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Authors: Michael Bentine

El templario (51 page)

BOOK: El templario
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Corazón de León advirtió el peligro de ambos ataques y ordenó cerrar filas a todas las fuerzas, al tiempo que mantenía a su propia caballería en jaque. El hábil estratega inglés sabía que aquella jugada del sultán era un intento deliberado de atraer a la caballería de los cruzados a campo abierto, donde serían rodeados y desmembrados por los lanceros sarracenos, que les superaban en un número de tres a uno.

Tanto el rey Ricardo como el sultán Saladino se daban cuenta de que la tentación de abrir las cerradas columnas, en cuya formación los cruzados se veían obligados a aguantar la continua lluvia de flechas sarracenas, era casi irresistible. Pero, si lo hacía, sólo podía haber un resultado: la aniquilación total del ejército cristiano.

—Esta espera es lo peor de todo, Belami —le dijo Simon al veterano de rostro pétreo, que también se moría de ganas de conducir a su columna volante contra las atacantes hordas sarracenas.

—El rey está acertado —gruñó el viejo soldado—. En Hittin, perdimos la mitad de los hombres tratando de contener las cargas de la caballería de Saladino. No tenemos otra alternativa que mantenernos firmes y soportar el castigo que nos impongan los sarracenos. Luego, cuando se les hayan terminado las energías y nuestros arqueros hayan reducido a sus tropas en una proporción considerable, podremos salir y aplastarles, hasta llegar a la propia tienda de Saladino. Hasta entonces, tenemos que quedarnos quietos y tranquilos esperando.

Aunque Simon había sufrido la habitual contracción de las entrañas que precedía a cada acción en que había participado, por primera vez, sintió el viento glacial del miedo. Eso no significaba que se hubiese vuelto cobarde, sino sólo que, al fin, la fatiga del combate comenzaba a convertirle en su víctima. Era la espera lo que lo provocaba, mientras una oleada tras otra de sarracenos atacaba saliendo de la enorme polvareda o cabalgaban gritando para desafiar a los cruzados para que avanzaran.

Simon empezó a rogar para que el rey diera la señal de atacar a sus torturadores; cualquier cosa que quebrara la tensión que producía el hecho de estar a la retaguardia del interminable ataque. Belami advertía lo que pasaba por la cabeza de su amigo al observar sus tensas facciones, y estaba profundamente preocupado por lo que veía.

El maduro guerrero sabía que Simon estaba a punto de perder la paciencia. Estaba seguro de que sólo el acendrado sentido del deber del joven normando le impedía espolear a su caballo de batalla hacia las fuerzas enemigas y cargar de manera suicida contra el grueso de las tropas, para encontrar la paz en la punta de una lanza sarracena. El veterano lo había presenciado muchas veces, con hombres muy valientes como protagonistas. Temía que ello le sucediera a Simon. Belami rogaba que el rey Ricardo no tardara en dar la señal tan esperada de acercarse al enemigo y luchar cuerpo a cuerpo. Ninguno de ellos podía esperar mucho más. Todos estaban al borde del ataque de nervios.

Mientras tanto, detrás de la columna de los cruzados, los escaramuzadores no daban descanso a los hospitalarios. Las bajas entre los cristianos iban aumentando en la retaguardia, mientras se defendían de los ataques de los escaramuzadores escitas que les asaltaban constantemente. La dificultad adicional de avanzar hacia el sur, mientras tenían que repeler a los atacantes, tornaba la situación intolerable.

Por un tiempo, parecía que la batalla sería tan desastrosa como la de Hittin. Sólo la provisión abundante de agua les evitaba el sufrimiento adicional de la sed, el factor que en última instancia había decidido el resultado de la batalla anterior. En aquel punto del lento avance, los cruzados encontraron que la carretera estaba tan cerca de la costa, que el carro de provisiones apenas tenía espacio para pasar entre ellos y el mar.

Ricardo también advirtió que las naves se encontraban ahora en condiciones de navegar más cerca de la costa. Inmediatamente envió a un mensajero para que diese la señal, a los barcos más cercanos, de comenzar a disparar sobre los escaramuzadores que les atacaban por la retaguardia. Al cabo de pocos minutos, grandes piedras y dardos, disparados desde las catapultas y ballestas de las naves, comenzaron a caer en torno a las temidas hordas de escitas, y dejaban a muchos caballos y jinetes tendidos en el suelo.

Para los hospitalarios fue un respiro bienvenido y comenzaron a vitorear con entusiasmo la intervención de la flota. Al mismo tiempo, los arqueros de los bajeles lanzaron una granizada de flechas de una yarda, que continuaron dejando vacías nuevas sillas enemigas. Al fin, esa acción contribuía a aflojar la tensión que minaba la moral de los cruzados. Saladino, que había bajado del bosque junto con su estado mayor, ahora tenía un panorama más cercano de la batalla. Presentía que el rey no tardaría en hacer su jugada. Por lo tanto, redobló los esfuerzos por romper la sólida línea de defensa, en tanto los cruzados seguían avanzando tenazmente por la carretera costera. A pesar de todo, Ricardo rehusaba ser arrastrado a un choque directo, aun teniendo en cuenta las diezmadas filas de la caballería sarracena.

