ella había convencido a Simon de que lo que había pasado entre ellos era la Voluntad de Alá, una secreta maravilla que nadie más que ellos dos debía compartir. Lo que Simon había experimentado era el súmmum del amor humano, y ahora comprendía que se trataba de algo sagrado. Consideraba honestamente que no violaba el protocolo de su anfitrión, porque Simon cada vez estaba más convencido de que era medio árabe y primo de la princesa sarracena. Simon de Saint Amand creía que, mediante su amor por Sitt-es-Sham, había establecido contacto con su madre, la Señora de Tiberias, fallecida hacía largo tiempo.

Cuando le preguntó a Belami sin andarse con rodeos si aquél era el nombre de su madre, el veterano le respondió:

—No violo ningún juramento sagrado si te lo confirmo, Simon. En efecto, ése era el nombre de tu madre. Era una persona maravillosa y tu padre la adoraba. Me alegro de que por fin sepas quién era. Si hubiese vivido, habrías conocido el milagro del tierno amor de una madre. Sé que tu padre estaba dispuesto a abjurar del cristianismo para casarse como musulmán cuando ella falleció. ¿Cómo te enteraste?

—Por un milagro, Belami.

Simon le explicó lo que había sucedido.

—¡Inshallah! —exclamó el estupefacto veterano—. De Roubaix tenía razón, al decir que todo te sería revelado en Tierra Santa.

El encuentro de Simon con Osama quedó grabado para siempre en su memoria. El venerable sabio vivía en sus propias dependencias en la universidad. Allí, le cuidaban unos cuantos de sus devotos discípulos. La única incomodidad que el anciano filósofo sufría era la tendencia a tener frío. Aun durante el calor de la tarde, tenían que colocar braseros de carbón junto a él.

Cuando el sueño le eludía, cosa que ocurría a menudo, Osama analizaba oscuros puntos de la teología y la filosofía con un pequeño grupo de «trasnochadores» que preferían estudiar con él por la noche.

Sus razonamientos eran impecables, y sus conocimientos, profundos. Luminosos y hundidos, en parte debido a la edad y en parte a sus muchos años de estudio, el rasgo más sobresaliente de sus facciones eran los ojos. Protegidos por los pesados párpados y las espesas cejas blancas, en el fondo castaño oscuro de ellos parecía brillar una luz interior.

Simon sólo había visto algo similar en la extraña piedra del hermano Ambrose y en los ojos con puntitos dorados de lady Elvira. En el caso de Osama, el efecto era doblemente impresionante porque los ojos brillaban en un rostro que irradiaba sabiduría. Desde su amplia frente, coronada por el simple turbante blanco, hasta la larga barba gris plateada de profeta, las ascéticas facciones de Osama imponían respeto e inspiraban devoción. Simon experimentó una sensación de temor en cuanto se encontró ante el sabio, y fue en aumento con cada sesión que pasaron juntos. Cuando Osama hablaba, su dulce voz era vibrante con una sorprendente energía.

—Saladino, nuestro gran jefe y mi ex discípulo, me ha pedido que tú, Simon de Creçy, recibas un trato especial como estudiante único y no formando parte de un grupo. Así será. ¿Puedo preguntarte qué quieres que te enseñe, sí puedo?

Una ligera sonrisa flotaba en torno a los labios del sabio.

—Honorable señor, soy un inepto estudiante que sólo ha asimilado unos pocos rudimentos básicos del saber, pero sé que podéis clarificar muchos puntos y llenar muchas lagunas en mis conocimientos.

—Sin duda que lo intentaré. Me gusta tu honesta humildad. Me hace recordar a un gran maestro de tu Orden que conocí en Damasco. Se llamaba Odó de Saint Amand, y Saladino también le honró por haber rehusado a ser rescatado o a tomar juramento de no proseguir la lucha contra el islam.

«Evidentemente era un hombre notable. Maimónides y yo le atendimos cuando contrajo una severa fiebre, pero, ¡ay!, falleció. ¡Ah, sí! Son tus ojos los que me lo recuerdan. Extrañas son las vueltas del Destino, pues tus ojos me recuerdan también a otra persona, la Señora de Tiberias que murió de parto hace muchos años. ¿Es posible que estés emparentado con Saint Amand?

—Era mi padre, señor.

Simon consideró que no violaba su sagrado juramento, pues presintió que Osama ya conocía su linaje, quizá porque le leía el pensamiento o mediante una posible conversación con Maimónides y Abraham, ambos íntimos amigos del filósofo.

Osama siguió hablando sin hacer ningún otro comentario sobre la paternidad de Simon.

—Es poco usual que un infiel sea discípulo mío, pero Odó de Saint Amand también vino a mi altamente recomendado por Saladino. Demostró ser un inteligente discípulo. Aún lamento su pérdida.

La mente de Simon era un torbellino con todas aquellas extraordinarias coincidencias. Sobre todo, el hecho de que sus padres tuviesen el mismo color de sus ojos le fascinaba, en especial porque antes hubiera esperado que su madre, al ser sarracena, tuviese ojos castaños. Ello era un simple ejemplo de los extraños juegos del Destino.

—¿Puedo preguntaros, señor, si podéis ayudarme a comprender algo de la gnosis? Abraham-ben-Isaac y Maimónides me han proporcionado una idea básica de su estructura.

—Sé poco más que ellos al respecto —repuso el sabio, modestamente—, pero puedo intentar explicar lo que creo que es la verdad, ¡hasta donde Alá me ha iluminado!

«Debes saber, Simon, que existen dos fuerzas opuestas en acción dentro de ti y de toda la humanidad, como un microscópico reflejo de todas las cosas. Cuando decimos: «Como arriba, así abajo», e inversamente: «Como abajo, así arriba», tratamos de encerrar lo incognoscible dentro de los límites finitos de nuestro limitado pensamiento.

«Los gnósticos denominamos a esas fuerzas, que son positiva y negativa, Ormudz y Ahriman, o, como las llaman en Catay, el Yin y el Yang. El Yang es de la Luz, y el Yin, de las Tinieblas. Uno se introduce en el otro como lo masculino y lo femenino. Para visualizarlo, debes imaginarte un círculo que contiene idénticas zonas blancas y negras; no biseccionadas, sino con la misma zona de cada color.

Osama dibujó un diagrama en la blanca arena que llenaba un enorme cuenco llano de bronce frente a él.

El filósofo continuó:

—Éste pues es el plan de tu alma, el real tú. En parte luz, en parte oscuridad; en parte positivo, en parte negativo; mitad bueno, mitad malo. El camino del gnosticismo se denomina la Gran Obra, pues es el sendero del alquimista. Éste debe aprender a destilar esta mezcla idéntica hasta lograr refinar toda la escoria para convertirla en oro puro. Estoy seguro de que ya aprendiste este principio de labios de Abraham y de Abu-ibn-Maymun, como le conocemos nosotros.

Simon asintió con la cabeza.

Osama hizo una pausa y luego siguió diciendo:

—La gnosis es la suma total del conocimiento. Por su misma naturaleza es incognoscible excepto para Dios, Alá, Adonai, Ainsoph o el nombre que tu religión da al principio de todas las cosas.

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