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Authors: Michael Bentine

El templario (40 page)

BOOK: El templario
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Una segunda oleada de la caballería franca chocó contra las fuerzas sarracenas y abatió a muchos de los lanceros de Taki-ed-Din Pero, una vez más, los sarracenos abrieron sus filas y el principal impacto de la segunda oleada de los cruzados también se perdió en el espacio vacío.

Esta vez, el grupo disperso de caballeros cristianos siguió valle arriba con De Ridefort a la cabeza. Rápidamente se convirtieron en una multitud desorganizada.

Las divisiones tercera y cuarta de la caballería pesada se abrieron paso a golpe de lanza a través de las fuerzas sarracenas dispuestas en forma de media luna, y encontraron resistencia suficiente como para dispersar a la caballería pesada de los paganos.

Belami y Simon condujeron a sus columnas volantes directamente a través de los desmoralizados sarracenos, mientras los arqueros montados en la grupa de los caballos disparaban fuertemente sobre los sorprendidos escaramuzadores musulmanes. Muchos de ellos caían chillando, para encontrar la muerte bajo las patas de los corceles de guerra francos.

Los arqueros desmontaban para volver a armar los arcos y a pie, disparaban una segunda andanada de flechas, que dejaron vacías más sillas sarracenas.

La fuerza de los cruzados siguió avanzando por la llanura hacia la posición de Saladino en la meseta alta, donde se hallaba apostado el grueso del ejército sarraceno. El sultán apenas tuvo tiempo de organizar un contraataque. Los jinetes sarracenos aparecieron entre las tiendas y se precipitaron sobre las filas de los caballeros cristianos que llegaban arrasándolo todo. Lo que siguió fue una batalla campal.

El combate no tardó en desintegrarse en una serie de peleas entre pequeños grupos de jinetes contrarios que se atacaban con la espada, el hacha de combate, la cimitarra y la maza. El golpeteo de las hachas contra los escudos, el chocar de las hojas de acero y el sordo crujido de huesos al quebrarse, cuando las mazas encontraban su objetivo, se contraponían con los gritos de combate de cristianos y paganos, y con los gritos de muerte de los aguerridos soldados. Miembros, manos y cabezas cercenados caían al suelo como los desechos de un horrible matadero.

El frenético relinchar de los caballos y sus agudos gemidos al ser destripados por lanzas enemigas o al recibir una herida de alguna espada cristiana o sarracena, que buscaba derribar a su rival, se elevaban en un horrendo coro de agónicas voces animales para unirse al escalofriante holocausto humano. Aquello era una hecatombe, un infierno de sufrimiento y de terror, todo en nombre de Dios.

Belami y Simon conducían a sus columnas en ayuda de los pequeños grupos de aquellos caballeros acosados, para llevarles alivio inmediato al abrirse paso entre la masa de escaramuzadores y arqueros sarracenos que les rodeaba.

Todo el tiempo, De Lusignan iba perdiendo terreno palmo a palmo, en una retirada ordenada hacia el campamento de las afueras de Acre. El ataque se había convertido ahora en una acción defensiva de retaguardia.

Sin embargo, a diferencia de la batalla de Hittin, esta vez los cruzados tenían buena provisión de agua y, por lo tanto, sus tropas no fueron desastrosamente diezmadas por la sed. A pesar de todo, unos cinco mil cristianos cayeron ante el contraataque de Saladino o fueron capturados por los escaramuzadores. El sultán perdió la mitad de ese número de soldados, incluyendo a ciento cincuenta mamelucos reales y dos emires mayores, rango equivalente a los altos comandantes cristianos.

No obstante, no fue una victoria decisiva para ninguno de ambos bandos. De Ridefort, el Gran Maestro templario, murió en medio de la batalla. Alguien dijo que a manos del propio Saladino, como represalia por la violación de la palabra de honor que le había dado al sultán, y que le había valido la libertad de manos de sus captores sarracenos.

—¡Que Dios se apiade de su alma! —exclamó Belami—. Ha pagado por su parte de culpa en la matanza de Hittin.

Los servidores templarios habían combatido hasta que se vieron obligados a seguir al ejército en retirada del rey Guy; aun entonces, siguieron efectuando cargas de caballería para evitar que los arqueros montados sarracenos atacaran a la retaguardia de los cruzados.

Cuando por fin el vapuleado ejército cristiano logró volver a sus trincheras estaba exhausto, pero la poderosa fuerza que el rey Guy dejó atrás surgió de repente para abatir a los sarracenos, que habían utilizado sus últimas flechas contra los cruzados en retirada.

—No fue un resonante éxito —murmuró Belami, con sarcasmo, mientras cubría su magullado y dolorido cuerpo con las mantas—. Pero hicimos sangrar a los sarracenos por la nariz. Al menos eso fue mejor que quedarse sentado detrás de las murallas de Acre, estando mano sobre mano y muriéndonos de hambre. ¿Eh, Simon?

El joven servidor no respondió. Ya estaba profundamente dormido.

