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Authors: Michael Bentine

El templario (21 page)

BOOK: El templario
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Los lanceros turcos les persiguieron, y dejaron a varios soldados de la derrotada partida heridos o muertos sobre el terreno cubierto de sangre. Belami le quitó el casco en forma de balde al caballero muerto.

—Lo que suponía —exclamó—. Éste no es un caballero de Francia. Es un Asesino. Debe de haberse unido a los atacantes, sin ser visto, durante la noche.

—Tenéis razón, servidor —dijo con voz débil un caballero herido—. Yo soy Roland de Buches, comandante de las fuerzas de Reinaldo de Chátillon. Mis órdenes eran atacar la caravana, no asesinar mujeres.

—Entonces la dama debe de ser una persona muy cercana a Saladino. ¿Por qué, si no, un miembro de los Asesinos habría venido hasta aquí para matarla?

—¿Cómo lo supiste? —le preguntó Simon, asombrado ante el hecho de que Belami hubiese dado muerte a un «caballero cristiano».

El sudoroso veterano rió tristemente.

—Ningún caballero franco ataca con una daga. Un caballero enloquecido por la batalla podría atacar a una mujer sarracena indefensa, pero lo haría con una espada o una lanza. Éste iba completamente armado; sin embargo, arrojó la lanza y sacó la daga. Tenía que ser uno de los hombres de Sinan-al-Raschid. Se han juramentado para matar a Saladino o a su familia.

Simon se acercó a la temblorosa mujer, que aún llevaba el velo puesto.

—Confío, señora —le dijo, gentilmente—, que no habréis sufrido daño alguno.

Él le habló en árabe. Para su sorpresa, la esbelta mujer del rostro velado, le respondió en francés.

—Por la misericordia de Alá, no sufrí ni un rasguño. —Su voz era grave y melodiosa—. Gracias, señor, por salvarme la vida.

—Estos son los asesinos de Reinaldo de Chátillon —explicó Belami—. Como templarios, se nos ordenó intervenir si esos bandidos intentaban atacar alguna caravana en la santa Hadj a La Meca. Mil perdones, alteza.

La velada mujer rió, con un dulce trino nervioso.

—¿Cómo me reconocisteis, servidor?

—El color negro de la tienda delataba vuestra identidad, alteza. No hay ninguna de las habituales alfombras, costosas y decorativas, de Isphahan. Todos los cruzados instruidos saben que Sitt-es-Sham es la noble y modesta «Señora de Siria», y que su hermano es el ilustre comandante de los sarracenos, el sultán Saladino.

De nuevo se oyó la ligera risa, como una brisa de verano.

—Muy lisonjero, servidor, pero no es todo verdad, creo.

Belami lanzó una risita. La Señora de Siria era demasiado aguda para él.

—Resultó evidente quién erais, alteza, cuando me di cuenta de que quien os atacaba era un Asesino. Sólo uno de los asesinos de Sinan-al-Raschid recorrería una distancia tan grande para matar a una persona como vuestra alteza. Mis más humildes disculpas por no haber llegado antes.

La dama habló de nuevo, esta vez en árabe.

—El joven servidor..., ¿cómo se llama? Su tiro fue milagroso.

—Simon de Creçy respondió el veterano—. Mi nombre es Belami, y éste es el servidor Pierre de Montjoie. —Señaló a su otro colega, que acababa de desmontar para unirse a ellos—. Nuestras espadas están a vuestro servicio, alteza.

Los tres servidores templarios la saludaron arrodillándose.

—Os ruego que os levantéis, caballeros —dijo Sitt-es-Sham, en sibilante francés—. ¿Podéis darme escolta para proseguir mi viaje a La Meca? Como mujer, aun siendo princesa sarracena, no me está permitido entrar al lugar sagrado donde reposa nuestro bendito Khaaba. Pero llevo muchos presentes para los necesitados de La Meca, y las bocas hambrientas no pueden esperar mucho tiempo la llegada de alimentos.

Cada uno de los templarios se puso de pie y se inclinó para rendir su homenaje. Entonces sucedió algo extraño. Mientras Simon presentaba sus respetos, al parecer accidentalmente la Señora de Siria dejó caer su velo. Por un instante, Simon pudo contemplar un rostro de gran belleza y encanto, agraciado con unos ojos magníficos del más profundo color violeta.

«Los ojos de un ángel», pensó Simon, en tanto su corazón latía emocionado.

Luego el velo fue colocado inmediatamente en su lugar, y sólo los gloriosos ojos restaron visibles. Una vez más, su seductora risa sonó débilmente detrás de su yashmak.

Con la ayuda de sus contados guardias ayyubid que no habían sufrido heridas, los tres servidores la vieron montada y segura en su pura sangre blanco, y, con una escolta de doce lanceros turcos elegidos por Belami, la bella hermana de Saladino partió de nuevo hacia La Meca.

Sin mirar atrás, Sitt-es-Sham se perdió de vista bajo el resplandor del sol naciente.

