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Authors: Michael Bentine

El templario (17 page)

BOOK: El templario
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Nada podía detener la ira sincera de De Barres.

—Lo que yo me pregunto es si esto es una Cruzada o una carrera para lograr el poder temporal. ¡La respuesta es obvia! Creedme, hermanos, en la actualidad hay más prostitutas que peregrinos en Tierra Santa. Tened cuidado de no caer en pecado mortal con este engendro del Mal.

Calló bruscamente, dominado por la ira, y, girando sobre sus talones, se alejó de ellos.

Cuando se hubo marchado, Belami hizo una seña a los jóvenes servidores para que le siguieran hasta donde no pudiesen ser oídos. Entonces les dijo:

—Mucho ojo con ése, mes camarades. El sol de muchas largas patrullas por el desierto ardiente le ha causado algún daño a nuestro valiente mariscal. Conozco su reputación. Físicamente, aún está en forma, y el templario es un valiente caballero en la batalla. —Bajó la voz—. Pero el sol del desierto puede causar efectos extraños en un hombre. Tened en cuenta mi advertencia, sobre todo tú, Simon: no os quedéis a solas con él.

—Pero muchas de las cosas que dijo parecen correctas —comentó Pierre—. Por todas partes se ven grandes riquezas y muchas jóvenes mujeres libres. Dondequiera que exista esta situación, suele haber problemas.

—Además no terminó de aclarar a qué se debe el gran número de castillos que hay en Tierra Santa —dijo Simon, intrigado.

—Ésa es una pregunta difícil de contestar —repuso el veterano—. La mayoría de los castillos y fortalezas se encuentran en línea de mira unos de otros. Esto es así, naturalmente, para protección mutua. Pero guarnecerlos a todos requiere demasiados caballeros, sirvientes y lanceros auxiliares. La Cruzada es en realidad una guerra móvil, que exige rápidos desplazamientos de caballería hacia cualquier lugar donde haya un conflicto. Encerrar a todas esas fuerzas dentro de fuertes murallas no hace más que ceder la iniciativa a los sarracenos. Cuando Saladino haga un movimiento, que con seguridad debe hacer un día no muy lejano, necesitaremos a todos los lanceros y soldados de caballería que tengamos para hacer frente a su raudo ataque. Mantener a todas las fuerzas en castillos y detrás de las murallas de las ciudades es puramente una estrategia defensiva para guardar la riqueza de los nobles. Esto es una Cruzada, no una maldita acción de retaguardia para proteger los tesoros mal habidos de los avariciosos potentados.

—¿Qué quería decir De Barres con aquello de que hay más prostitutas que peregrinos? —inquirió Simon.

Belami se sonrió.

—Yo diría que se igualan en número.

Los dos jóvenes parecieron sorprendidos.

—¡Oh, vamos, mes braves! No todas las prostitutas son malas. De Barres cree que todas las mujeres son una consecuencia del «engendro del Mal», pero el caso es que él es distinto a nosotros. He conocido putas de buen corazón en mis tiempos, y hasta una o dos con un corazón de oro también.

«Asimismo he conocido a una madre superiora que era más mala que Lilith, la hembra del demonio, y a algunas malas putas entre la nobleza disfrazadas de condesas y damas de la Corte. ¡Yo trato a las prostitutas como reinas, mientras que De Barres trata a las reinas como si fuesen prostitutas!

Lanzó una de sus habituales carcajadas estentóreas.

—Para tu información, Simon, hay unos cincuenta castillos y fortalezas en Tierra Santa, y dentro de ellos muchas prostitutas de ambas clases.

Armados con aquella útil información táctica, se retiraron para pasar la noche. Era temprano, pero al amanecer debían partir para realizar la primera patrulla por el desierto con las tropas turcas, a lo largo de la ruta de Acre a Tiberias, sobre las playas del lago de Galilea.

En el terreno político, el reino de Jerusalén era un embrollo. El caos habría sido total de no haber mediado la presencia de los templarios y los hospitalarios. La segunda Cruzada había perdido su ímpetu original, y sólo la amenaza de los sarracenos de Saladino en el sur evitaba que las tropas francas se degollaran mutuamente. Lattakieh, Antioquía, Jaffa, Tiberias, Tiro, Ascalón, Jerusalén y otras ciudades fortificadas, si bien supuestamente formaban parte del reinado cristiano, hervían con las conspiraciones, complots y contratretas que se incubaban entre facciones rivales.

Formalmente, existía un tratado precario entre Saladino y Balduino IV, pero si hombres inescrupulosos como Reinaldo de Chátillon planeaban asaltar las ricas caravanas en ruta hacia La Meca, entonces el tratado sería algo muy frágil, sin duda.

Saladino, si bien era justo y piadoso, no era persona a quien se pudiese traicionar. Brillante estratega, ya sabía muy bien cómo dirigir una campaña contra tales líneas defensivas estáticas. Así era como había derrotado a Egipto.

Si le provocaban, se desplazaría en dirección al norte hacia Tierra Santa, para proteger a las caravanas sarracenas. Sólo era cuestión de tiempo, y la arena caía rápidamente en los relojes.

