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Authors: Michael Bentine

El templario (15 page)

BOOK: El templario
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Gervais de Redon no tenía cabeza para el mando en una batalla, pero era un soberbio médico y sanador.

El Saint Lazarus tocó tierra en Sicilia, donde se abasteció de agua, de carne fresca y fruta, que los hospitalarios consideraban que era un profiláctico contra las fiebres y un laxante imprescindible en la vida de a bordo, donde el ejercicio normal era muy limitado.

De Siracusa el carguero partió para emprender la más larga singladura del viaje a Tierra Santa: mil millas hasta Acre. La nave evitaría detenerse en Chipre, que se hallaba gobernada por un dictador hostil, y tampoco harían escala en Malta.

Chipre aún se estaba reponiendo de la rapiña y la matanza que había causado en la bella isla el cruzado franco Reinaldo de Chátillon, que la había tomado después de una tremenda campaña. Ahora se hallaba bajo una autocracia estable encabezada por Ducas Isaac Comnenus, que se había erigido él mismo en emperador, y los isleños cobraban precios muy elevados a los barcos hospitalarios y templarios que les visitaban para reaprovisionarse. En aquel clima de odio, resultaba más económico y seguro dirigirse directamente a Acre, el principal puerto de los cruzados en Tierra Santa.

6
ACRE, LA PUERTA A ULTRAMAR

El carguero de los hospitalarios fue saludado por la alborozada multitud que se alineaba a lo largo de los muros almenados de Acre. Coloridas banderas, pendones y gallardetes pertenecientes a los caballeros francos se hallaban ondeando en los sombríos confalones de las guarniciones de los hospitalarios y templarios, azotados por la fuerte brisa marina.

La plateada cruz de Malta de ocho puntas, que se destacaba fuertemente sobre el campo negro, se agitaba en lo alto del palo mayor del Saint Lazarus mientras la nave circundaba la punta de tierra y navegaba majestuosamente ante la fortificada isla conocida como la Torre de las Moscas. Al cabo de veinte minutos, ya había echado anclas bajo la imponente muralla de Acre.

A causa de su gran calado, el barco amarró a lo largo de la saliente mole. Fue una tarea ímproba trasladar a los valiosos caballos de guerra desde los improvisados establos en la bodega de la nave por la planchada bamboleante. Todos los animales estaban aterrados y les flaqueaban las patas por falta de ejercicio. El único modo de poder convencer a los pesados corceles a pisar las gruesas tablas de la rampa que les llevaría a tierra fue tapándoles los ojos y llevarles con su jinete y un mozo conocido a cada lado, tranquilizándoles y dándoles ánimos.

Sin embargo, en cuanto ponían pie en tierra firme, los grandes caballos se reponían en seguida, y no tardaban en trotar para eliminar la lasitud que se había apoderado de ellos a bordo de la nave.

Pegaso acarició con el morro la mano de Simon, mientras le llevaban del barco a tierra, y cuando el joven jinete volvió a montarlo en el extremo de la muralla, el gran caballo de guerra normando cabrioló y corveteó alegremente.

Calaban, el caballo de Belami, fue el segundo en bajar y también recobró rápidamente su acostumbrado élan, contento de sentir de nuevo las fuertes piernas del veterano sobre su ancho lomo.

El portal de Acre se encontraba abierto para recibir la tan esperada y necesitada carga de provisiones vitales. Los refuerzos de la caballería pesada y de los soldados bien instruidos eran especialmente apreciados, y la llegada de los diestros hospitalarios traía una nueva esperanza a los heridos y enfermos, en aquel momento al cuidado del escaso personal del hospital de la ciudad, parte del cual se encontraba también postrado por la fiebre.

La sensación de alivio era evidente. Toda la ciudad estaba enjéte.

Aquellos de los recién llegados que no conocían Tierra Santa se mostraban anhelantes de emoción, y todos ellos estaban encantados por la calidez de la bienvenida que les brindaban. El comandante de la nave de los hospitalarios agradeció a sus huéspedes templarios su aguerrida ayuda, expresó sus condolencias por la muerte de Phillipe y les ofreció la hospitalidad de su Orden en Acre. Pero como había una pequeña guarnición de los templarios en la ciudad, Belami se creyó en el deber de pasarles su informe primero. Jean Condamine les abrazó calurosamente.

—Compañeros en la batalla, amigos para siempre —dijo, simplemente.

El cadáver de Phillipe fue llevado a tierra con el debido respeto y, siguiendo con lo acordado por los tres templarios, fue enterrado, aún embalsamado en el barril de agua, directamente fuera de las murallas de la ciudad. Aquél era el sitio donde, si hubiera vivido, habría puesto los pies por primera vez en Tierra Santa. Belami tenía un sentido natural para saber lo que era justo.

—Aquí es donde me gustaría que me enterrasen —le recordó Pierre de Montjoie a Simon su promesa.

—Esperemos que no sea necesario —repuso el joven normando.

—Conozco muchos lugares peores para una tumba —observó Belami—. Con las murallas de piedra de Acre detrás de la cabeza y las cálidas aguas del mar cerrado a tus pies, éste es un sitio de reposo adecuado para un cruzado.

