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Authors: Michael Bentine

El templario (13 page)

BOOK: El templario
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Belami tomó una firme actitud ante él.

—No tienes motivos para culparte de nada, mon ami —insistía—. Sé que la instrucción monástica que te han impartido te ha impuesto la pesada noción del pecado. Tu amor por María no es algo pecaminoso. La joven se repone bien y es afortunada al no haber terminado tan mal como los demás. El buen Dios y nuestra santa Madre la protegieron.

Belami se persignó, tanto por las piadosas mentiras como por haber mencionado a la Virgen. Si bien era un hombre religioso en el sentido de su inconmovible fidelidad al cristianismo, la conmiseración del viejo soldado poseía una cualidad especial que provenía de su prolongada experiencia en Tierra Santa. Ella era verdaderamente ecuménica. Esa sensibilidad podía parecer incompatible con lo que semejaba una efectiva máquina de matar, pero Belami era mucho más que eso.

Simon poseía ese mismo sentido innato de conmiseración, aunque tenía casi dieciocho años y ya había dado muerte a siete u ocho hombres; pero todos ellos habían sido criminales dispuestos a matarle a él o a sus camaradas. No se sentía culpable por ello; en cambio sus regodeos con María habían creado ciertas dudas en su joven espíritu. Ésas eran las que atormentaban su conciencia.

Belami se dispuso a disiparlas tan prestamente como pudo.

—No has roto voto alguno y yo juro que no tuviste tiempo de quitarle la virginidad a la muchacha. Ambos sois tan inocentes como criaturas recién nacidas, de modo que olvídalo. Acepta mi consejo, Simon. Es mejor así.

El proceso de recuperación y las energías que tornaban rápidamente no tardaron en sacar a Simon de las tinieblas de la culpa a la luz de una nueva resolución. Estaba más decidido que nunca a justificar la fe de su fallecido padre en su destino, así como arribar a Tierra Santa lo más pronto posible. Sin embargo, ello presentaba un problema. A causa del retraso provocado por la herida de Simon, los cuatro camaradas descubrieron, al llegar a Marsella, que habían perdido el barco que esperaban que fuese su medio de transpone.

El hecho desalentó a los tres cadetes, pero Belami se mostró más resuelto y se dirigió a la nave más cercana que cargaba vituallas y refuerzos para Tierra Santa. El barco, un carguero veneciano de amplio velamen, brindaba escueta comodidad en sus noventa pies de eslora para treinta caballos y un centenar de hombres. El acostumbrado aparejo veneciano de velas latinas había sido reemplazado, tanto en el palo de trinquete como en el de mesana, por aparejos de velas cuadradas. Ello estaba más de acuerdo con las costumbres del norte de Europa que con la práctica en el Mediterráneo. Existía una ligera desventaja por cuanto eran más difíciles de manipular, pero eso quedaba compensado por una estructura más recia. Además, ello permitía colocar cofas de combate en lo alto de los mástiles. Éstas servían como puestos de vigía o bien podían acoger a unos cuantos arqueros, así como piedras y ánforas con aceite para ser arrojados sobre la tripulación de otras naves que intentaran abordar el barco. Las posiciones en las cofas se alcanzaban trepando por escaleras de soga sujetas a los mástiles.

El bajel de gran calado era posesión de la Orden de los Hospitalarios. Esta Orden contemporánea de caballeros monjes era una organización militar rival y a menudo chocaba en los altos niveles con la de los templarios. Pero la rivalidad no se extendía más allá de las riñas bien intencionadas entre los rangos competitivos de los servidores.

Belami abordó amigablemente a un servidor hospitalario, Jean Condamine, un guerrero tan canoso como el veterano mismo. Condamine tenía el cargo adicional de practicante de la medicina para los Caballeros Hospitalarios, en su labor consagrada a sanar enfermos.

Los miembros de ese cuerpo alternativo de servidores no debían necesariamente observar una total abstinencia y, por lo tanto, unas botellas de vino provenzal demostraron ser el lubricante adecuado para poner las ruedas en movimiento. Belami no tardó en persuadir a su oponente en el Cuerpo de Servidores Hospitalarios para que les facilitara el pasaje a los cuatro templarios y sus monturas. Ésta habría sido la petición más difícil de ser concedida, pero dio la casualidad de que, en aquel viaje, el Saint Lazarus sólo transportaba veinte caballos de los hospitalarios.

El grueso de los pasajeros lo constituían los arqueros y servidores, así como mercenarios que se habían sumado a la tripulación como para brindar una protección adicional. Ésta era una necesidad muy real, ya que piratas de la costa Barbaria y corsarios del norte de África habían estado recientemente muy activos y habían logrado hacerse con varios botines valiosos.

Por esta razón, la nave de los hospitalarios iba también armada de dos catapultas, una en la proa y la otra situada en la cubierta de popa; ambas armas podían lanzar pesadas rocas a una distancia de un centenar de yardas.

