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Authors: Michael Bentine

El templario (43 page)

BOOK: El templario
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—Por pura casualidad, os lo aseguro, majestad —dijo Belami—. Pero desde que Odó de Saint Amand, uno de nuestros más aguerridos grandes maestros, intentó eliminar esa secta asesina de hechiceros satánicos, los templarios a menudo han sido elegidos como blanco de los criminales de Sinan-al-Raschid.

—Y el sultán Saladino también —agregó Simon—. El estaría satisfecho de ver el fin del Viejo de la Montaña y sus asesinos. Tres veces, los miembros de la secta trataron de matar a Saladino, y, por casualidad, yo fui capaz de prever el último atentado.

Corazón de León parecía pensativo.

—Este podría ser un motivo para una alianza —dijo—. Seguramente que, uniendo las fuerzas de los cristianos y los musulmanes, podríamos borrar a este loco y a sus asesinos de la capa de la tierra. Parece ser una plaga que asola la tierra de ultramar. Sin embargo, primero tenemos que recuperar Acre y luego demostrar mediante la fuerza de las armas que somos dignos adversarios del sultán Saladino.

«Después, podremos conferenciar honorablemente por la paz y, quizá, si Dios quiere, uniremos nuestras fuerzas y destruiremos a las fuerzas satánicas de esos Asesinos.

Recorrieron al trote la última milla hasta Mategriffon y, retirándose a sus aposentos, el monarca, los nobles y los dos servidores templarios durmieron hasta el amanecer.

En el profundo sueño de la conciencia limpia, Simon de nuevo se encontró planeando sobre su cuerpo físico, y sus necesidades inconscientes le llevaron hacia el hogar de su tutor, en De Creçy Manor, en Normandía.

El cuerpo sutil de Simon llegó a los terrenos familiares de su hogar de la infancia, donde encontró a su familiar sustituto durmiendo en una recámara.

De inmediato se dio cuenta de que no estaba todo bien. Su tío Raoul yacía bajo un pesado cubrecama de piel, con la blanca cabellera empapada en sudor, que también cubría su rostro insólitamente demacrado, devorado por la fiebre.

Simon comprendió en seguida que su tutor estaba agonizando. De vuelta en Mategriffon, su ser físico lloró desconsoladamente. No se trataba de una pesadilla sino de un doloroso hecho real.

Junto al lecho del enfermo caballero, Bernard de Roubaix estaba callado, medio adormilado, velando solitario durante la larga noche.

De pronto, los ojos del moribundo se iluminaron con una luz interior. Raoul de Creçy advirtió la presencia de Simon en la estancia. La exclamación de alegría mientras se incorporaba en la cama alertó a su compañero, que se inclinó hacia adelante para sostener a su agonizante amigo y enjugar la frente cubierta de sudor.

Los ojos de Raoul de Creçy resplandecían de amor al ver a Simon de pie junto al lecho.

—¡Hijo mío! —exclamó—. ¡Mi querido hijo!

Su dulce sonrisa se transformó de repente en el rictus de la muerte, y el aguerrido anciano cayó hacia atrás en los brazos de su fiel amigo, al tiempo que su valiente espíritu abandonaba el cuerpo.

El alma de Simon exhaló un fuerte sollozo de amor y de dolor, e, involuntariamente, volvió a entrar en su cuerpo físico, que yacía a un mundo de distancia, en Chipre.

Se despertó, gimiendo por el dolor de su pena y llorando incontroladamente. Belami, alertado por los fuertes sollozos provenientes de la cama de Simon, estaba arrodillado junto a su amigo y le sostenía en sus brazos.

Cuando Simon pudo hablar, dijo con voz entrecortada:

—Vi morir al tío Raoul, y no pude hacer nada para ayudarle, ni tampoco pudo el tío Bernard. Sin embargo, sé que Raoul me vio antes de expirar. Su cara estaba radiante de gozo. Habló y luego falleció en brazos de Bernard de Roubaix.

—¿Qué es lo que dijo, Simon? —preguntó Belami, afablemente.

—«Hijo mío. ¡Mi querido hijo!» Eso es todo.

De nuevo Simon se puso a llorar desconsoladamente.

—Durante todos los años que estuviste con él, Simon, fue para ti un padre, una madre, un maestro y un amigo. ¿Qué otro hombre, incluyendo a tu propio padre, tenía más derecho a pronunciar esas palabras?

También Belami estaba llorando.

Al amanecer, las velas de la pequeña flota del rey Guy de Lusignan flamearon bajo el resplandor anaranjado de la luz del alba, al tiempo que entraban en la bahía de Limassol y echaban anclas junto a la flota inglesa.

¡Las águilas se estaban congregando! La llegada de los cruzados de Tiro y Acre coincidió con la boda del rey Ricardo con la princesa Berengaria. La ceremonia tuvo lugar en una iglesia románica de Limassol.

Se caracterizó por una austera pompa a causa de la presencia de los numerosos Caballeros de la Cruz. La ceremonia religiosa estuvo a cargo del obispo de Evreux, a quien tanto Simon como Belami conocían a raíz de la visita que habían efectuado a la iglesia de los templarios en Gisors.