Elevaron en silencio una plegaria por el reposo del alma de Phillipe, con las manos sobre las empuñaduras de sus espadas desenvainadas, apoyadas en el suelo, a la manera de los cruzados. Luego se dirigieron a las puertas de la ciudad, abriéndose camino a través de las angostas y populosas callejuelas del principal fuerte de los cruzados.

Dentro de los muros, las vistas y los olores eran nuevos y raros; no menos penetrantes éstos que los de las ciudades europeas, pero sí más exóticos y curiosos. Todas las casas de estilo árabe parecían tener un establo fuera de sus paredes de ladrillos de adobe. Las más opulentas estaban revocadas con yeso. Las más pobres, con barro. Los techos, en forma de cúpula o con tejas, como en el caso de los hogares de los mercaderes ricos, formando un marcado contraste con los de hojas de palmera secas colocadas encima de los cañizares de bambú en las viviendas más miserables.

El clamor de las calles era tan ensordecedor como en París, Lyon y Marsella, pero el coro de fondo de las conversaciones era sorprendentemente distinto. El aire vibraba con el fluido glótico del árabe, la sibilante cadencia del armenio y el sonido musical del latín. A esas lenguas se agregaban el francés, español, italiano y griego, en tanto que un pequeño contingente teutónico marcaba un contrapunto gutural a la cacofonía general.

Las especias orientales —cardamomo, comino, coriandro, pimienta, cinamomo, nuez moscada y jengibre— competían con los perfumes de Arabia, aceite esencial de rosas, incienso y azares dulcemente perfumados para mitigar el hedor del estiércol de caballo y de vaca, que cubría abundantemente las estrechas callejuelas.

Para Belami, la escena familiar evocaba infinitos recuerdos de sus años de servir en las cruzadas en Tierra Santa. Para Simon y Pierre constituía una revelación. Podían mirar hacia el interior de muchas tiendas abiertas de artesanos, mientras avanzaban a paso lento obligando a las monturas a abrirse paso entre aquel tumulto babélico. Lo que veían les dejaba estupefactos. Bernard de Roubaix tenía razón cuando le decía a Simon que el mediano Oriente no era un incivilizado remanso de ignorancia. Aquellos artesanos esforzados eran moros, árabes, turcos, armenios, sirios y persas conversos. Otros provenían de tierras más lejanas. Además, los intrincados instrumentos, las finas armas y ornados artefactos que elaboraban superaban con mucho todo lo parecido que Europa podía producir. Un metalista árabe, de barba blanca y flaco como un halcón del desierto, ponía los toques finales a un astrolabio, un delicado ejemplo de la habilidad del fabricante de instrumentos.

Otro árabe de anchas espaldas, con las manos tendinosas de un herrero, forjaba la resplandeciente hoja damasquina hecha con una amalgama de hierro al rojo vivo y barras de acero.

—¡Una espada para un príncipe! —murmuró Pierre.

En todas partes, artistas y artesanos, tejedores de alfombras, sastres, fabricantes de armaduras, de arcos y flechas, repujadores de cuero, trabajaban los unos al lado de los otros en un vasto panorama de habilidad y de conocimiento. Ello asombraba a los jóvenes servidores mientras avanzaban con sus monturas al paso, y los ojos muy abiertos.

—Nosotros, los cristianos, somos los ignorantes —dijo Simon, con notable honestidad.

Pierre de Montjoie asintió con un gruñido. Apenas podía dar crédito o apreciar el amplio abismo que se abría entre las culturas de la cristiandad y el islam, encerrados en su amarga lucha para obtener la supremacía. Experimentó una cierta frustración al comprobar que la gente que él había venido a convertir a la fe de Cristo obviamente sabía más sobre las artes, la artesanía y las ciencias que los de su propia fe. La desagradable sorpresa le mantuvo preocupado durante varios días.

En una ocasión, Belami había experimentado una reacción similar ante las aptitudes de Oriente, pero a partir de la primera campaña en Tierra Santa había absorbido buena parte de la sabiduría del mediano Oriente.

Para Simon de Creçy era todo mágico. Como erudito, cuya rápida mente era capaz de absorber conocimientos como una esponja, se regocijaba ante cada nueva muestra de civilización.

«Eso lo heredó de su madre», pensaba Belami. Su padre fue siempre un hombre de acción. Buena parte de sus conocimientos filosóficos los aprendió de la dama que le dio un hijo, que él nunca se atrevió a reconocer.

Simon aún no sabía quién era su madre, pero por sus venas corría la sangre de una mujer excepcional.

El cuartel general de los templarios en Acre tenía más el carácter de una presencia oficial que de una fuerte guarnición. El fornido mariscal comandante, Robert de Barres, les saludó con poco ardor.

—Estaba esperando un refuerzo de siete cadetes además de vos mismo, servidor Belami. Bernard de Roubaix me escribió en esos términos —dijo, secamente, su rostro sudado enrojecido por el fastidio.

