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Authors: Michael Bentine

El templario (11 page)

BOOK: El templario
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—¿Cómo pueden los hombres comportarse de esta manera? Ninguna bestia es tan salvaje. Esto es la maldad descarnada —dijo Pierre.

—En eso tienes razón, mon brave —replicó Belami, con tristeza—. Estos renegados están embrujados. Están aliados con el diablo. —Se persignó al tiempo que los demás se estremecían, pues sentían la proximidad del Señor de las Tinieblas, que se sentía atraído por el hedor de la muerte—. Esos cabrones están poseídos. Sus horribles actos hablan por sí mismos —concluyó Belami.

—¿Cómo pudo suceder todo eso en tan corto tiempo? —preguntó Simon con un hilo de voz.

—La lucha duró más de lo que supones —repuso Belami, limpiando el hacha de guerra—. Combatimos con ellos unos buenos cinco minutos. Ése es tiempo suficiente para violar y robar. Probablemente las mujeres se habían levantado para ir a buscar agua y alimentar los fuegos de campamento. Los bandidos las atacaron a ellas primero, para evitar que dieran la alarma. Esos diablos deben de haberlas poseído junto a la fuente.

—Pero, ¿y la guardia? ¿Cómo pudieron acercarse a los centinelas sin ser oídos? —inquirió Simon.

—Eso fue culpa mía —respondió Phillipe, sintiéndose culpable—. Oh, yo estaba alerta, pero me pareció ver a una de las mujeres que se acercaba a mi puesto para traerme agua. Pero era uno de los ladrones que llevaba una capa de mujer con capucha. Debió de cogerla de una de sus desgraciadas victimas. Me volví para darle las gracias y, cuando recobré el conocimiento, estaba estirado en el suelo, con la cabeza zumbándome a causa del golpe que me había propinado el bandido. En aquel momento, Pierre le atravesaba con su espada. Yo extraje la mía y me uní a los demás cuando los otros asesinos nos atacaban.

—Fue un grito y el ruido de tu espada al ser desenvainada lo que finalmente me despertó —explicó Belami—. El golpe contra tu cabeza y los mandobles de Pierre deben de haberme alertado un instante antes, pero lo que recuerdo claramente es el roce de la espada al salir de la vaina. Bien hecho, muchachos, os habéis comportado como auténticos servidores templarios.

Se arrodillaron para elevar una breve plegaria por el alma de sus camaradas asesinados. Todos estaban extrañados por la desaparición del otro cadete, Etienne Colmar, el joven de Flandes.

El misterio se desveló cuando le hallaron muerto, empalado en un árbol con una lanza. También él estaba desprovisto de la cota de malla. Evidentemente, el acto lo había cometido el jinete renegado. Los demás asesinos sólo estaban armados con espadas y dagas.

Los tres cadetes muertos fueron enterrados uno al lado del otro, con cruces de ramas burdamente atadas colocadas sobre sus cuerpos asesinados.

Simon les rindió honores con su espada alzada y el rostro tenso por el dolor.

—Tenéis razón, Belami, deberíamos ir y vengar a nuestros amigos. Debemos meter humo en el nido de ratas y exterminar a esas alimañas.

Los demás asintieron con la cabeza para expresar su conformidad.

—Ahora —dijo el veterano—, debemos llegar cuanto antes a la comandancia de Orange. Quiero que De Montdidier, el mariscal de la guarnición, me preste la mitad de sus hombres de inmediato. Debemos atacar a De Malfoy mientras sus secuaces aún estén baldados.

Al cabo de pocas horas, Belami rabiaba de impaciencia, enfrentando al segundo oficial al mando de aquel puesto de los templarios. Eugéne de Montdidier, el mariscal de mediana edad al mando, se encontraba postrado a causa de un violento ataque de amaldia, una de las fiebres más azarosas de Tierra Santa. El veterano cruzado hubiera accedido sin vacilar a la petición de Belami, pero, por una endiablada mala suerte, el hombre estaba delirando cuando llegó la caravana al lugar.

Su ayudante, Louis de Carlo, otro viejo cruzado, se mostró inflexible.

Se negó rotundamente a reducir las fuerzas de la guarnición mientras el comandante se hallara hors de combat. Nada de lo que Belami pudiese decir o hacer parecía poder hacerle cambiar de actitud o modificar su posición. Ofreció a los peregrinos seguro refugio en el patio de la comandancia, así como ayuda y remedios para los enfermos y heridos, pero se negó lamentándolo mucho a conceder a Belami el refuerzo de uno solo de sus soldados.

La guarnición de los templarios protegía el extremo oriental de un alto puente, originariamente construido por los romanos, sobre el Ródano, para comunicar el camino occidental de los peregrinos con la ciudad de Orange, en la orilla opuesta del río.

Se trataba de un eslabón vital en la cadena estratégica de fortalezas de los templarios, y el viejo cruzado esgrimía un argumento válido al querer mantenerlo en su plena dotación. Sin embargo, la capacidad de persuasión de Belami era la de un cruzado veterano que había adquirido más experiencia que el segundo oficial al mando de la guarnición. De mala gana, el mariscal temporario accedió por fin a prestarle la miserable dotación de nueve soldados, dejando la guarnición para ser defendida por los treinta y un templarios auxiliares restantes.

