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Authors: Michael Bentine

El templario (46 page)

BOOK: El templario
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Casi pudo oírse un suspiro de alivio ante la última frase. Simon y Belami, que como templarios asignados a su protección personal se encontraban de pie a cada lado de Corazón de León, observando todos los rostros para captar cualquier gesto hostil, lo advirtieron perceptiblemente. Si bien notaron que se aflojaba la tensión ante las palabras del rey, sus manos estaban listas para empuñar instantáneamente la espada y la daga en su defensa.

El rey Ricardo hizo que el punto final tomase un carácter político.

—Por supuesto, todos vosotros compartiréis por igual la gloria. Sin embargo, si perdemos, yo asumiré toda la responsabilidad por el fracaso y por lo que pueda ocurrir después. ¿Estáis de acuerdo en eso?

Como el honor estaba salvado, porque Ricardo había manifestado que todos y cada uno de los nobles y seguidores gozarían de pleno crédito por el éxito de la tercera Cruzada, y que cualquier censura, en caso de derrota, recaería sobre las espaldas del monarca inglés solamente, los nobles y caballeros reunidos estuvieron entusiastamente de acuerdo en que Corazón de León asumiera el mando general.

Desenvainaron sus espadas con el sonoro roce del acero y gritaron al unísono:

—¡Viva el rey Ricardo de Inglaterra! ¡Vive le Coeur de Lion!

La tercera Cruzada había comenzado.

Se desembarcó y armó el castillo Mategriffon con torre de sitio móvil. Corazón de León fue instalado en su correspondiente lugar como jefe de la tercera Cruzada. Su primera prioridad era tomar Acre por asalto tan rápidamente como fuese posible. Luego, podría marchar directamente contra el sultán Saladino.

Todo parecía dispuesto para una pronta victoria, pero luego el destino intervino en los hechos. El rey Ricardo cayó enfermo con amaldia, la fiebre endémica de ultramar. Estuvo a las puertas de la muerte en su castillo de madera, fuera de las murallas de Acre.

Dos cosas le salvaron la vida. Una fue su magnífica constitución. La otra, el presente que recibiera Simon de manos de Maimónides: el tratado sobre hierbas y plantas medicinales del antiguo Egipto. Hasta el médico del rey, un charlatán de hablar meloso, medio barbero, medio astrólogo y medio alquimista, había oído hablar de Maimónides. Aceptó gustoso los destilados de hierbas que el médico judío le había dado a Simon. Preparaciones a base de opio y caolín detuvieron la diarrea del monarca, y la esencia de raíz de mandrágora mitigó el dolor y el delirio. En cuanto a la fiebre, Simon la trató tal como Maimónides le había indicado, con una preparación especial de belladona y hojas de quebracho, mezclada con un destilado de corteza de sauce hervida.

El antiguo papiro también prescribía copiosos tragos de agua pura de manantial hervida con sal marina, aromatizada con pétalos de rosa.

El efecto en Corazón de León fue mágico. A los dos días, había salido de su delirio y estaba en condiciones de comer nutritivas sopas. Al cabo de un par de días más, se hizo llevar en una litera a primera línea, donde, desde detrás de manteletes de madera, él y Simon disparaban contra la guarnición de arqueros turcos que tiraban sobre los zapadores ingleses que socavaban las murallas de Acre. Simon utilizaba su flamante arco de tejo, y Corazón de León se valía de un arco de caza con sorprendente puntería. En total, dieron cuenta de una docena de temerarios arqueros turcos y mantuvieron con la cabeza gacha al resto de la guarnición de Acre. Para entonces, la relación entre el rey y el templario normando se había convertido en una cálida amistad, y cuando Ricardo descubrió que los estudios de Simon eran más amplios que los suyos, su interés en el joven guardián se volvió aún más pronunciado.

La extraña pareja que formaban Belami, el inflexible veterano, y el joven y erudito templario normando tenían aún más intrigado al monarca, pero Robert de Sablé no sabía responder a los interrogatorios sobre el linaje de Simon y ninguno de sus guardianes templarios se dignaba aportar información alguna sobre sus orígenes individuales.

—Hay algo hondamente místico en el joven De Creçy —le dijo el rey Ricardo al obispo de Evreux—. Sin embargo, no es un caballero templario ni un trovador definido. De Creçy no es un poeta y no utiliza el poder del canto para provocar un cambio en el futuro, pero, no obstante, tengo la sensación de que es un iniciado.

«Posee profundos conocimientos y me dice que ha tenido a varios grandes maestros de filosofía como mentores. Con todo, es modesto y su humildad es auténtica. Dios quisiera que tuviéramos a más jóvenes como él en la corte. Tengo la impresión de que es el hijo bastardo de una noble casa. No comprendo por qué es servidor templario..., y ese astuto y viejo soldado, Belami, cuya hacha de batalla es tan mortífera como la mía, le trata como a un hijo. Siempre está protegiéndole; en todo momento de peligro, él está presente. En todo esto debe de haber algo más de lo que De Sablé me ha contado. Ved qué podéis averiguar.

