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Authors: Michael Bentine

El templario (14 page)

BOOK: El templario
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Simon se sonrío.

—Tú no tienes la culpa, Marc. Deja la lucha en manos de nuestra orden militar. Nosotros mantendremos los caminos de peregrinaje abiertos para vosotros, y así podréis seguir construyendo hospitales y refugios.

—Ojalá fuese tan fácil. —El hospitalario meneó la cabeza con tristeza—. Hay muchos hombres sabios e inteligentes entre los paganos. Ellos saben más que nosotros sobre el arte de sanar. Mi tío era un hospitalario que en una ocasión cayó prisionero en Isphahan, y él me contó de los árabes y del uso que hacen del massa, el arte de curar mediante la imposición de manos.

—Es la segunda vez que oigo hablar de eso —dijo Simon—. El tío Raoul y Bernard de Roubaix me hablaron de ese método de curar, en Normandía.

El pensamiento de Simon voló por un instante hasta De Creçy Manor, que ahora se le antojaba a miles de leguas de distancia. Suspiró con nostalgia, pero en seguida la disertación del hospitalario sobre su Orden atrajo de nuevo su atención.

—También tenemos senescales y mariscales para administrar nuestros castillos y hospitales, y un gonfalonero, a quien se le confían nuestros estandartes sagrados, conserva los rollos heráldicos y mantiene los puntos de orden en la disciplina. Luego vienen los caballeros hospitalarios mismos, buenos guerreros con la habilidad adicional que se requiere para confortar a los enfermos y moribundos, y por fin, como sabéis, nosotros, los servidores, que somos la «argamasa» que mantiene unida la estructura total.

Las risas de los jóvenes resonaron con el buen humor de la adolescencia y la experiencia compartida. La sensación era placentera.

La herida de Simon había cicatrizado perfectamente y la cálida agua del mar hacía que resultara práctico bañarse, lo que aceleró el proceso. Belami le dio unas lecciones de esgrima, y el cadete normando respondió bien a los trucos y mañas del astuto veterano.

—Me dejasteis ganar este asalto —rió, mientras se dejaba caer con una rodilla sobre el pecho de su tutor.

—Celebro que lo creas así —gruñó el viejo soldado, a quien Simon había vencido limpiamente—. Eres mucho mejor de lo que tú piensas, Simon.

En su quinta noche en Marsella, abordaron el Saint Lazarus y, al romper el alba, la nave soltó amarras e izó las velas para aprovechar la temprana brisa matutina.

La corriente del Ródano no era tan fuerte como lo había sido en su larga carrera hacia el mar. Suavemente les llevó hacia la desembocadura y las dos velas cuadradas se hincharon rápidamente con el viento de mar adentro. No precisaron ningún piloto práctico para conducirles a mar abierto, y no tardaron en pasar ante las boyas exteriores y pusieron proa a los brazos del golfo de Lyon.

Simon, Belami, Phillipe y Pierre observaban apoyados en la baranda de popa el lento retroceso de la costa. Todos, en silencio, se preguntaban qué les aguardaba más adelante.

El Saint Lazarus era un magnífico barco, bien diseñado y construido para navegar como carguero transmediterráneo. Lenta y firmemente, cubría con comodidad el promedio de sesenta millas marinas por día.

Sólo Phillipe sufría de mal de mer, el precio abusivo que el mar les cobra a los hombres de tierra firme. Pierre había pasado su adolescencia en pequeñas embarcaciones, y Belami había hecho muchos viajes por mar en naves de los templarios. También Simon había disfrutado de muchas horas remando en el lago de la finca de su tío, o nadando y navegando en barca por el largo pasaje del río Andelle, junto a los dominios de los De Creçy. Sus estómagos resistían bien, y Phillipe pronto se recobró, de modo que toda la tripulación y sus ochenta pasajeros «se sacudieron bien» a las pocas horas de haber iniciado el balanceo en el suave oleaje del vasto mar. La luz del sol y el cielo azul muy pronto produjeron una sensación de lánguido placer que sus livianas tareas no lograban mitigar.

Al amanecer, en su quinto día en el mar, a unas 300 millas de Marsella, se rompió el idilio. Hasta entonces los vientos se habían mantenido estables y el carguero de quilla ancha se había desplazado a una velocidad permanente de tres nudos. Luego el viento viró y perdió fuerza. Aquélla fue una oportunidad que los corsarios que les habían estado siguiendo a una prudente distancia aprovecharon rápidamente.

Eran dos galeras piratas: naves rápidas, fáciles de gobernar, que utilizaban los corsarios de la costa Barbaria. Su táctica había sido de gran destreza; siguieron las luces de los cargueros guiados por el vigía, precariamente instalado en la cofa del mástil. Ello significaba que los barcos piratas sin faroles eran casi invisibles, el casco casi hundido en el horizonte. En contraste, la nave de los hospitalarios había prendido, imprudentemente, una linterna, cosa bastante segura para la navegación en condiciones ordinarias, pero peligrosa en aguas infestadas de piratas.