—No te quedes ahí como una carpa moribunda, Simon, que tenemos muchas cosas que hacer. Y por cierto, servidor De Creçy, has sido objeto de la más excelsa fineza que una dama musulmana puede brindar. Y una princesa también. Tú, amigo mío, has podido vislumbrar por un instante su belleza desvelada. Pocos hombres han visto jamás a Sitt-es-Sham tal como realmente es. Khay’am, el poeta astrónomo persa, habría atesorado este momento. Fue un auténtico poema.

—Fue un accidente —replicó Simon, ruborizándose—. ¡La princesa dejó caer el velo por casualidad!

Belami lanzó un hondo suspiro.

—Simon, querido ahijado, a veces me pregunto para qué usas el cerebro.

Con una sonora carcajada, el cruzado templario volvió a montar y dio una vuelta por el campamento, contando los muertos y heridos para su parte de guerra. Una cosa era cierta: el resultado no le haría bien a Reinaldo de Chátillon. Y cuando Saladino se enterase todo lo ocurrido de labios de su hermana, los días de De Chátillon estarían contados.

Ninguno de ellos sabía que aquel bárbaro ataque a una pacífica caravana sarracena resultaría ser el fin de la tregua tan arduamente nada. Aquellos relámpagos de verano habían sido el anuncio de una tormenta tremenda, que estaba a punto de estallar.

9
EL CAMINO DE JERUSALÉN

Cuando la patrulla de Belami retornó a Acre, el nuevo mariscal templario, Roger de Montfort, acababa de ser nombrado. La princesa Eschiva había enviado la noticia de la muerte de Robert de Barres al Gran Maestro del Temple, Arnold de Toroga, en Jerusalén. De allí, un mensajero veloz había llegado a Acre en menos de tres días, y el maduro caballero templario, que había regresado recientemente en último barco a Tierra Santa, fue nombrado mariscal de la guarnición de los templarios. Belami le conocía de los viejos tiempos y respetaba a De Montfort por su valentía y honestidad. También era un hombre instruido y, por lo tanto, indulgente. Escuchó el informe de Belami en silencio, y le felicitó calurosamente.

—Bien razonado, Belami. Tu táctica fue impecable. Lamento la temprana muerte de Robert de Barres, pero no me sorprende. Hacía tiempo que no estaba bien. Demasiado tiempo en Tierra Santa, ¿eh, Belami?

—¡Lamentablemente, sí, señor! —repuso el viejo soldado, sin mayores comentarios.

—Servidor Belami —dijo De Montfort—, voy a enviarte a ti y a tus hombres a Jerusalén. La reputación de que gozas entre los cruzados templarios es envidiable. He escrito a Arnold de Toroga, sugiriéndole al Gran Maestro que refuerce tus tropas con algunos hombres sobrantes de la guarnición para que eso te permita disponer de una patrulla montada de libre acción con que mantener a los caballeros innobles como De Chátillon fuera del juego y tratar de preservar la Pax Saracénica. Belami contuvo el aliento. De Montfort sonrió.

—Sé que no va a ser fácil, pero es evidente que cuentas con dos excelentes servidores jóvenes, y tendrás a tu mando no menos de un centenar de lanceros. Por supuesto, eso no es más que una picada de pulga contra las hordas sarracenas, pero será suficiente para mantener a De Chátillon y otros de su calaña a raya.

Belami fue derecho al grano.

—Señor, os agradezco la confianza que depositáis en mí, pero no puedo detener a todas las fuerzas de De Chátillon. Corren sólidos rumores de que está construyendo una pequeña flota para mandar una expedición pirata a los puertos del mar Rojo. Yo puedo detenerle en tierra, con la ayuda de Dios, pero sin naves nada puedo hacer contra De Chátillon en el mar.

De Montfort tenía una grave expresión.

—Por supuesto que no, Belami. Sólo puedo esperar que hagas cuanto puedas. Tus tropas servirán para proteger a los peregrinos que se dirijan al sur, a Jerusalén, y las caravanas sarracenas que vayan a La Meca. Cumple con tu deber, servidor Belami, tan bien como puedas. —Cogió la mano derecha del veterano—. Cuídate, viejo camarada.

Belami saludó y se fue a anunciar a los demás la difícil misión que se le había encomendado.

Dos días en Acre fueron suficientes para reponer las contadas bajas en sus filas. Belami sólo había perdido cinco lanceros turcos en el ataque matutino, y De Montfort le dio carta blanca para seleccionar a los sustitutos. A la tercera mañana, en cuanto amaneció, partieron de nuevo, en dirección, esta vez, a Jerusalén.

Su ruta les llevó al sureste, hacia la Ciudad Santa, por un terreno fértil y ondulado. En cuanto a distancia, se encontraba sólo a unas noventa millas de Acre, pero respecto del ambiente, Jerusalén se hallaba en otro continente. La vida en Acre era simple y agitada, como lo exigía el tráfago de la ciudad. El puerto de desembarque de los cruzados y la puerta al mar, por su misma naturaleza, tenía que concentrarse en esos aspectos de su existencia. Como Simon y Pierre habían comprobado, y Belami sabía por experiencia, se podía gozar de diversos placeres en Acre, pero en conjunto el bullicioso puerto de las Cruzadas era una guarnición militar y, como tal, la vida era relativamente austera. En cambio, no ocurría lo mismo en Jerusalén.

