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Authors: Michael Bentine

El templario (47 page)

BOOK: El templario
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Convocó a un consejo de guerra de emergencia.

—Majestades, milords —dijo—, os presento, esperando que merezca vuestra aprobación, mi plan que he denominado «Las murallas de Jericó». Recordad por un momento cómo Joshua, el hijo de Nun, derribó las defensas de la ciudad cananita. Hizo desfilar su ejército de israelitas siete veces alrededor de las murallas, todos ellos gritando y haciendo sonar las trompetas. Después de la séptima vuelta, los sacerdotes tocaron sus shofars, los cuernos de macho cabrio usados para convocar a los israelitas para orar. Entonces, se derrumbaron las murallas de Jericó.

Se produjo un excitado murmullo de asentimiento confundido entre los nobles, al tiempo que el rey Ricardo seguía diciendo:

—Nosotros haremos una cosa parecida para distraer a la guarnición turca. Marcharemos hacia adelante y hacia atrás, siempre fuera del alcance de sus catapultas, como si efectuáramos una complicada maniobra preparatoria, dejando por un tiempo inactiva la artillería de sitio. Eso confundirá al enemigo. Todo el tiempo haremos sonar las trompetas, tambores y címbalos sin cesar. Toda esta confusión ordenada distraerá a los turcos y ahogará el ruido de nuestros cuerpos de ingenieros, que se afanarán en abrir sus minas, cavando a cubierto de las fortificaciones, que en estos momentos llegan a pocas yardas de varias torres de las murallas de la ciudad.

«Los turcos estarán demasiado atareados tratando de alcanzar a nuestras tropas en sus maniobras con las catapultas y arqueros como para poder oír los ruidos sordos del túnel bajo sus pies.

«El séptimo día, al igual que Joshua, estaremos a punto para el movimiento final. Nuestras minas habrán sido abiertas debajo de las torres y murallas, llenadas con paja y apuntaladas con delgados troncos de árbol empapados en nafta y aceite de quemar.

El rey hizo una pausa como efecto dramático.

—Al sonido de los cuernos de carnero, que ya hemos obtenido de los pastores de la localidad, se encenderán las mechas de soga de paja empapadas en aceite y se prenderá fuego a las minas, hasta que se quemen los soportes de madera. Y entonces se hundirán «Las murallas de Jericó»..., es decir: ¡de Acre!

Coeur de Lion terminó con una radiante sonrisa ante su consejo de guerra, que respondió con un atronador y espontáneo aplauso. El plan parecía bueno.

El trabajo de zapa tenía como objetivos principales la Torre de San Nicolás, la Torre del Puente, la Torre del Patriarca y, finalmente, la Torre Maldita.

El sultán Saladino observó toda la maniobra de los cruzados desde su posición en El-Kharruba, la colina del Algarrobo. Se trataba de una elevación cercana a la carretera entre Acre y Saffuriya.

—Esto se vuelve peligrosamente parecido a la historia griega del sitio de Troya —murmuró sabiamente, atusándose la barba—. Sólo falta el caballo de madera. Tal vez, todo este desfile, estos gritos y la música marcial sea la versión de Corazón de León de aquella famosa estratagema.

La comunicación con la guarnición sarracena se limitaba ahora al envío de palomas mensajeras por parte de los sitiados al cuartel general de Saladino. El tono de los mensajes se tornaba de día en día más desesperado.

Saladino, acompañado de su hermano Seyf-ed-Din, o Safardino como era más comúnmente conocido, había traído dos cachorros de león consigo, como símbolo de su respeto por Corazón de León, pero también para indicar que había más de un león en el bando de Saladino.

Las murallas de la ciudad estaban totalmente guarnecidas de día y de noche. A pesar de todo, los cruzados seguían con sus ruidosas maniobras, simulando un ataque tras otro, sólo para girar sobre sus talones en el último momento e iniciar la retirada, justo antes de llegar al alcance de los arqueros.

En vano, los defensores disparaban piedras y arrojaban una granizada de fuego griego sobre los sitiadores, para comprobar que siempre se encontraban exasperantemente fuera de su alcance. Aquello era una guerra de nervios, y los turcos estaban cada vez más desmoralizados por la absoluta falta de sueño.

Los cruzados se turnaban en la ejecución de aquellos falsos ataques; cuando les protegía la oscuridad, especialmente, sólo una pequeña fuerza simbólica se desplazaba hacia las murallas, aumentando el volumen del ruido producido con el fin de compensar el tamaño. Mientras tanto, los soldados que debían continuar con la farsa al día siguiente dormían con algodón en los oídos para sofocar el estrépito.

La guarnición de Acre no podía darse ese lujo. Ellos no tenían idea de cuándo comenzaría el ataque de verdad. Por lo tanto, tenían que permanecer despiertos con todos los sentidos alerta.

Saladino sabía que atacar el campamento de los cruzados, con todas sus plazas fuertes y el laberinto de trincheras, terminaría en un desastre y posiblemente con la pérdida de Tierra Santa también. No tenía más remedio que esperar, mientras Ricardo Corazón de León contaba las horas para el ataque final.