Al aminorar el viento, los corsarios atacaron, aumentando el ritmo de las galeras, hasta que rápidamente llegaron al alcance de las catapultas que ambas naves llevaban. Fueron localizadas en cuanto aparecieron en el horizonte, y los redoblantes tocaron la alarma.

El caballero hospitalario, Gervais de Redon, tenía más experiencia en la atención de los enfermos que en comandar un barco de guerra, pero el veterano servidor Condamine era muy versado en aquellas lides. De inmediato alistó a Belami y le dio el mando de los mercenarios. Con los servidores templarios, Belami se encontró con treinta hombres a sus órdenes. Les hizo formar inmediatamente y les pidió que se mantuviesen fuera de la vista hasta que los corsarios trataran de abordarles. Ellos tenían que ser su reserva estratégica.

Jean Condamine mandó a veinte arqueros para que se unieran a ellos, y retuvo a los otros treinta, dispuestos a enfrentar al enemigo desde larga distancia.

Cuando les separaban unas 200 yardas, los corsarios abrieron fuego con sus catapultas más poderosas. Al principio, las grandes piedras lisas que lanzaron cayeron al agua, pero, al acortarse la distancia, silbaban por encima de los mástiles o les perforaban las velas.

En cuanto las galeras piratas llegaron al alcance del carguero, Jean Condamine ordenó a De Redon abrir fuego y, por una afortunada casualidad, el tercer tiro de la catapulta de popa colocó una roca de buen tamaño en la segunda galera, en el costado de babor, que barrió a dos corsarios de la cubierta de proa, y sus destrozados cadáveres cayeron en la estela de la galera.

Los piratas lanzaron dos tiros más: una de las piedras mató a un arquero en el acto de un tremendo golpe en el pecho y mancó a un caballo en el establo protegido de la bodega. En cuanto comenzaron a registrar tiros certeros en el carguero, los capitanes corsarios dejaron de catapultar piedras para lanzar balas de fuego griegas. Dichas armas consistían en potes de arcilla completamente cerrados, llenos de una mezcla inflamable de brea, aceite y nafta. Al romperse los potes, la mezcla ardía espontáneamente, y el agua resultaba ineficaz para apagarla. El único líquido recomendable para combatir las balas de fuego griegas era el vinagre. Por este motivo, los costados del carguero estaban recubiertos con pieles embebidas en una solución de vinagre, y otras pieles humedecidas con la misma preparación las mantenían listas dentro de cubos junto a los dos mástiles.

En cuanto las balas de fuego griegas estallaban a bordo, los soldados y la tripulación atacaban las llamas con esos extinguidores. La falta de viento, que les había hecho caer en manos de los corsarios, ahora tampoco avivaba el fuego provocado por la preparación química y no tardaba en ser extinguido.

Mientras tanto, los arqueros habían mantenido el tiro constante contra ambas galeras, que se acercaban rápidamente por los dos costados. Varias flechas de los arqueros hospitalarios habían encontrado su blanco liquidando una docena de piratas. A pesar de todo, los corsarios no se daban por vencidos y se preparaban para la matanza.

Cuerdas con arpones de cuatro ganchos en los extremos eran lanzadas a través del espacio que separaba a las naves, que se iba estrechando rápidamente. Varios de aquellos arpones se engancharon en distintas partes de las defensas del carguero; uno de ellos ensartó a un marinero a la baranda de babor.

Las galeras piratas no sospechaban la estratagema de Belami de esconder a los soldados. Los gritos de triunfo, cuando la tripulación mora se alineaba ante la borda, denotaban una excesiva confianza.

Al acercarse las naves piratas para el abordaje, se quebraron varios remos de los galeotes, lo que causó varias víctimas entre los esclavos encadenados. Un enjambre de corsarios se mantenía junto a la borda, dispuestos a saltar a los costados altos del carguero.

Los arqueros hospitalarios no dejaban de arrojar una lluvia de flechas mortales. Muchos piratas lanzaban su último grito de guerra cuando las cortas flechas se clavaban en los morenos cuerpos, ligeramente protegidos. Aun así, hordas de corsarios trepaban por las sogas o se lanzaban hacia la nave de los hospitalarios colgados de las cuerdas de su galeote.

Siguiendo la táctica habitual en aquellas costas, el ataque se producía sincronizado por ambos lados; cada galeote mandaba simultáneamente una horda de piratas a través del estrecho espacio que les separaba de sus víctimas.

Simon se hallaba apostado en el castillo de popa del alto alcázar. Allí, disparaba mortales flechas con su arco galés sobre los corsarios que les abordaban. Algunas se clavaban en los costados de madera de la nave, pero la mayoría encontraba su blanco en el cuerpo de algún moro que lanzaba un grito de agonía. Luego Belami se lanzó sobre ellos, con su hacha danesa de doble filo partiendo cascos de acero, cotas de malla y escudos reforzados como si fuesen de pergamino.

Junto a él, Phillipe y Pierre blandían las pesadas espadas de cruzado con toda la destreza que Belami les había impartido durante los entrenamientos. Desde sus escondites, el resto de las tropas de los templarios surgieron de repente para encarar a los sorprendidos corsarios. Los servidores hospitalarios primero se valieron de sus lanzas; luego, a medida que las afiladas puntas atravesaban a una de sus víctimas, extraían las espadas y se abrían camino hasta la borda de la nave.