El obispo era un místico que a menudo anduvo por los caminos con el tío Raoul de Simon. Hombre verdaderamente santo, que prestaba su apoyo a la nueva Cruzada con una profunda convicción, su presencia en la boda real resultaba alentadora. Belami no era partidario de los rituales exóticos y encontró la ceremonia excesivamente larga. Fue el resultado normal de la sensación que causaba el sacerdote oficiante, pues no era habitual que un obispo tuviese a su cargo el servicio religioso en una boda real. Normalmente, era función de un arzobispo.

Simon no recordaba nada de la ceremonia real, pues el templario sólo tenía ojos para la dama de honor de la princesa Berengaria. En realidad, Berenice de Montjoie causó una profunda impresión en todos los jóvenes enamoradizos que se apretujaban en la abarrotada iglesia.

La reina Berengaria, en que se convirtió automáticamente cuando el rey Ricardo le colocó en el dedo la alianza de bodas, era una novia de una gracia notable. Pero la menuda Berenice, rubia como la miel, con su belleza inconstante, llenaba los ojos de Simon con la admiración maravillada del amor naciente.

Con María de Nofrenoy, sus deseos juveniles se habían despertado para llegar a un éxtasis de frustración. Con Sitt-es-Sham, Simon conoció la plenitud del amor físico, en respuesta al afecto altruista de la bella sarracena.

Pero con lady Berenice de Montjoie, el ser entero del joven normando vibraba al son de la flauta del gran dios Pan.

La iglesia de Limassol se levantaba sobre un antiguo asentamiento pagano, un bosquecillo sagrado dedicado al dios cornudo, y el corazón de Simon dio un salto en el pecho en tanto la Madre Tierra sonreía ante las dos bellas criaturas, mientras el Wouivre local se desperezaba satisfecho en su prolongado sueño.

Belami advirtió la atención fascinada que Simon prestaba a Berenice de Montjoie a cada uno de sus movimientos y se sonrió con complacencia.

«Las cosas funcionarán espléndidamente —pensaba, y luego se dijo cautamente—: con la bendición de Dios, por supuesto, y si es deseo de nuestra Santa Virgen.»

Y se santiguó.

Después de la ceremonia vino el fastuoso banquete de bodas, que de nuevo planteó un considerable problema a los desnutridos cruzados, cuya campaña invernal les había dejado casi en estado de inanición y no eran capaces de dar cuenta de la interminable serie de platos de suculenta comida.

Por cortesía hacia el monarca inglés, que era un insaciable comensal, el rey Guy de Lusignan, Geoffrey, su hermano, Bohemundo de Antioquía y su hijo Raimundo, Homfroi de Toron y Robert de Sablé bregaban virilmente para probar cada uno de los exóticos platos. Todos ellos terminaron en el exterior de Mategriffon, tratando de vomitar discretamente.

La reina Berengaria, fatigada por los interminables brindis de lealtad y ansiando cumplir con sus deberes como flamante esposa de Ricardo, se retiró temprano con el fin de prepararse para el lecho nupcial, pero su esposo siguió obrando de enérgico anfitrión del banquete de bodas hasta que el protocolo le obligó, por fin, a dirigirse a la alcoba nupcial.

A pesar de las habituales insinuaciones impúdicas y las miradas elocuentes intercambiadas ante la lujuriosa apostura del gigantesco rey inglés, la noche de bodas no fue un éxito, sino más bien un fracaso.

Los dos servidores templarios fueron designados por el propio monarca para vigilar la cámara real y ambos se apostaron a cada lado de la doble puerta para evitar que nadie se acercara hasta que el rey y la reina pidieran su desayuno de bodas.

Por los sonoros ronquidos masculinos que se oyeron poco después que la pareja real se retirara a sus aposentos y el ahogado llanto de la joven reina, Belami juzgó que la ocasión no había redundado en un resonante éxito.

Ello fue confirmado por la súbita aparición del rey poco después de la salida del sol, cuando toda la corte y sus distinguidos invitados aún estaban durmiendo bajo los efectos del fastuoso banquete de bodas.

El monarca ordenó a Belami que no dejara entrar a nadie en la cámara nupcial, salvo a lady Berenice de Montjoie, y luego pidió a Simon que le acompañara.

Sin armadura, y ataviado solamente con una ligera túnica, Ricardo Plantagenet recorrió a buen paso los pasillos de madera del castillo Mategriffon. Simon tenía dificultades para mantenerse a su altura, cuando, atravesando la playa entre un remolino de arena, el rey se zambulló en las frías aguas matinales del Mediterráneo.

Mientras Simon montaba guardia, el monarca inglés retozaba en el agua, sonriendo como un escolar haciendo novillos. Raro comienzo para una luna de miel real.

Mientras el sol se elevaba en el cielo, las velas del resto de la flota inglesa, demorada a causa de la tormenta, asomaron finalmente en el horizonte, rodeando la punta del cabo Gata.