—¡Cómo detesto este juego del escondite! —gruñía Belami—. En estos momentos, los turcos ya deben de haber oído cómo cavan nuestros zapadores.

Pero el hambre y la tensión nerviosa causaba el entorpecimiento de los sentidos entre los miembros de la guarnición privados de descanso, y el sordo golpear que los turcos oían, lo atribuían al latir de la sangre en las sienes ante el incesante y ensordecedor maniobrar de los cruzados.

Por fin, los túneles quedaron terminados, los pasadizos apuntalados por soportes y todo lleno de paja empapada en nafta.

El jefe de ingenieros inglés, Gilbert de Nottingham, informó a Corazón de León.

—Todo listo, señor. Podéis atacar cuando gustéis, majestad.

El rey Ricardo, que estaba dormitando antes del amanecer, salió de Mategriffon y montó en su caballo de batalla de un salto, al tiempo que gritaba:

—¡Que Dios nos acompañe! ¡Que la Vera Cruz nos libre de los paganos! ¡Suenen los cuernos de carnero!

Tocaron los shofars, y un centenar de antorchas previamente preparadas fueron arrojadas al interior de las minas llenas de paja. Todo ardió como las hogueras de yesca en un sábado de brujas.

Al mismo tiempo, Corazón de León dio la orden para que la artillería de sitió comenzara a disparar. La señal la dio una flecha encendida describiendo un arco en lo alto, salida del arco de tejo de Simon.

Cuando la flecha de una yarda ardiendo cruzó el cielo del amanecer, todas las catapultas habidas y por haber lanzaron su carga de piedras, y las ballestas, sus dardos, contra las torres de Acre.

En aquel preciso momento, una lluvia de flechas fue arrojada por los quinientos arqueros ingleses y genoveses, para barrer a toda criatura viviente apostada en las almenas.

El consejo de Belami fue escuchado y, protegida por el humo, las piedras arrojadas y la lluvia de flechas, la infantería atacó llevando un centenar de escaleras, que fueron instaladas de inmediato contra las murallas.

Sólo unos pocos arqueros turcos aparecieron un instante entre las almenas con el fin de disparar sobre las fuerzas atacantes.

Una a una, las grandes torres temblaban y se estremecían mientras se iban quemando los soportes debajo de ellas. Sus resquebrajados muros resonaban bajo el constante impacto de las enormes piedras arrojadas contra ellas.

De pronto, una torre se hundió. Se desmoronó en una estruendosa avalancha de rocas y cascotes; la polvareda y el humo que surgía del túnel subterráneo ahogó los gritos de los defensores que se precipitaban al vacío. Otra torre se desplomó hasta quedar un montón de ruinas polvorientas. Los atacantes lanzaban gritos de alegría, en tanto los defensores chillaban de espanto y desesperación.

Al fin las murallas de Acre fueron abatidas. En aquel punto, no había nada que Saladino y Safardino pudieran hacer, salvo contemplar con horror a la distancia cómo los cruzados salían como un enjambre de las trincheras y atacaban Acre, una oleada de hombres tras otra.

En medio del humo y el polvo, el clamor de la batalla alcanzó su punto más alto, cuando los alaridos de triunfo y los quejidos de agonía se mezclaron hasta ahogar el estrépito de las armas.

Contra el encendido cielo del amanecer, la escena era un holocausto. En la hecatombe de sangre, las escaleras que se elevaban hasta las almenas hervían de hombres que trepaban por ellas: algunos llegaban a lo alto o caían muertos al pie de las torres de Acre.

En el momento culminante, Corazón de León desmontó y dirigió el principal ataque contra las brechas de las murallas penetrando por los boquetes que habían quedado, como dientes de dragón arrancados, al caer las grandes torres.

En todo lugar, Simon y Belami, ahora acompañados de Pierre de Montjoie, protegían al monarca inglés, con las hachas y espadas rojas de sangre hasta la empuñadura. Tan cercano era el enfrentamiento, que las flechas se hundían hasta las plumas, aun en los cuerpos protegidos por armadura, y las flechas de una yarda perforaban limpiamente los escudos y las cotas de malla.

Sólo los gruñidos exhaustos del supremo esfuerzo, los quejidos de los moribundos y los chillidos agudos de los gravemente heridos se oían ahora. Los tambores habían enmudecido; las trompetas, callado, y los címbalos estaban silenciosos. Un coro de muerte y de agonía se elevaba por encima del choque de las armas.

Las murallas festoneadas hervían de cruzados, que obligaban a los defensores a retroceder, a medida que más y más soldados cristianos trepaban por las restantes escaleras.

Saladino gemía.

—¡Allahu Akbar! —rezaba—. Dios sea alabado. Mis hermanos están muriendo en Acre. ¡Recibe sus aguerridas almas, oh, Alá, el Misericordioso, el Compasivo, en el Paraíso!

Safardino, transido de dolor, montó en su corcel blanco y galopó con desesperación hacia Acre, agitando su cimitarra por encima de la cabeza como un mangual.