El sultán comenzó a comprender que la posibilidad de que se repitiera el triunfo de Hittin cada vez parecía más remoto. La retaguardia de Ricardo seguía resistiendo los repetidos golpes de las caballerías turcas y escitas, y las tropas sarracenas comenzaban a estar exhaustas. Saladino tuvo que movilizar al resto de su ejército. No vaciló en hacerlo.

Al mando de Taki-ed-Din, la caballería pesada sarracena se precipitó desde las tierras altas contra el sólido muro de cruzados. Al mismo tiempo, con un esfuerzo supremo, los escaramuzadores utilizaron sus últimas energías contra la golpeada retaguardia. Aquello fue la gota que colma el vaso para los cristianos. Rompieron la formación cerrada, dominados por la ira contenida y se lanzaron como locos sobre sus atacantes. Por milagro, su locura coincidió exactamente con el instante que Corazón de León había elegido para efectuar su jugada. El rey hizo girar en redondo a su cabalgadura y lanzó un poderoso grito:

—¡Que Dios y el Santo Sepulcro nos acompañen!

Con esas palabras resonando en los oídos de los cruzados, el gigantesco rey inglés galopó directamente hacia los sarracenos atacantes. El movimiento fue tan súbito e inesperado, que la caballería del sultán se dispersó. Como si se hubiese roto una represa, el caudal de lanceros cruzados siguió a Corazón de León para caer sobre los dispersos mamelucos.

Ricardo tiró su lanza rota y empuñó el hacha de batalla danesa de doble hoja, empezando a descargar golpes a diestro y siniestro con invencible furia. El arma de Ricardo era entonces cuando resultaba más mortal. A cada golpe, quedaba partido un cráneo sarraceno o hundido un pecho cubierto por la cota de malla. Nada podía parar la fuerza y la destreza que había detrás del hacha de batalla de Corazón de León. El arma de doble hoja cortaba con la misma facilidad un casco de acero que una cota de malla reforzada.

Los mamelucos yacían a montones, con sus emires entre ellos. Hasta Taki-ed-Din, el casi invencible y joven guerrero del sultán, fue presa del pánico y abandonó el campo de batalla con los esparcidos miembros de su caballería pesada.

Como en Hittin, fue un desastre, pero esta vez para los sarracenos. Incansablemente, Ricardo seguía abriéndose paso entre los desmoralizados mamelucos, hasta que su caballo, aún en perfecto estado, enfiló al galope la empinada cuesta hacia el cuartel general del comandante sarraceno. Pisándole los talones, cabalgando a cada lado del Gran Maestro templario, Simon y Belami protegían las espaldas del rey.

En el combate, todo habían sido estocadas y mandobles, golpe por golpe, con tanta velocidad como el ojo podía seguir la acción. La furia de la batalla ya había abandonado a Simon, y aquella misma oleada de miedo irracional volvía a inundarle lentamente el corazón. Belami, siempre atento a su misión de proteger a Simon, presentía que no todo estaba bien. Se acercó para brindar más protección a su ahijado. El rey Ricardo era más que capaz para cuidar de sí mismo. Simon era quien tenía preocupado al veterano.

Como una ola lanzándose sobre la playa, Corazón de León conducía a sus lanceros contra la posición de Saladino en la colina que dominaba el llano de Arsouf. Los huertos y los árboles de la pequeña ciudad se perfilaban en el horizonte, Más allá, se elevaban en la distancia las almenas de Jaffa.

Corazón de León había calculado su jugada perfectamente, aun cuando sus lanceros se habían abierto antes de que él diera la orden de atacar a los sarracenos. Siguiendo al rey Ricardo muy de cerca, a sus caballeros y a los lanceros templarios, iban Homfroi de Toron, el rey Guy de Lusignan, el duque Bohemundo y el conde Joscelyn, con el duque de Borgoña y los hospitalarios sobrevivientes, que corrían a todo galope para mantenerse a la altura de sus jefes. Por todas partes, la llanura aparecía cubierta de montones de mamelucos muertos, de escaramuzadores y arqueros montados de Saladino con el cuerpo destrozado.

Las columnas volantes de Belami, con sus arqueros ingleses montados a la grupa, seguían disparando sin parar flechas de una yarda sobre los sarracenos que huían, que abatían a muchos más. Para el ejército de Saladino, la batalla se estaba convirtiendo en un río de sangre. Sólo la guardia personal del sultán se interponía ahora entre él y los cruzados atacantes.

Sin embargo, el ímpetu se iba perdiendo a medida que los lanceros cristianos subían la cuesta. Aquél era el momento en que debía producirse el contraataque, si así tenía que ocurrir. Saladino, experto general como era, lo presintió y, montando en su semental blanco, a pesar de las protestas de su estado mayor, se puso al frente del ataque final. Era un momento decisivo, del que depende el destino de un imperio. También para Simon había llegado el momento crucial.