A las cuarenta y ocho horas de su llegada, el rey Ricardo abandonaba a su flamante esposa. A bordo de su nave, dividió la flota en dos y despachó a los barcos en dirección opuesta en torno a la isla de Chipre, dispuesto a aplastar al autoerigido emperador, Isaac Ducas Comnenus, entre las fauces de sus dos flotas.

Para Corazón de León, la luna de miel podía esperar. Primero, tenía que demostrar a los cruzados visitantes de qué estaba hecho un monarca inglés.

19
LA TERCERA CRUZADA

Los cuatro días siguientes al 8 de mayo, en que la flota del rey Ricardo llegó al puerto de Limassol, cambiaron la situación en Chipre.

Por más de una década, Isaac Comnenus había ejercido su poder sobre la isla. Pero desde la llegada tormentosa de Berengaria, sus días estuvieron contados.

El tirano confiaba grandemente en su sistema de defensas estáticas, y sus cuatro poderosos castillos dominaban el norte de Chipre. Éstos estaban situados en Kantara, St. Hilarión, Kyrenia y Buffavento, donde ofrecían a Comnenus la ilusión de seguridad. En Kyrenia, la plaza fuerte de macizas murallas, había sido construido para resistir a un ejército, y él instaló a su esposa e hijos allí creyendo que era inexpugnable.

Si el autoerigido «emperador» lo hubiese comandado en persona, podría haber resistido un largo sitio, pero su ejército se hallaba dividido en pequeños grupos para tratar de hacer frente a los numerosos ataques lanzados desde el mar contra sus bastiones. Los ataques provenían de las flotas de Ricardo, que aparecían en lados opuestos de la isla, así como de las fuerzas terrestres del rey, que parecían atacar por todas partes.

Corazón de León desplegaba una serie de acciones con gran rapidez, del mismo modo que dirigía sus partidas de caza. Una vez que se tenía a la vista el objetivo, no se producía ni un segundo de vacilación. Adelante iba el monarca, alentando a gritos a sus hombres como si persiguiese un venado real, que en cierto modo era lo que Isaac Comnenus demostró ser.

Era realmente veloz cuando de huir se trataba, y difícilmente esperaba el primer choque de armas para poner pies en polvorosa, y buscar refugio en una u otra de sus fortalezas, hasta que se veía obligado de nuevo a salir.

Después de su intento inicial de batir el ejército de tierra del rey inglés en la batalla de Trimethus, breve pero violenta, Isaac siguió en retirada, buscando refugio de una montaña a otra. Estaba completamente desmoralizado, sobre todo cuando el rey Guy de Lusignan tomó el mando del ejército de Corazón de León y atacó el castillo de Kyrenia, mientras el rey Ricardo quedaba temporariamente postrado por la fiebre.

El cruzado encontró poca resistencia de parte de la guarnición, que desertó en masa, y capturó a la así llamada emperatriz y su hijo. El rey Guy luego fue a sitiar St. Hilarión y Buffavento.

Simon y Belami combatieron junto al monarca inglés en Trimethus, y tuvieron grandes dificultades para mantenerse a la altura de Corazón de León, cuyo frenesí le llevaba a luchar dondequiera que el combate era más violento.

Descargando duros golpes con su hacha danesa de doble hoja, el rey Ricardo abrió un sendero cubierto de sangre a través de la masa de recios guerreros de Isaac Comnenus. Parecía olvidarse de tomar las precauciones necesarias de protección personal, confiando sólo en la velocidad y la fuerza de su hacha mortífera mientras se abría paso entre las filas enemigas. Con la habilidad de un maestro jardinero, Corazón de León cercenaba los miembros de los integrantes de la guardia personal del emperador, como si podase cimelos. Junto a él, los templarios buscaban alcanzar la bandera de batalla de los enemigos. Fue la propia mano del rey Ricardo la que la cogió, cuando una de las flechas de una yarda de Simon abatía al portaestandarte del emperador.

En un instante, la batalla terminó, cuando el resto del ejército de Isaac Comnenus vio flamear su estandarte en la mano izquierda del monarca inglés. Dieron media vuelta y emprendieron la huida, cada jinete vociferante atropellando a su propia infantería, en la frenética ansia por escapar.

En cuanto al tirano, se dirigía al norte tan velozmente como su sudoroso caballo de batalla podía galopar. El resto de la batalla fue igualmente afrentoso para el emperador. A ninguno de los isleños le importaba si vivía o moría, y al cabo de sólo unos pocos días, a fines de mayo, Isaac Comnenus se rendía incondicionalmente.

Por un capricho del monarca inglés, el tirano fue cargado de cadenas de plata y obligado a formular un juramento de lealtad a Corazón de León, mientras al mismo tiempo, «cogía la Cruz».

Así, de un solo golpe, el rey Ricardo capturó Chipre y obtuvo valiosos refuerzos para su tercera Cruzada. Más que eso: también financió la costosa empresa sobre la base del impresionante botín que Isaac Comnenus había amasado mientras ejercía su prolongada tiranía sobre la isla.

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