Una semana más tarde, un mariscal templario llamado Robert de Sablé fue investido como nuevo Gran Maestro. Belami aprobó con entusiasmo la elección.

—He aquí por fin a otro Arnold de Toroga. Este caballero, Simon, era uno de los hombres de tu padre. Es inteligente y de ahora en adelante tendrá una gran influencia en nuestra suerte.

—¿Serviste bajo sus órdenes, Belami? —inquirió Simon, con curiosidad.

—No directamente, pero el viejo D’Arlan juró junto a él. Había salido de patrulla con él muchas veces y también estuvo bajo sus órdenes en Krak des Chevaliers. Es un duro y resuelto comandante, pero, gracias a Dios, no es temerario. Tengo interés en saber qué hará con nosotros.

Belami no tuvo que esperar mucho para saberlo. Poco después, el nuevo Gran Maestro mandó a llamar a él y a Simon. Robert de Sablé era un fornido caballero, de pecho ancho y cuerpo recio. Su rostro enérgico y surcado de arrugas lo decía todo sobre él. Desde sus claros ojos castaños hasta el firme trazo de su boca de lirios labios, era el vivo retrato del hombre luchador y tenaz. Sin embargo, se advertían indicios de humo y compasión en sus marcadas facciones, y alrededor de los ojos podían apreciarse las patas de gallo de la persona que sonríe a menudo. Esencialmente, era la cara de un hombre bondadoso.

Era un Gran Maestro templario a quien uno seguiría hasta la boca del infierno si fuera necesario. Cuando sus servidores le saludaron, De Sablé aceptó alegremente sus respetos. Aquel no era el Gran Maestro del Temple con el tradicional rostro adusto, arrogantemente seguro de su Derecho Divino a conducir a la Orden a la guerra. Aquel monje guerrero era un soldado de soldados. A Simon no le sorprendió saber más adelante que De Sablé había sido en una época servidor dentro de la Orden. Un título de caballero por méritos en el campo de batalla conferido por Odó de Saint Amand le había elevado de los rangos inferiores.

—Tomó los votos de pobreza y de celibato ante el Gran Capítulo en Jerusalén, poco después de que Saladino capturara a tu padre —le explicó Belami a Simon.

Sin embargo, el veterano estaba seguro de que De Sablé no sabía nada acerca del linaje de Simon. El motivo por el cual su nuevo comandante les había mandando llamar no tardó en tornarse evidente.

—Os felicito por vuestras tácticas, servidor Belami —dijo—. El servidor D’Arlan, que Dios acoja su alma, me contó sus hazañas en vuestra compañía bajo las órdenes de Saint Amand. Tengo entendido que os reponíais de graves heridas cuando yo me uní a Odó de Saint Amand. De modo que los avatares de la guerra han dispuesto que hasta el momento presente no sirviéramos juntos. Contadme cuanto sepáis sobre Saladino. Ambos sois unas fuentes invalorables de información respecto de ese personaje.

Los templarios dieron a su nuevo Gran Maestro hasta el más pequeño detalle de la información que poseían. Ninguno de los dos pensó que estaba traicionando la confianza de Saladino, porque no habían formulado ningún juramento de no agresión ni de lealtad al supremo sultán. Por lo tanto, no se guardaron nada.

Al cabo de dos horas de escucharles, Robert de Sablé, que hasta entonces había permanecido callado salvo para formular una que otra pregunta pertinente, les saludó.

—No hay duda de que habéis vivido aventuras extraordinarias —dijo—. Mis respetos, hermanos.

El Gran Maestro utilizó un término que los caballeros templarios raras veces empleaban al dirigirse a los servidores de la Orden. También sonrió francamente, lo que significaba un cambio favorable con respecto a la actitud del anterior Gran Maestro para con ellos.

—Tengo la intención de encargaros una delicada misión —dijo—. Debéis guardar silencio sobre el particular, porque ya hay demasiadas intrigas en este campo impío.

Los servidores asintieron con la cabeza. El comandante templario prosiguió:

El rey Ricardo de Inglaterra y una considerable fuerza se ha dejado persuadir para unirse con Louis, el margrave de Turingia, y Enrique, conde de Champagne, con el fin de formar una tercera Cruzada contra Saladino.

Involuntariamente, los servidores dieron un respingo. De Sablé sonrió.

—Además, Federico Barbaroja, el consagrado emperador romano, ha reunido un ejército de más de doscientos mil hombres y pretende marchar sobre ultramar desde el norte.

Belami le interrumpió, con el mayor respeto.

—Pero, honorable Gran Maestro, el gran «Barba roja» ya es un anciano. Debe de tener cerca de ochenta años.

De Sablé se sonrió ante la descripción que el veterano hizo del emperador romano.

—Eso es indudablemente cierto, pero, Dios mediante, realizará el peregrinaje. Aún es un temible emperador guerrero, merecedor de empuñar la Sagrada Lanza de Carlomagno.