Aquél era el centro de las Cruzadas, el eje central alrededor del cual giraba la compleja estructura del reino cristiano de ultramar. Su línea de marcha había conducido a las tropas de Belami más allá de Nazaret y el monte Tabor, y a lo largo del sinuoso curso del río Jordán, que siguieron entre hileras de bajas colinas hasta que la Ciudad Santa apareció ante su vista, resplandeciente bajo el calor propio del mediodía, en su cuarta jornada de duro cabalgar.

Deliberadamente, Belami les había llevado hacia el costado nordeste de la ciudad para ofrecer a Simon y a Pierre la primera vista del foco de las Cruzadas tal como se ve desde el monte de los Olivos. Para ello, había vadeado el riachuelo Kedron y conducido a sus hombres por las laderas del famoso monte precisamente cuando la luz anaranjada del amanecer bañaba la Ciudad Santa de una tonalidad cromada.

El ligero rodeo había compensado las penalidades que tuvieron que pasar cuando aún reinaba la oscuridad.

En el otro lado de su posición en la ladera, las almenas orientales de las largas murallas que rodeaban Jerusalén brillaban en todo su esplendor. Se destacaban las inconfundibles formas del Domo de la Roca, el palacio real y la mezquita de Al-Aqsa, todo construido dentro de la zona donde en un tiempo se había alzado el templo del rey Salomón. Frente a ellos, había dos entradas, el Portal de Josafat y el Portal Dorado, el primero dando acceso a la ciudad, y el segundo, que conducía a la zona del templo.

La ciudad sagrada relucía en las luces crecientes de la mañana temprana. Sus altas torres, mezquitas y cúpulas, minaretes y agujas truncadas de las iglesias cristianas formaban un intrincado dibujo de formas que capturaba la imaginación y la elevaba hasta las alturas.

Asentada firmemente sobre su base de roca, Jerusalén dominaba toda la región circundante. Con aproximadamente mil cien yardas de longitud por novecientas de anchura, la ciudad entera tenía la forma de un rectángulo, lleno de actividad religiosa, comercial, política y militar; lo sagrado y lo profano.

Desde la Torre de Tancredo en el ángulo del noroeste, la muralla y sus terraplenes occidentales corrían en dirección sur, sólo interrumpida por el Portal de Jaffa. Luego pasaba ante la maciza Torre de David hasta el portal de Sión, en el flanco meridional, donde la muralla se desviaba hacia el noreste, en una serie de almenas angulares, hasta el Portal de Silbán.

Finalmente, siguiendo el borde escarpado, se extendía hacia el norte a lo largo del llano oriental, dando la cara a Belami y sus tropas en el monte de los Olivos, hasta que doblaba hacia el oeste para formar la línea dentada de las defensas del perímetro septentrional.

Aquellos muros presentaban la abertura del Portal de las Flores, el Portal de la Columna de san Esteban y, por fin, el portillo en zigzag de san Lázaro.

—¡La Ciudad Santa, sin duda! —exclamó Simon, fascinado ante el espectáculo iluminado por la luz del sol que tenía enfrente.

Belami se rió al ver la expresión maravillada en el rostro extático del joven servidor.

—Como te dije, Simon, la proporción de prostitutas y de peregrinos es casi igual. Éste es el centro religioso de la cristiandad, y santos y pecadores vivieron aquí siglos antes de que Nuestro Señor siguiera el sendero de la agonía, llevando la Cruz Verdadera sobre su flagelada espalda.

«El Gran Templo de Salomón, el Maestro Mago, ha sido destruido, pero en su asentamiento iglesias cristianas y mezquitas musulmanas han ocupado su lugar. Contempla hasta el hartazgo los blancos sepulcros de Jerusalén, bañados por la brillante luz del sol de Dios, y recuérdala así... en toda su gloria terrenal. —El tono de su voz se alteró, agudamente—. No existe tanta maravilla dentro de las murallas. La Ciudad Santa indudablemente lo es, pero Jerusalén, el centro de nuestro reino, también está lleno de intrigas al igual que un cadáver putrefacto está minado de gusanos.

Sin decir una palabra más, el recio soldado volvió a montar y condujo a sus tropas por la larga pendiente, a través del arroyo Kedron, y al paso se dirigió hacia el Portal de Josafat.

A la voz de alto de la guardia, Belami replicó:

—La acción de los templarios no requiere explicación. El servidor Belami y sus tropas piden entrar en la Ciudad Santa.

Su tosco acento y el evidente aire autoritario constituían un mejor pasaporte que una docena de documentos. Con el crujir de pesados maderos, las anchas vigas de cedro que trancaban las puertas fueron laboriosamente retiradas y las altas hojas se abrieron lentamente. La columna de la caballería ligera de los templarios entró en Jerusalén.

En cuanto el último de los lanceros turcos hubo traspuesto el portal, las pesadas puertas se cerraron con estrépito y las gruesas vigas de madera volvieron a su lugar. El regente de Jerusalén no corría riesgos ante la delicada situación actual.

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