Pero el obispo no pudo avanzar mucho más que el rey. Cada vez que empezaba a ahondar en el tema, tanto el Gran Maestro como el servidor Belami eludían cortésmente sus preguntas. Tuvo que informar al rey de que, hasta el momento, no había adelantado nada.

Las etapas finales del sitio de Acre, que había languidecido miserablemente antes de que la llegada del rey Felipe de Francia y Ricardo de Inglaterra animara a los sitiadores, por fin empezaron a concretarse. Ambos monarcas estaban ahora libres de la fiebre paralizadora y se inició el asalto.

Además del castillo Mategriffon, Corazón de León había traído consigo otras máquinas de sitio muy ingeniosas, todas proyectadas por él mismo y construidas por su equipo de artesanos fabricantes de armas.

El «mata griegos», como se llamaba, era una alta torre móvil, operada por palancas desde el interior mismo. Belami, que prefería las acciones rápidas de la caballería a los sitios estáticos, se burlaba de ella.

—¡Una pérdida de tiempo! Fíjate en esa torre imponente. Es demasiado lenta y un blanco demasiado grande. Dame un buen número de escaleras, transportadas bajo la protección de la oscuridad y colocadas en tantos sitios como sea posible bajo una andanada de flechas. Ésa es la forma de tomar por asalto las murallas de Acre.

También Felipe de Francia había traído consigo algunas máquinas de sitio, y ambos monarcas competían mutuamente para demostrar la superioridad de cada uno de sus ingeniosos artefactos de sitio.

El arma francesa llevaba el nombre de «el mal vecino». A menudo intercambiaba piedras con su contraparte turca en el interior de las murallas, denominada «el mal pariente».

Los operadores turcos tenían más experiencia que sus colegas franceses, y las rocas lanzadas con la enorme viga oscilante, con su soporte para las piedras en forma de cuchara, aplastaron a «el mal vecino» y lo hicieron añicos.

Los ingenieros franceses sobrevivientes maldijeron a voz en cuello a los jubilosos turcos adversarios y de inmediato pusieron manos a la obra para reconstruir su monstruoso lanzador de piedras, manteniéndolo fuera del alcance de las catapultas turcas.

—Son como niños caprichosos —refunfuñaba Belami—. ¿Por qué no nos escuchan a los mayores? ¡Las escaleras son mucho más baratas y más efectivas!

Simon reía ante la retahíla de juramentos que lanzaba el veterano en voz baja.

—A mi me parece, mon brave ami, que ambos monarcas disfrutan practicando este juego de asedio. Es una variante de los que Saladino llamaba «la rápida partida de ajedrez de la caballería».

Así siguió, en tanto Saladino esperaba que los cruzados avanzaran contra él en masa. Mientras tanto, por la noche, logró introducir refuerzos, a cubierto de las patrullas entre las posiciones sarracenas en la altiplanicie de El-Ayyadiya y las trincheras de los cruzados, que crecían en extensión de hora en hora.

—Somos como unos malditos topos, Simon —se lamentaba Belami—. ¡Mira a nuestros ingenieros!

Señalaba a otro equipo de zapadores abriendo trincheras, bajo la protección de los arqueros genoveses, que disparaban cada vez que algo se movía en las almenas.

Una enorme roca se estrelló con estrépito contra la cara de una parte de la muralla particularmente fuerte, llamada la «Torre Maldita».

—¡Esa catapulta nuestra sí que golpea fuerte! —Por una vez la voz de Belami sonaba orgullosa de la efectividad de aquella máquina de sitio en particular—. No hay duda de que fue construida por los templarios y los hospitalarios. Cuando de máquinas de sitio se trata, los viejos cruzados les damos una lección a esos novatos.

Tal parecía que el jefe de cada contingente de cruzados había traído consigo su máquina de sitio favorita. El conde de Flandes estaba particularmente orgulloso de su catapulta y hasta su muerte, a causa de un enfriamiento que cogió durante una escaramuza, se pasó horas bombardeando alegremente las murallas de Acre. Después de su muerte, el rey Ricardo agregó el armatoste del conde a su amplia batería y mantuvo de noche y de día el ataque a las macizas murallas, bombardeándolas duramente con rocas marinas de pedernal que había traído especialmente consigo de Mesina, en Sicilia.

Aquellos agudos proyectiles se hundían profundamente en las gruesas murallas, pulverizando la piedra más blanda de la localidad con que estaban construidas las defensas de Acre. Cuando las enormes piedras de pedernal pasaban por encima de la muralla y caían en la ciudad, se cobraban sus buenas víctimas entre los infortunados habitantes. Cada vez más, la guarnición turca se mantenía a cubierto. Sin embargo, de tanto en tanto tenían que abandonar su relativamente seguro refugio para guarnecer las murallas o hacer una salida, si se abría una brecha en las defensas. La vida en Acre se estaba volviendo peligrosa.