—¡Manteneos juntos! —gritaba Belami—. ¡Obligadles a retroceder hasta la borda!

El viejo Condamine, el astuto veterano hospitalario, bajó corriendo con Simon del castillo de popa y, juntos, se abrieron paso hasta donde se hallaba Belami. En un instante, se dieron vuelta las tornas. Donde los moros triunfantes abordaron la nave a docenas, ahora se apilaban los cadáveres de los corsarios hasta llenar la cubierta del carguero. A pesar de la brisa marina, la nave entera hedía a cuerpos destripados y a muerte. De lo alto de los mástiles caían piedras y pequeños barriles de aceite hirviendo eran arrojados sobre las cubiertas de ambas galeras. Durante todo el tiempo, caía una lluvia de flechas de los hospitalarios sobre las tripulaciones piratas.

Con gritos de desesperación, algunos de los corsarios sorprendidos intentaban volver a sus galeras y muchos de ellos caían gritando en medio de los costados chirriantes de las tres naves.

—¡Se retiran! —gritó Belami—. ¡Un último ataque y habremos vencido!

La pequeña fuerza de servidores respondió con renovada furia; hasta los arqueros dejaron sus armas y blandieron las ensangrentadas espadas.

De pronto, aquello se convirtió en una carnicería; una matanza de moros, desmoralizados más allá de los límites. Las hojas de los hospitalarios cortaron rápidamente las amarras con garfios y las galeras se alejaron lentamente por ambos lados. Una estaba en llamas, y el fuego se volvía incontrolable, al inflamarse los explosivos almacenados en su bodega. La otra galera, en muy mal estado y falta de remos, bregaba por alejarse lentamente de su pretendida víctima, que tan rápidamente se había convertido en mortal vengador.

Simon y los arqueros sobrevivientes seguían disparando flechas, abatiendo a los corsarios que pretendían apagar las llamas en ambas galeras.

—¡El viento! —gritó Condamine—. ¡Mirad! Las velas se hinchan.

Con un ronco grito, los hospitalarios y sus aliados ayudaron a afirmar las velas, y el pesado carguero se desplazó lentamente hacia adelante, y no tardó en dejar muy atrás a las devastadas galeras. Una de ellas se estaba hundiendo. La otra estaba en un estado catastrófico.

Sin aliento, a causa del esfuerzo, con las pecheras de malla salpicadas de sangre, mientras aspiraban anhelantes el aire fresco del mar, los cruzados victoriosos se entretuvieron a abrazar a sus camaradas y hacer una evaluación del costo de la derrota de los corsarios.

Veinte hospitalarios, entre arqueros y soldados, yacían muertos. Una docena más estaban heridos, algunos seriamente. Con horror, Simon descubrió que Phillipe era uno de ellos, con una flecha mora clavada entre las costillas. Le sostenía un lloroso Pierre de Montjoie, en tanto que Condamine y Belami atendían a los heridos. Mientras Simon se inclinaba sobre su agonizante amigo, los ojos de Phillipe se abrieron, parpadeando, con un interrogante en las veladas profundidades.

—¡Vencimos! —dijo Belami—. ¡Les mandamos de vuelta al infierno, camarada!

—¡Dios sea loado! —musitó Phillipe, y se sonrío.

Su leve sonrisa adquirió el rictus de la muerte al ser abrazado por el Ángel Oscuro. Vertiendo lágrimas libremente, Pierre y Simon abrazaron a su querido amigo.

El servidor hospitalario se llevó a Belami aparte.

—Les sepultaremos en el mar. Es nuestra costumbre.

—¡A Phillipe de Mauray no! Le prometí llevarle a Tierra Santa y allí será enterrado el muchacho.

—Lo que tú digas, Belami —dijo el hospitalario—. Tenemos un barril de agua vacío. Pondremos al valiente muchacho en salmuera.

Y así lo hicieron: vertieron sal en abundancia en el agua con vinagre y con sumo cuidado introdujeron el cuerpo de Phillipe en la mezcla conservadora. Clavaron los cercos de hierro para sujetar la tapa y el barril de agua se convirtió en el féretro de un valiente joven templario.

El costo había sido alto, pero la batalla naval había terminado con una resonante derrota para los muy temidos corsarios de la costa Barbaria.

—Cuando me llegue el turno —le dijo Pierre de Montjoie a Simon—, entiérrame en Tierra Santa. De ser posible, en el sitio donde enterremos a Phillipe.

Mientras el joven vertía ardientes lágrimas, Simon le estrechó en sus brazos.

El anciano comandante hospitalario, De Redon, se desempeñó magníficamente en el combate general, liquidando a un corsario con su espada y aplastando el cráneo de otro con su maza. Ahora, hábilmente atendía a los heridos, restañando hemorragias y vendando heridas, con sus tejidos de lino limpios, sus ungüentos y sus extractos de hierbas.

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