La horda sarracena se lanzó por la ladera de la colina, encabezada por una enorme cuña de lanceros, agrupados muy estrechamente. El impulso de la carga era comparable a las que los cruzados habían lanzado contra Saladino. Ricardo enseguida se dio cuenta del peligro y dio media vuelta para enfrentar la nueva amenaza. Gritando y chillando como demonios, los sirios, fatimitas y seldjuks, que formaban el núcleo de la caballería pesada de Saladino, galopaban por el terreno duro como una piedra del llano hacia los caballeros francos, servidores y lanceros turcos, que se habían dado vuelta rápidamente hacia ellos.

El choque de las fuerzas opositoras arrojó a muchos sarracenos al suelo, pues los pequeños caballos árabes no podían resistir el impulso de los corceles más poderosos de los cruzados. Los gemidos de los moribundos, pisoteados por los cascos con herraduras de los caballos de guerra francos, se elevaban a coro por encima del chocar del acero y los frenéticos gritos de batalla de los que seguían con vida. Aquel combate final, en medio de las sofocantes nubes de polvo, fue un holocausto. La llanura estaba cubierta de cabezas seccionadas, como una obscena plantación de melones. Los cuerpos con los miembros cortados vertían su sangre vital en la sedienta arena. Caballos que relinchaban, con las patas enredadas en sus propias tripas, bregaban por ponerse de pie sobre sus patas fracturadas. El hedor de la sangre y los excrementos, humanos y animales, sofocaba a los combatientes, que vomitaban mientras luchaban.

¿Dónde reside la gloria?, pensaba Simon, su sobrevesta manchada de sangre y vómito, mientras lanzaba estocadas y se abría paso junto al aguerrido monarca inglés, que evidentemente se deleitaba en el seno de la apocalíptica matanza. Asqueado ante aquella insensata carnicería, sólo su innato sentido del deber mantenía a Simon en la lucha.

Detrás del rey, guardándole la espalda, Belami seguía sin quitar la vista de su ahijado, advirtiendo con preocupación el constante deterioro de su capacidad combativa.

—Santa Madre de Dios, protege a Tu hijo —rogaba el veterano, en muda angustia, al tiempo que descargaba mandobles contra los seldjuks que le rodeaban.

El viejo soldado sabía que era sólo cuestión de minutos antes de que su pupilo, a quien había jurado proteger con la vida, finalmente se quebraría, bajaría la guardia e invitaría a la paz de la muerte.

Ese momento llegó cuando Corazón de León rompía el círculo de acero sarraceno y espoleaba a su corcel hacia un segundo grupo de ayyubids que se precipitaban sobre él, conducidos por Saladino.

Al rey le dio un vuelco el corazón y resonó de nuevo su grito de combate:

—¡Que Dios y el Santo Sepulcro nos protejan!

Simon y Belami, seguidos de cerca por el Gran Maestro del Templo, galoparon junto al gigante inglés que corría hacia su valiente adversario. ¿Quién sabe cuál habría sido el resultado si aquellos dos grandes guerreros se hubiesen encontrado cara a cara?

Pero no tenía que ser. En aquel instante fatal, un escaramuzador escita, que yacía junto a su caballo muerto, lanzó un golpe de cimitarra al corcel del rey que saltaba sobre él y desjarretó al magnífico animal chipriota.

Con un agudo relincho, Roland cayó al suelo, y su real jinete quedó semiatrapado debajo de su pesado cuerpo. Belami, que cabalgaba cerca de él, no tuvo tiempo de esquivar el caballo caído y chocó contra el animal, por lo que su propio semental árabe cayó de rodillas, y el veterano servidor con él.

Simon pasó volando por su lado, hizo girar a su blanco corcel con el fin de proteger a sus dos aturdidos camaradas. Saladino ya había reconocido al monarca inglés, cuando Corazón de León caía envuelto en un remolino de polvo, y ahora corría hacia él lanzando un fuerte grito:

—¡Allahu Akbar!

El sultán clavó las espuelas a su semental blanco, puso la lanza en ristre y embistió a Corazón de León, que se ponía de pie trastabillando. Sólo Simon se interponía entre ambos.

En aquel instante fatal, se decidió el futuro del templario. Girando para enfrentar a Saladino, el joven normando se agachó para coger una lanza caída y espoleó a su montura para que cargara, dominado por la angustia.

El deber le ordenaba: «¡Mata a Saladino, para proteger a Ricardo!» Pero su corazón, rebosante de amor y respeto por el impetuoso sultán, no le permitía atacarle. Lo único que pudo hacer fue interponerse entre los dos jefes, hasta que los cruzados que le seguían de cerca protegieran al rey.

Saladino vio en Simon simplemente a un servidor de negra túnica más de pie delante de él. De repente, cuando sólo les separaban unas yardas, el templario inexplicablemente bajó la lanza.

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