La versión turca del fuego griego era disparada desde un caño de bronce, equipado con un depósito de nafta y brea inflamables, e impulsado mediante poderosas manchas. Emplazada por la noche en lo alto de una torre, aquella arma incendió dos veces una de las torres de sitio del rey Ricardo cuando trataba de acercarse a las murallas.

Belami estaba más rabioso que de costumbre ante aquel juego.

—¡Que me den las malditas escaleras de asalto y estaremos dentro de la ciudad en una hora de media noche! —exclamaba, rabiando de impotencia.

El monarca inglés y el francés respondían a aquellos ataques incendiarios colgando pieles empapadas en la habitual solución de vinagre en torno a las torres de sitio. Así consiguieron llegar a unas yardas de la muralla antes de que las catapultas turcas les lanzaran unas cuantas piedras y las hicieran pedazos.

Se vinieron abajo en una lluvia de listones rotos y tablones astillados y hombres gritando. Ronco de tanto blasfemar, lo único que Belami podía hacer era menear la cabeza con desesperación.

Los servidores templarios se veían obligados a presenciar aquellos diversos fracasos, porque su tarea principal consistía en evitar que Corazón de León fuese asesinado. Ambos se sentían frustrados a raíz de que su misión no les permitiera tomar parte activa en las operaciones bélicas. Sólo cuando se abría una brecha en la muralla y el rey avanzaba para secundar los esfuerzos de sus ingenieros, el combate se tornaba más personal en vez de la acostumbrada lucha sin rostro, a gran distancia.

Entonces sí que se establecía una lucha cuerpo a cuerpo, con el chocar de las espadas contra el acero, el golpeteo de las hachas de combate al partir cascos y cráneos, y la penetración de las afiladas dagas en las cotas de malla. El aire se llenaba de gemidos de los moribundos, de chillidos de los heridos, cuando el acero se hundía profundamente. Los miembros volaban por el aire, y cabezas boquiabiertas eran cercenadas sobre los hombros de valientes soldados.

Los combates para defender una brecha eran sangrientos, febriles, frenéticos, y terminaban por dejar un montón de hediondos cadáveres llenando la brecha en ambos lados.

La batalla se libraba a una distancia demasiado corta como para que los arqueros pudiesen disparar sin herir a sus propios hombres, por lo que era esencialmente la lucha de un hombre contra otro. Se trataba de tirar mandobles y parar estocadas, mientras los brazos tuviesen fuerza para sostener las espadas.

—¡Conservar a Corazón de León con vida es una tarea agotadora! —comentó Belami después de uno de esos combates, mientras se desplomaba sobre su lecho de campamento, consistente en unas mantas de caballo extendidas sobre unos sacos de forraje llenos de paja.

Simon estaba tan cansado a raíz de su propio cambio de mandobles con los turcos, en la defensa de la brecha, que se limitó a asentir con la cabeza antes de sumirse en el sueño profundo del guerrero.

En sus sueños, se separó de su cuerpo dormido y su voluntad le llevó de inmediato a Chipre, donde dormía su amor.

La reina Berengaria y la reina Joanna, así como sus damas de honor, Berenice de Montjoie y lady Rebecca de Kent, se encontraban cómodamente instaladas en el castillo de Kyrenia, esperando que el rey Ricardo mandase a buscarlas.

Berenice se movía inquieta en su lecho, pues sus sueños tenían que ver con el riesgo que corrían su hermano Pierre y su adorado servidor templario.

Mientras Simon planeaba sobre ella, su amor era tan intenso, que se comunicó al espíritu agitado de la joven durmiente. De inmediato, su forma dormida se relajó bajo el cubrecama de piel, mientras su cuerpo sutil se liberaba.

De repente, la contraparte astral de su durmiente amada comenzó a flotar para unirse a Simon, que se encontraba sobre su cama. Su diminuto rostro ovalado estaba radiante, con los ojos encendidos de amor.

Sin palabras, pues no era necesario hablar, se abrazaron, y sus espíritus parecieron fundirse el uno en el otro hasta convertirse en una sola alma completa. Fue una experiencia extática. Para Simon, el éxtasis fue tan real como si hubiesen sido amantes físicos; para Berenice, que no tenía normalmente noción de la existencia de aquel otro mundo, la unión de sus espíritus fue sólo un hermoso sueño.

La experiencia constituyó en conjunto una deliciosa liberación de las sórdidas realidades de la guerra.

Durante todo ese tiempo, el sultán Saladino no se había quedado mano sobre mano, si no que enviaba constantemente patrullas con el fin de explorar y hostigar las trincheras de los cruzados en torno a la ciudad sitiada. Cuanto más extensas se hacían las fortificaciones, más agresivos se tornaban los ataques de las patrullas sarracenas.

Entretanto, el rey Ricardo había decidido que había llegado el momento de poner en práctica su plan de abrir brechas en distintos lugares de las murallas, simultáneamente.

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