Lamentablemente, Robert de Burgh y Homfroi de Saint Simeon, los caballeros templarios más experimentados de la guarnición, se hallaban ausentes en Orange.

—Han ido a la ciudad para mantener una reunión del Capítulo en la abadía. Si estuviesen aquí, Belami, podría confiarles a ellos la misión. Poseen un gran conocimiento de la región y su ayuda sería invalorable. ¿No puedes esperar que regresen? Claro, ya te comprendo: De Malfoy es vulnerable en estos momentos a causa de las pérdidas y del fracaso de su ataque. Pero sólo puedo prescindir de nueve hombres. Que Dios te proteja, Belami.

—Así seremos trece —replicó el veterano servidor—. El buen Señor tenía ese número en la última cena. Atacaremos a los renegados a la misma hora que nos atacaron a nosotros, exactamente antes del amanecer.

—Ten cuidado, Belami —le advirtió el viejo cruzado—. El cañón de l’Ardéche es un lugar peligroso. Los altos acantilados y el sinuoso río lo convierten en el sitio perfecto para una emboscada.

Irritado por lo porfiado que se mostraba el segundo oficial, el veterano, por primera vez, dejó que la impaciencia por saldar cuentas con De Malfoy se impusiera sobre su prudencia. El servidor Louis de Carlo, el gordo y viejo comandante temporario, hacía tiempo que no participaba en combate alguno, pero había sido un soldado recio en su época y sabía la llama que ardía en el corazón de Belami. A medianoche le vio marchar con sus tres cadetes y nueve soldados montados, y en el fondo sintió nostalgia por no poder acompañarles.

Belami contaba con dos montañeros entre su pequeña fuerza. El conocimiento que ellos tenían del terreno le daba cierta tranquilidad. Eran las dos de la madrugada pasadas cuando llegaron a la entrada del cañón. La luna había salido tarde y les daba luz suficiente para adentrarse en las tenebrosas profundidades del escarpado valle, siguiendo el sinuoso curso del río Ardéche.

Hasta el momento, habían recorrido una milla por el cañón sin ser descubiertos. Los cascos de sus caballos estaban recubiertos por pedazos de arpillera y avanzaban en silencio. Con todo, Belami estaba inquieto.

—No hay guardias apostados —le dijo a Simon en voz baja.

—Eso es extraño para un caballero experimentado como De Malfoy —murmuró Simon a su vez—. En el carro de Nofrenoy faltaba un barril de vino. Quizá los bandidos están durmiendo la mona.

Belami asintió con la cabeza.

—Puede ser que tengas razón, Simon. Los vencidos suelen ahogar el recuerdo de la derrota en vino. Confiemos que tengan un sueño pesado.

Guiados por los dos montañeses, siguieron avanzando serpenteando por el cañón. De pronto, el montañés que hacía de guía se detuvo al aparecer la luna de detrás de una nube. Se llevó los dedos a los labios. Belami se adelantó calladamente para unírsele, al tiempo que indicaba a los demás que le siguieran de cerca. No pronunciaron ni una sola palabra.

Ante ellos, un grupo de hombres envueltos en mantas yacía alrededor de un fuego de campamento. Los arqueros templarios se parapetaron detrás de los árboles y apuntaron sus arcos. Simon descolgó de su hombro el arco de tejo en silencio. Belami asintió con la cabeza, y los arqueros dispararon simultáneamente. Las cinco flechas se clavaron con un ruido sordo en los bultos tapados por las mantas del suelo, y la primera flecha de Simon traspasó el cuerpo agazapado del centinela. Belami en seguida se dio cuenta de que habían sido víctimas de un engaño. Sus blancos eran objetos envueltos con mantas. De repente, una lluvia de flechas, disparadas desde las rocas de lo alto, se clavaron a su alrededor. Dos de ellas hicieron blanco en los hombres de Belami, reduciendo su tropa a diez.

El resto de los soldados se había arrojado al suelo detrás de cualquier cosa que les sirviese de protección. Los renegados acogieron su reacción con gritos de triunfo. Confiados en extremo, cometieron un error fatal. Creyendo que sus adversarios habían sufrido más bajas de las que en realidad se habían producido, los jubilosos bandidos abandonaron su refugio y se lanzaron corriendo pendiente abajo para concluir su tarea.

Los templarios simularon estar muertos hasta que sólo unas pocas yardas les separaban de sus atacantes. Entonces se levantaron y dispararon; Simon lanzó flecha tras flecha en rápida sucesión. Cada proyectil lanzado por un arco encontraba su blanco, y las flechas del normando iban abatiendo a los forajidos, uno tras otro. El ataque se detuvo y, chillando de terror, los bandoleros se desbandaron en retirada. Montando de nuevo en sus caballos, los templarios salieron al galope tras ellos, abatiendo a sus desmoralizados oponentes a medida que les alcanzaban.