7
TIBERIAS, EL GUARDIÁN DE GALILEA

Belami estaba contento de tener cierto mando sobre la pequeña patrulla, en las treinta millas aproximadamente que separaban Acre de Tiberias. Los cincuenta turcos lanceros se encontraban bajo el submando de Simon y Pierre, pues el veterano había dividido a los lanceros en tres tropas; dos secciones de quince jinetes de caballería ligera para cada joven servidor, con los restantes veinte bajo su propio mando.

Los turcos iban armados con fuertes lanzas de caña, y la mayoría llevaban un arco escita y una aljaba que contenía tres docenas de flechas. Aquellos jinetes de la caballería ligera estaban altamente instruidos en tareas de exploración y de patrulla. También eran expertos rastreadores.

Su armadura corporal consistía en vestas rellenas de algodón, llamadas alquótons. Les llegaban hasta las rodillas, con tajos en la parte posterior y en la entrepierna para facilitar la operación de montar a caballo. Bajo la vesta protectora, algunos de ellos llevaban mallas de acero, que les quitaban a los sarracenos muertos. Sólo unos pocos eran capaces de disparar con buena puntería desde la silla, como los escaramuzadores escitas de Saladino, pero, desde el suelo, los turcos disparaban certeramente sobre largas distancias. Sin embargo, sus ligeras flechas no poseían el mismo poder de penetración que las de una yarda de Simon.

Los turcos cabalgaban estupendamente y podían permanecer patrullando desde el alba hasta el anochecer. Eran tan expertos con sus lanzas, que podían usarlas para cazar conejos en el desierto. Valientes y decididos, al mando de los servidores adecuados, constituían una fuerza formidable y de desplazamiento rápido.

Belami estaba orgulloso de ellos. En verdad ofrecían un aspecto impresionante cuando trasponían al trote el portal de Acre y emprendían el camino de Galilea. En aquel preciso instante amanecía.

Durante la patrulla de rutina se encontraban con pequeños grupos de peregrinos y mercaderes, en ruta a Tiberias o bien cruzaban la línea de su patrulla en un viaje más largo a Jerusalén. Algunos de los grupos incluían mujeres, las familias de los peregrinos o esposas e hijas de los mercaderes itinerantes. Pocas de ellas, fuesen jóvenes o viejas, dejaban de fijarse en el apuesto servidor templario montado en Pegaso. Desde el trágico interludio con María, Simon había vuelto a recluirse en su caparazón de total timidez ante las mujeres. Con deliberación, o inconscientemente, el joven normando hacía caso omiso a aquellas miradas provocativas. Su mente aún era un torbellino a raíz de las exóticas escenas que había presenciado en Acre. Eran tan poco parecidas a sus propios sueños extraños sobre Tierra Santa, que hubiera preferido sobrevolar el ondulado paisaje y evitar el abrazo de criaturas de pesadilla, antes que hacer el amor con una encantadora mujer. Todas las gestas que le contaran Raoul de Creçy y el hermano Ambrose estaban relacionadas con los hechos caballerosos de los templarios en el campo de batalla, antes bien que sobre sus relaciones con doncellas en apuros, o algo parecido.

Si aquellas historias en alguna ocasión estaban teñidas con alguna nota romántica, siempre era de parte de los caballeros francos; la caballerosidad siempre había sido su impecable característica, y las damas implicadas eran invariablemente castas y virginales. Sólo en Gisors, Simon había conocido otros aspectos de la leyenda del rey Arturo y la Tabla Redonda. La historia de Guinevere y sir Lancelot du Lac le había conmovido considerablemente.

Ahora que Simon había visto algunas damiselas y damas de los caballeros francos, sus sentidos habían sufrido una conmoción más intensa. La mayoría de las mujeres pertenecientes a las familias de los cruzados estaban protegidas con medidas de seguridad semejantes a las de los harenes. No obstante, a muchas de las mujeres más atrevidas de Acre podía vérselas sin velo en público, algo que ninguna mujer musulmana sería capaz de hacer.

Esas damas cristianas, doncellas y matronas, habían observado a Simon en muchas ocasiones. Una bonita morena había hecho detener su litera para preguntar al joven normando la dirección de un cierto orfebre. Su treta habría resultado transparente para cualquier ser experimentado, que la hubiese tomado como una franca invitación. No fue ése el caso de Simon, que, ante la desesperación de Belami, tomó la pregunta de la bella interlocutora al pie de la letra.

—Lo siento, mi señora —había contestado, desviando cortésmente la mirada de los generosos pechos semiexpuestos—, pero no conozco a ese orfebre en particular, pero esta calle está llena de ellos, y cualquiera os lo podrá decir, estoy seguro.

Mientras Simon saludaba y se alejaba al trote, Belami gruñó.

—Tendré que hacer algo con este muchacho —le dijo al sonriente Pierre.