—¡Dios es grande! —gritaba en su desesperación.

Antes de que pudiese llegar a primera línea de las fuerzas de los cruzados, Saladino ya había enviado una tropa de mamelucos montados en veloces cabalgaduras para evitar que su hermano cometiera lo que era un virtual suicidio.

Saltando del sudoroso caballo, Safardino se tendió sobre el suelo rocoso y, volviéndose hacia La Meca, clamó a Alá piedad para los defensores de Acre.

De repente, la bandera de la media luna que flameaba en la Torre de San Nicolás fue arriada, y en seguida se izó el estandarte del León de Inglaterra, ondeando valientemente al impulso de la brisa matutina.

—¡Hemos vencido! —gritó Pierre de Montjoie, con el rostro encendido por la alegría.

Luego su voz se transformó de golpe en un grito de agonía cuando una flecha turca penetró por la abertura que quedó en la cota de malla al levantar el brazo. Sólo las plumas sobresalían entre el chorro de sangre que brotaba de la artería cortada de la axila.

Pierre se tambaleó y cayó hacia atrás en los brazos de Simon, mientras el joven templario lanzaba un grito de horror. El sonido alertó a Belami, que corrió en su ayuda, pero era demasiado tarde para que ninguno de los dos pudiese hacer nada más que escuchar las últimas palabras de Pierre, al tiempo que su aguerrido espíritu abandonaba su cuerpo.

Débilmente, pudieron oír que decía antes de morir:

—¡Cásate con Berenice! Te quiero, Simon.

Acre había caído. Pero, para Simon y Belami, el precio fue demasiado alto.

20
LA ESPADA Y LA CRUZ

Simon cumplió la palabra empeñada con Pierre. Buscó la tumba, actualmente sin rastro, de Phillipe de Mauray, que él y Belami habían cavado con la ayuda de Pierre once años antes.

Utilizando los métodos de adivinación que le había enseñado Abraham-ben-Isaac, Simon localizó enseguida el sitio fuera de las murallas de Acre, y él y el veterano no tardaron en desenterrar el barril de agua en que había sido sepultado el cadáver de Phillipe, que se encontraba intacto. Tierra Santa había preservado a su honrado muerto.

Los templarios cavaron otra fosa junto a la de Phillipe envolviendo el cuerpo de Pierre en una negra túnica de servidor templario, colocaron a su amigo, con armas y armadura como le corresponde a un cruzado, en el lugar en que reposaría para siempre, con la cabeza orientada hacia las murallas de la ciudad reconquistada y los pies cruzados apuntando a su patria, a poniente.

Ninguna pompa presidió el simple entierro. Ningún sacerdote estuvo presente para entonar un cántico ritual por el alma del conde Pierre de Montjoie. Simon oró en silencio mientras las lágrimas corrían por sus bronceadas mejillas, y Belami, con voz ronca por los sollozos ahogados, decía una sencilla plegaria de soldado.

—Madre bendita, acoge a éste, Tu hijo fiel, conde de Montjoie, en Tu amante seno, para cuidarle, como él ha protegido Tu santo Nombre.

«Aguerrido soldado, leal camarada y caro amigo... —La voz del veterano se quebró—..., su amor por Ti fue siempre primero en su corazón.

Al tiempo que ambos templarios murmuraban: «Amén», una tercera voz se unió a la de ellos. Era la voz de bajo profundo de Corazón de León. Sin ser visto ni oído, se había arrodillado junto a la tumba los enguantados dedos reposando sobre la empuñadura de su espada, con la punta clavada en la arena, a la manera de los cruzados.

Su hermoso rostro cubierto de polvo estaba surcado por las lágrimas. Belami y Simon se aprestaron a ponerse de pie, pero el rey Ricardo les detuvo con un gesto.

—Oremos en recuerdo de un alma noble, a quien honraba llamándole amigo. Pierre poseía un alegre corazón amoroso y una lengua de oro. También era un excelente trovador.

La emoción de Corazón de León les sorprendió.

El sol se diluía en su estallido final de resplandor glorioso mientras se hundía detrás del horizonte occidental del mar encerrado por la tierra. Los tres hombres sintieron el siseo cuando la Estrella Diurna sofocaba sus llamas alquímicas en las cálidas aguas del Mediterráneo.

Al igual como habían hecho los templarios unos años antes, el rey inglés pronunció similares palabras:

—Éste es un lugar sagrado para el reposo de un soldado. Amaba mucho a ese muchacho —La voz de Corazón de León se ahogó en un sollozo contenido—. Que esta honrosa tumba sea un lugar de paz. Con las murallas de Acre ante su cabeza y el mar a sus pies, ésta es una tumba ideal para que un caballero descanse hasta el día del Juicio Final. Non nobis, Domine sed in tui nomine debe gloriam.

Los tres cruzados unieron sus voces en la invocación final de los templarios. Se pusieron de píe, en tanto la fina arena se desprendía de la cota de malla, y saludaron a su caído camarada de armas.

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