Ése era otro motivo por el que Belami había elegido la nave entre la cincuentena de gabarras, barcos mercantes aparejados con velas latinas y otras embarcaciones de gran calado dedicadas a la pesca y al comercio que se alineaban en los quais de Marsella.

Debían esperar varios días para embarcar, de modo que Belami se dedicó a demostrar a sus camaradas cómo pasar el tiempo en el más importante puerto de la costa occidental del Mediterráneo. Con un instinto nacido de la larga experiencia, Belami había olfateado una pequeña taberna que ofrecía alojamiento en las dependencias anexas. El hospedaje iba acompañado de buena comida y un excelente vino de la zona. También había un genial posadero, que había sido mercenario en otros tiempos, y una esposa jovial con tres hijas, para completar la trabajadora y hospitalaria familia provenzal.

—Esto es mucho mejor que molestar a la guarnición de los templarios de la localidad para que den acogida a cuatro huéspedes temporarios —dijo Belami, con una astuta sonrisa—. Me he presentado al mariscal local y le he informado de que resido aquí con unos antiguos amigos. Es un caballero bastante tranquilo, para ser templario, y estaba enterado de nuestro contratiempo en la comandancia. No puso ninguna objeción a la presente situación. De hecho, nos felicita por haber eliminado a De Malfoy.

—¿No quiso saber más detalles sobre la matanza de los peregrinos? —inquirió Phillipe sin rodeos.

—Ni uno solo —repuso Belami, secamente—. Semejantes pérdidas ocurren de tanto en tanto, y De Malfoy ya había borrado a varios grupos de la faz de la tierra de la misma manera. Al haber borrado esa mancha oprobiosa de la orden de caballería nos ha convertido en persona grata ante los templarios y los hospitalarios de la comarca. En caso contrario, ellos y nuestros camaradas de Orange se habrían visto obligados a atacar ellos mismos ese nido de víboras. Así —siguió diciendo con una luminosa sonrisa—, id y divertíos. Hay mucho por ver y hacer en Marsella. Seguid mi consejo y procurad saber algo más sobre la Orden de los Hospitalarios y su obra. Nuestros grandes maestros no siempre están de acuerdo, pero nosotros, los servidores no armados caballeros, debemos actuar en íntima relación mutua, si es que queremos sobrevivir en Tierra Santa.

Los demás le tomaron la palabra a Belami y, por conducto del contacto que el veterano había hecho a bordo del barco, no tardaron en ser bien recibidos entre el grupo de servidores y soldados hospitalarios con quienes viajarían para unirse a la Cruzada.

Fuese que la conmoción causada por la herida hubiese afectado el recuerdo de Simon de los hechos recientes o fuera que las evasiones bienintencionadas de Belami hubieran obrado efecto, en medio de la emoción ante el pronto embarque y el bullicio que reinaba en Marsella, el caso es que desapareció el sentimiento de culpa que tenía y sólo muy de vez en cuando pensaba en María. Como de costumbre, Belami había tenido razón.

Los tres servidores templarios aprendieron muchas cosas de sus contemporáneos entre los hospitalarios. Al tiempo que el bello rostro de la muchacha italiana se esfumaba de la memoria de Simon, su mente se iba llenando de nuevas y excitantes informaciones sobre Tierra Santa. Al parecer, muchas de las plazas fuertes que habían surgido para preservar los territorios ganados con esfuerzo por los cruzados, las habían construido o ampliado los hospitalarios, que eran formidables constructores de hospitales y castillos, y a menudo reforzaban fortalezas originariamente construidas por los sarracenos y otras naciones musulmanas en Palestina, Siria y el Líbano.

El formidable Krak des Chevaliers, un enorme bastión de piedra con intrincadas fortificaciones, que dominaba los campos de los alrededores con sus múltiples torres y maciza edificación, había sido principalmente construido por los hospitalarios, si bien de tanto en tanto también se constituía en guarnición de los templarios.

Los tres emocionados zagales rondaban por el agitado puerto, acompañados por el mismo número de servidores hospitalarios. Los otros jóvenes llevaban dos meses en Marsella, preparando las vituallas para el viaje, por lo que eran versados conocedores de la ciudad. Ellos les señalaban las influencias griegas, romanas y venecianas en el crecimiento del bullicioso puerto, y llevaron a Simon, Phillipe y Pierre en una visita guiada a los mercaderes y mercados que competían para aprovisionar los múltiples bajeles anclados a lo largo del quais.

Había también barcazas que transportaban vino de Dijon y Lyon, así como chalanas cargadas de hortalizas y frutas de los campos cercanos a Orange y otras ciudades del bajo Ródano. Carros rebosantes de carne y productos lácteos llegaban diariamente de otros puntos de la región, y la agitación general que producía la llegada y la partida de los numerosos tipos de embarcaciones constituía un panorama de constante interés, tanto para los visitantes como para los nativos.