Belami hizo caer de su montura a un alto ladrón con un golpe aturdidor; antes de que el bandolero recobrase el conocimiento, él ya había saltado de la silla y le colocaba la punta del puñal en la garganta.

—¿Dónde está De Malfoy? —rugió el veterano, con la hoja de la daga temblando por la furia que le dominaba.

No había ni un asomo de piedad en sus ojos. El aterrado bandolero respondió aún aturdido:

—Fue a atacar a la comandancia. Lo tenía planeado desde hace mucho tiempo. De Malfoy abandonó el valle por un acceso secreto, a través de las cuevas que hay cerca de la entrada. ¡Nuestra emboscada tenía por objeto deteneros mientras él atacaba la fortaleza de los templarios!

—Debe de estar loco. La guarnición puede rechazar el ataque fácilmente. —Belami estaba asombrado por el aparente desatino del forajido—. Si tienes algo más que decir, dilo ahora, o te cortaré las orejas.

No había nada melodramático en el tono de Belami. Sus palabras expresaban exactamente lo que quería decir. El bandolero continuó precipitadamente:

—Se disfrazaron de peregrinos. El camino occidental de peregrinaje cruza el puente. Los guardias no sospecharán nada.

—¡Por el fuego del infierno! —exclamó Belami—. Regresemos, mes braves, o será demasiado tarde.

—¡Piedad! —chillaba el bandido.

—La clemencia de Dios no se gana tan fácilmente; has traicionado a tus camaradas. ¡Muere!

La daga del veterano, hundiéndose en el corazón del hombre, acalló sus balbuceantes ruegos. Los templarios saltaron de nuevo sobre sus monturas y, en tanto la luz del alba se filtraba en las oscuras profundidades del valle, partieron al galope como llevados por el diablo.

Les había llevado dos horas el silencioso acercamiento. Ahora salieron atronando del cañón en cuestión de minutos y cubrieron la distancia que les separaba del puente en media hora de duro cabalgar. Al tomar la última curva antes de llegar al puente, vieron que se elevaba una aceitosa columna de humo negro de la comandancia. Dando rienda suelta a sus sudorosos caballos, los templarios maldecían o rezaban según les dictaban sus temores. Acercándose al puente por el otro extremo, el triunfante De Malfoy conducía a sus forajidos, cada uno de ellos pesadamente cargado con su botín. Ello había de ser su ruina. Reacios a deshacerse de su rico botín, titubearon durante unos momentos que habrían de resultar fatales. Los once vengadores, pálidos de furia, se precipitaron hacia ellos como una avalancha.

Los hombres de Belami iban armados con lanzas. Las mortales puntas de acero se clavaban en los bandoleros como si fuesen de carne picada. A continuación, aparecieron las espadas y todo fue una confusión de hojas de acero, que brillaban bajo la luz del amanecer.

Aunque les aventajaban en número por cuatro a uno, las aguerridas fuerzas de Belami se abrieron paso entre la masa de los hombres de De Malfoy.

El hecho de que los bandoleros fueran atrapados en medio del puente fue otro factor que contribuyó en su resonante derrota. Totalmente desmoralizados, los forajidos huyeron. «¡Sauve qui peut!», fue el grito que lanzaron al pasar junto a De Malfoy. Éste lanzó un juramento y atacó a sus propios hombres cuando se arremolinaban a su alrededor.

Las flechas de Simon dieron cuenta de tres hombres más, mientras él disparaba desde la silla. El hacha de guerra de Belami cercenó los miembros de otros cuatro bandoleros que lanzaban gritos de dolor. La fuerza de los templarios acuchilló a una veintena de renegados, y los arqueros dieron cuenta de los restantes. Fue una carnicería.

De Malfoy quedó solo en su corcoveante caballo negro, con la espada roja de sangre de sus propios hombres. Otro bandolero permanecía a su lado: un joven enjuto, de rubios cabellos, que ahora intentaba escapar atacando, lanza en ristre, a Simon que estaba más cerca de él.

De Malfoy levantó su espada y la arrojó al río.

—¡Je me rends! —gritó roncamente—. Fui armado caballero y puedo pagar un buen rescate.

Haciendo caso omiso del jinete que le atacaba, Simon tensó la cuerda de su arco.

—¡He aquí tu rescate! —gritó, y la gruesa cuerda del arco vibró sonoramente.

La flecha atravesó silbando el puente y se hundió en el pecho cubierto por la sobrevesta roja de De Malfoy.

Con un fuerte gruñido, cayó de su alta silla y se estrelló contra el parapeto de piedra. En su agonía, se retorció resbalando por el costado del altísimo puente. De Malfoy ya estaba muerto cuando se hundió en las espumosas aguas del Ródano y desapareció en el remolino blanco.

—¡Cuidado!

La advertencia de Belami llegó demasiado tarde, en tanto la lanza del renegado atacante alcanzaba el costado derecho de Simon. El joven normando sólo tuvo tiempo de girar sobre la silla, al tiempo que soltaba el arco y echaba mano de la espada. Entonces la lanza le hirió, de través, pero desgarrando a fondo la cota de malla y llegando a la carne. Simon se tambaleó sobre la silla, mientras el renegado pasaba por su lado.

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