Belami dio un paso adelante, saludó y le dio un conciso informe de los acontecimientos ocurridos en Francia y alta mar. No rehuyó responsabilidad alguna, pero comentó que sus acciones en el caso de De Malfoy habían merecido la aprobación del comandante templario en actividad en Orange. El veterano subrayó la valentía y la devoción al cumplimiento del deber de todos sus cadetes, tanto los vivos como los muertos. Fue un modelo de informe militar por su concisión. Cuando hubo terminado, saludó y retrocedió un paso para ponerse en fila junto a Simon y Pierre.

De Barres, a pesar suyo, estaba impresionado. Sin embargo, advirtió con satisfacción las bellas facciones y la magnífica planta de Simon. Al elegante mariscal templario le encantaba la belleza masculina.

Como comandante de las fuerzas de los templarios en Acre, Robert de Barres tenía la impresión de que la más nutrida guarnición de los hospitalarios rebajaba su posición y autoridad. Él intentaba compensarlo mediante la imposición de una excesiva disciplina a sus hombres. Ello no había aumentado su popularidad con los templarios de la guarnición bajo sus órdenes.

Belami presintió el subyacente antagonismo y se dispuso a establecer su posición y la de sus jóvenes servidores. Sólo uno de los templarios de la guarnición había servido previamente con el veterano. Era Gilbert d’Arlan, un sagaz y viejo soldado de las Ardennes. El calvo cruzado saludó a Belami con un fuerte abrazo, evidentemente contento de compartir sus responsabilidades con un camarada de armas tan generoso de corazón y tan astuto.

—Todo ha cambiado desde la época que estuvimos juntos, Belami —rió, torciendo los labios—. Ahora todo es política. Poco combate auténtico y muchas maniobras para acceder al poder. Incluso se rumorea que el contingente alemán se encuentra aquí para formar su propia orden teutónica; pero, conociendo a los hunos cabeza dura, eso les llevará mucho tiempo. Son buenos soldados, pero lentos, Belami. A pesar de todo, hay unos cuantos por aquí y varios más en camino, según dicen.

—Fuertes de brazo y duros de mollera —comentó Belami, con una risotada—. Son hombres que vale más tenerles de tu parte. No me gustaría nada luchar contra los hunos. ¿Cuál es la posición de la guarnición, viejo amigo?

Como había hecho Belami, el servidor D’Arlan le dio un conciso informe de la situación militar en Acre.

—Las murallas de la ciudad son fuertes como siempre y se han añadido unas cuantas torres más. El mando se encuentra bajo el señorío del condestable, Almaric de Lusignan. El convoca a diez de sus caballeros francos, que le ayudan a llevar las cosas. Luego está Balian de Jaffa, un buen chevalier, al igual que Pagan de Haifa y Raymond de Scandelion, ambos hombres valientes, con otros veintiún caballeros bajo su mando conjunto. Además, el conde Joscelyn, Jordan de Terremonde y Gilles de Calavadri, todos ellos cruzados experimentados, que pueden poner cada uno de ellos una docena o más de caballeros en el campo. De modo que, con unos pocos dignatarios inferiores y sus seguidores, podemos reunir a unos ochenta caballeros francos.

Belami lanzó un silbido de sorpresa.

—Eso no es un ejército con que hacer frente a los sarracenos, cuando lleguen.

El servidor D’Arlan se sonrió.

—Todavía tenemos que tomar en cuenta a las guarniciones de los hospitalarios y templarios. En total, podemos reunir a unos 150 hermanos, principalmente hospitalarios, y eso incluye a sus servidores también. Como de costumbre, eso significa que el cuerpo de servidores llevará el peso de la acción; además de los auxiliares, por supuesto.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Belami.

—Son turcos, como siempre —respondió D’Arlan—. Trescientos buenos lanceros, si bien ligeramente armados.

Belami asintió con la cabeza, y se volvió hacia Simon y Pierre para darles una explicación.

—Los turcos son auxiliares. Son buenos combatientes. Magníficos jinetes y arqueros, y confiables en la batalla. Les he tenido al mando muchas veces. Le recomendaré a De Barres que os dé el mando de una tropa de veinte turcos, y yo comandaré una tropa doble. Eso significa... —Hizo una pausa y sonrió— que os convertiréis en servidores de pies a cabeza.

Simon y Pierre lanzaron un grito de alegría. Belami interrumpió su manifestación excesiva de entusiasmo.

—Todavía no estáis confirmados en el rango. Eso queda en manos mariscal, pero no creo que debáis preocuparos. ¿Eh, Gilbert?

El otro veterano asintió con la cabeza.

—Y no os creáis que lo sabéis todo —les advirtió—. Belami tiene muchas más cosas que enseñaros. Pero vuestro mejor maestro, y aun exigente por cierto, es la propia Tierra Santa. El desierto os puede matar rápidamente, por poco que le deis oportunidad. Los uadis y los pasos estrechos a través de las montañas son lugares ideales para una emboscada. Y recordad, mes amis, que los paganos conocen cada palmo de sus tierras. Así que aprended tan aprisa como podáis. Un buen comandante debe tener buen ojo para reconocer el terreno. Sólo entonces puede escoger el sitio correcto como campo de batalla.

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