Sin embargo, aquel encuentro no dejó de afectar a Simon. Mientras se inclinaba desde la silla hacia la litera de la joven, su intenso perfume trastornó los sentidos. Junto con el aroma de agua de rosas que exhalaba su cuerpo recién bañado, su fragancia despertó su virilidad, que se agitó penosamente bajo los calzones de cota de malla. Con la cara enrojecida por la turbación, se había alejado con el fin de recobrar el dominio sobre sus alterados sentidos.

Más tarde, Belami encontró una nota dentro de la capucha de cota de malla de su joven servidor, que evidentemente la había introducido entre los pliegues la damisela cuando él se inclinó para responder a su pregunta.

—Ésta es una invitación a cenar con la dama, con su nombre y dirección completos. Debe de hacer un tiempo que va detrás de ti, Simon. —Belami echó la cabeza hacia atrás y lanzó una estruendosa carcajada—. Despierta, muchacho, o te perderás la más maravillosa experiencia de nuestra vida terrenal. ¡Que nuestra santa Madre no lo quiera!

El pobre Simon estaba confundido y emocionado ante el comentario de Belami, pero se hallaba igualmente perturbado por el recuerdo del seductor perfume de la adorable doncella.

—Ya falta poco —le dijo Belami a Pierre—. Simon está empezando a despertar. Lo que le ocurrió con María de Nofrenoy le alteró grandemente.

Los tres servidores cabalgaban a la cabeza de sus tropas, hasta que Belami hizo seña a sus jóvenes camaradas para que se unieran a él en el extremo de la columna.

—¿Veis aquella larga nube de polvo? —preguntó, señalando hacia el norte—. Ésa es una de las caravanas sarracenas, que se dirige a Meca. Es la clase de botín que Reinaldo de Chátillon difícilmente puede dejar de codiciar. Si sigue con sus viejas mañas, nuestro tratado con Saladino pronto terminará bruscamente. Estad atentos porque puede haber problemas, mes braves. ¡Para eso estamos aquí en patrulla!

Por la longitud de la nube de polvo, Simon y Pierre comprendieron que Belami tenía razón. Debía de ser una empresa de gran riqueza, así como un Hadj, el sagrado peregrinaje que los musulmanes hacen a La Meca.

—¿Quién es exactamente ese Reinaldo de Chátillon? —preguntó Simon, con curiosidad—. Hemos oído contar muchas cosas sobre sus hazañas, pero pocas sobre el hombre mismo.

Belami lanzó un bufido.

—Lo uno te dice lo otro. Se trata de un aventurero franco, de alguna manera armado caballero, probablemente por servicios prestados a algún príncipe inescrupuloso. Una cosa es cierta. Llegó a Tierra Santa hace unos años y se casó con la princesa de Antioquía, que había enviudado recientemente. Eso fue allá en 1153. Reinaldo, asimismo conocido como Reginaldo, es el hijo menor de Godofredo, conde de Giem, así que no tenía ni un céntimo.

«La princesa Constanza contaba con una rica dote y eso le puso en una excelente posición. Guillermo de Tiro, el famoso cronista que acaba de regresar a Europa, le tenía antipatía a De Chátillon y escribió sin pelos en la lengua sobre su matrimonio. Algunos dicen que el viejo cronista, arzobispo él, fue expulsado de ultramar por Reinaldo, que nunca olvida un insulto o una injuria.

«Como señor de Antioquía, asoló Chipre antes de que Isaac Comnemus la ocupara. Sus excesos en Tierra Santa son bien conocidos, y la persecución a que sometió al Patriarca es legendaria. Al fin y al cabo, el Patriarca se considera que es la máxima autoridad en la Ciudad Santa. Él es el rival representativo del Papa, y De Chátillon le trata como a un ser inferior. Os digo que Reinaldo es un rufián, un bellaco, un embustero y un ladrón. En una ocasión le capturó Saladino. En recompensa por las traicioneras promesas de leal amistad por parte de Reinaldo, el jefe sarraceno, que no miente jamás, le dejó en libertad. ¡Fue una tontería!

«Reinaldo de Chátillon recompensó a Saladino por su generosidad traicionando su confianza y, según se rumorea, aún sigue planeando construir una flota junto a las playas del mar Rojo para convertirse en el primer cruzado corsario. ¡Merde! De Chátillon no es un cruzado. No tiene ni una pizca de sinceridad en todo su cuerpo. Se propone saquear los puertos del mar Rojo, y las caravanas cargadas de riquezas de Saladino para La Meca, ofrecen enormes y suculentos botines.

«Os digo, muchachos, que tenemos que estar alerta a la espera de serios acontecimientos como consecuencia de tanta avaricia. Cualquier día, se excederá, y entonces Saladino caerá sobre él y sobre nosotros como el Ángel de la Muerte Vengador.

Ninguno de ellos pensó cuán proféticas habían de resultar muy pronto las palabras de Belami.

En aquel momento, atravesaban una desolada zona arenosa y poblada de hierba de pasto, en el camino a Galilea. Aquel yermo carente de agua resultaba deprimente; era un llano que se elevaba hacia dos colinas rocosas, llamadas Los Cuernos de Hattin, o Hittin como los habían bautizado los árabes. El lugar era tan desolador que Simon comentó:

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