Al igual que en los quais de París, las fragancias de las especias y frutas mantenían a raya los olores más nauseabundos del puerto; incluso los aromas provenientes del mercado del pescado eran barridos por la brisa constante del mar. Todo provocaba fascinación en los cadetes, y tanto los templarios como los hospitalarios gozaban del espíritu de camaradería que reinaba entre ellos, modestamente estimulado por el delicioso vino tinto provenzal.

Fue durante ese idilio de agitada tranquilidad que los tres cadetes tuvieron la oportunidad de volver a ser jóvenes. El exceso de violencia y pesada responsabilidad habían empañado temporariamente el goce de la vida para ellos, pero ahora volvían a reafirmar su espíritu juvenil.

Pierre fue un gran valor en la reconstitución de la moral de sus compañeros, que en el caso de Simon tanto se había visto afectada por la herida, así como por el injustificado sentimiento de culpa respecto del destino de María.

—Me gusta este lugar. Marsella tiene una atmósfera que supera la de París —comentó Phillipe, pensativamente, mientras tomaba un sorbo de vino de un vaso de madera de olivo—. Es como la calma después de la tormenta.

—Es el mercado del pescado, mon garçon —se sonrió Pierre—. El hedor que viene de los fruits de mer podridos tiene un efecto soporífico, como el opio. ¡A mí dadme la pestilencia del vino agrio en el Quai de Berçy, y el rico aroma de cloaca que viene del Sena, en todo momento! Eso es lo que yo llamo atmósfera. No hay nada como la mierda parisina para ponerte en marcha, a primera hora de la mañana.

Los jóvenes templarios y hospitalarios rieron estrepitosamente, ante la ruda ocurrencia de Pierre, tanto por efecto del sol del mediodía como por el excelente vino tinto.

Pero, Phillipe, su callado compañero, ahora parecía haberse sumido en un ensueño, con la mirada perdida en el mar, como si hubiese vislumbrado una visión más allá del horizonte.

Simon fue el primero en advertirlo.

—¿Qué te aflige, mon garçon? En este preciso instante, estabas a muchas millas de distancia.

Phillipe se sobresaltó, como si despertase de una ensoñación.

—Es sólo un presentimiento que he tenido. Anoche soñé que estaba en Tierra Santa, frente a las puertas de Acre, y nadie me dejaba entrar.

—¡No me digas! —exclamó Pierre, con su alegre voz—. ¡Después de tres semanas en alta mar, sin tomar un baño caliente, sería un milagro que nos dejaran pasar!

Esa mañana, sin embargo, ni siquiera la efervescencia de Pierre no bastaba para disipar el mal presentimiento de Phillipe.

—No es saludable —dijo Belami, cuando Simon se lo contó—. Toda esta pérdida de tiempo, varados en Marsella, le da al muchacho demasiado que pensar. Phillipe es un chico serio, ansioso por llegar a Tierra Santa. ¡Eso es todo! Llevadle al campo y que se distraiga.

El veterano servidor hizo una pausa, con una mueca en el rostro moreno.

—Y que no tome vino tinto al mediodía. Tiene un efecto depresivo, a menos que duermas la siesta o dejes que se desahogue en los brazos de una buena mujer.

Más que nada, fue la gente de la ciudad la que ayudó a recuperar la moral al joven Phillipe.

Los marselleses eran una colorida mezcla de galos, romanos, venecianos, ibéricos, genoveses y otras gentes navegantes, que se habían asentado en los alrededores del puerto y en torno al delta del Ródano, en la Camarga. Simon y los demás salieron a caballo para ver aquella extraña tierra pantanosa que, a través de los siglos, había surgido del barro y las arenas de los múltiples canales del ancho estuario del río.

Los romanos habían impulsado centros importantes en Arlés y Aix-en-Provence, construyendo hipódromos y anfiteatros para sus carreras de cuadrigas y competencias de gladiadores, de acuerdo con el capricho de las clases dirigentes. Como en todo el Imperio romano, esto lo realizaron los esclavos y, al caer Roma, muchos de esos siervos liberados se establecieron en la región. Los anfiteatros actualmente se utilizaban como almacenes o mercados, y los hipódromos se convertían en magníficos establos para el tráfico extensivo de caballos salvajes que merodeaban libremente por la Camarga.

Durante esas excursiones, Simon y sus amigos también conocieron la estructura de la orden militar rival.

—Los rangos son muy parecidos —les explicó Marc Lamotte, un eficiente servidor hospitalario, pelirrojo, tres años mayor que Simon—. También tenemos un gran maestro, que pasa la mayor parte del tiempo luchando contra los sarracenos y otros paganos, cuando debería estar construyendo más hospitales. Necesitamos desesperadamente más instalaciones para los enfermos y los desamparados. Siento que es mi deber concentrarme en sanar a los enfermos y alimentar a los necesitados, antes que dedicarme a matar paganos saludables.

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