Los tres hombres se santiguaron, pues se creía que, al igual que la Vera Cruz, la Lanza de Carlomagno, el primer emperador romano, era una reliquia sagrada. Se decía que se trataba de la lanza auténtica que había perforado el costado de Jesús en la Cruz.

De Sablé siguió diciendo:

—Un ejército tan grande tendrá muchos problemas. Se espera que el rey Ricardo llegue a Sicilia en cualquier momento. Primero tenía que resolver algunos asuntos de menor importancia en Francia, pero el rey Luis es ahora su aliado y también tiene la intención de «coger la Cruz».

Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran su efecto.

—Yo quiero embarcarme aquí e ir al encuentro del rey Ricardo en Chipre, donde, al parecer, piensa crear su base en el Mediterráneo, con o sin el permiso del tirano Isaac Ducas Comnenus.

—Pero nosotros somos sólo servidores, señor —señaló Belami.

—Sois más que eso, hermanos. Habéis luchado junto a nuestros más hábiles hombres de armas en los campos de batalla de ultramar. Además, ambos conocéis a Saladino y tenéis una idea cabal de cómo funciona su mente en acción.

Belami asintió con la cabeza, y De Sablé prosiguió:

—El rey Ricardo aprecia a los buenos guerreros. En especial, a los tácticos como vosotros, diestros en los combates con la caballería y en la clase de batallas de acción rápida que a los ingleses tanto les gusta dirigir. Por eso os envió primero, como muestra de mi respeto, para actuar como una guardia personal contra los ataques de cualquiera, enemigo o supuesto amigo. ¡Pero en especial, en vista de vuestras experiencias personales, para proteger a Corazón de León contra los Asesinos de Sinan-al-Raschid!

Simon estaba confundido.

—¿Pero por qué, honorable Gran Maestro, los Asesinos querrían quitarle la vida al rey Ricardo?

Su nuevo comandante le observó con astuta expresión.

—Porque al Hashashijyun se le puede comprar, y es posible que Conrad de Montferrat tenga el corazón puesto en la corona de Jerusalén. Nuestra reina Sibila y sus dos hijos están gravemente enfermos. Su médico me dice que no confía en que viva y sus hijos tampoco, pobrecillos. Tienen la fiebre de Arnaldia. Eso puede significar que de Montferrat intentará casarse con Isabella, la última del linaje de Balduino, y luego ceñirse la corona de Jerusalén.

—Pero si ya es la esposa de Homfroi de Toron —exclamó Simon.

—¡Cierto! —repuso De Sablé—. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¡Recordad! Esto es ultramar, la Tierra Santa, donde pueden ocurrir todas las cosas profanas.

Vaciló un instante y, luego, cuando hubo meditado sus palabras, siguió diciendo:

—Os encomiendo una misión excepcionalmente difícil. Tendréis que proteger al rey inglés a cualquier costo, vuestras vidas incluidas. ¿Entendéis?

Ambos asintieron gravemente.

—Sin duda nos embarcaremos en nuevas batallas contra Saladino. Al menos eso servirá para que los cruzados no piensen en sus estómagos vacíos. Pero quiero que permanezcáis al margen de esas contiendas hasta que os mande llamar para llevar a cabo esta misión. Comprendo que es una orden extraña, que un Gran Maestro diga a sus servidores que no luchen, pero creo conoceros y he decidido que sois los hombres ideales para esta misión. De manera que no intervengáis. ¡Es una orden!

El Gran Maestro dio un paso adelante y les abrazó afectuosamente. Luego, se arrodillaron los tres y rogaron por el feliz resultado de la tarea que enfrentaban.

Al salir, Simon dijo:

—Belami, una vez me dijiste que sólo uno que haya sido armado caballero podía ser hermano templario. Sin embargo, ahora me dices que nuestro nuevo Gran Maestro era un servidor templario, como nosotros.

Belami soltó una risita.

—De Sablé era el hijo menor de una familia feudal, tan sin blanca como pensábamos que lo era Pierre de Montjoie. Pero tu padre descubrió que De Sablé era quien seguía a su hermano mayor por el título, si éste moría, y se sirvió de ese argumento ante el Gran Capítulo del Templo en Jerusalén. Tu padre sentía un gran respeto por los dones del joven servidor y convenció al rey Almaric para que le armara caballero en el campo de batalla. Ése es un raro honor, sin duda, pero para que nuestra Orden dé semejante espaldarazo, primero deben conocerse todos los antecedentes de la familia de quien tiene que recibir esos honores. En tu caso, eso es imposible, dentro de la Orden.

«Sin embargo, muchos jóvenes francos, cuyo pasado también estaba envuelto en el misterio, han sido armados caballeros fuera de la Orden y posteriormente se han convertido en caballeros templarios o en un Donat.

Simon lanzó un suspiro, y Belami se sonrió.

—Quizá el rey Ricardo Corazón de León será quien te eleve al rango de caballero de la orden de Caballería. ¿Quién sabe?

Pero aún tenían muchos meses de fatigas y penalidades por delante hasta la próxima cita de Simon con el destino.

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