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Authors: Michael Bentine

El templario (32 page)

BOOK: El templario
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Cierto era que Saladino estaba de espaldas al mar de Galilea, y ello formaba un cuadro tentador en la imaginación del rey, pues visualizaba a su caballería pesada haciendo retroceder al ejército de Saladino por las empinadas cuestas hasta el enorme lago, donde Jesús de Nazaret había caminado sobre sus aguas. Quizá fuese ese espejismo en la mente del rey Guy lo que le movió a escuchar los apasionados argumentos de Gerard de Ridefort: atacar a Saladino antes de que avanzara contra Saffuriya.

En vano Raimundo de Trípoli advirtió al rey del peligro y la locura de semejante ataque, aun cuando con ello pudiese precipitar a la muerte a su propia familia en las asoladas ruinas de Tiberias.

Podía ser que el rey Guy ansiara una gran victoria para justificar su posición como flamante monarca de Jerusalén; un título que sólo le había sido conferido por las intrigas de su esposa, la reina Sibila. Sea cual fuere el motivo, el caso es que Guy de Lusignan escuchó el falso consejo de Gerard de Ridefort, que debía de verse como un inspirado profeta de la causa de los templarios.

A diferencia de otros grandes maestros del pasado, en especial entre los Capítulos fundadores, que contaron con muchos hombres notables de gran visión y premonición, De Ridefort era un figurón presuntuoso más que un experimentado y digno sucesor del extinto Arnold de Toroga.

Su único don parecía ser su persuasiva lengua. Haciendo caso omiso de las advertencias de Raimundo sobre los peligros que entrañaba el desplazamiento a través del indefendible Llano de Hittin, el rey de Jerusalén ordenó avanzar a sus fuerzas.

Belami se enfureció cuando le llegó la noticia.

—Coged cuanto odre con agua podáis encontrar, muchachos —ordenó a su pequeña fuerza—. Simon, vamos a tener que cabalgar en un día de calor abominable. Llena cada vasija que encuentres de agua hasta el borde. Nos hará falta hasta la última gota.

Después de santiguarse, el veterano se dejó caer de rodillas, junto con el viejo D’Arlan y Simon, e hizo elevar una oración castrense a su columna volante:

—Santa Madre, bendito Hijo de Dios, dadnos el coraje para resistir el dolor y el miedo, y la fuerza para cumplir con nuestro deber hasta el final. No nos abandonéis, pase lo que pasare. Non nobis, Domine, sed in tui nomine debe gloriam. No para nosotros, oh, Señor, sino en tu nombre, danos la gloria. Amén.

Se persignaron una vez más y volvieron a montar.

Cada lancero turco llevaba un odre de agua y algunos cítricos en una pequeña bolsa de forraje. Belami suponía que podría mantener a su reducida fuerza con vida y también brindar ayuda a otros, que no tardarían en encontrarse en apuros. Ya el sol impiedoso se abatía sobre ellos. Una vez en marcha, sería mucho peor.

El campamento de Saffuriya bullía de actividad, mientras los cruzados aprestaban a sus tropas, montaban a caballo y partían hacia Tiberias. Llevaban toda la provisión de agua que habían podido envasar, pero no era suficiente a menos que el ejército no viese interrumpido su avance a través de la árida llanura. La única vegetación era la hierba de pasto seca que se extendía por todo el desierto llano.

Ante ellos se encontraba un ejército que doblaba el número de cruzados y auxiliares. Con el refuerzo de las tropas exploradoras de Kukburi, Saladino contaba ahora con cincuenta mil airados y decididos musulmanes bajo su mando compartido. Estaban bien alimentados, bien aprovisionados y con abundante cantidad de agua. Sería este elemento vital el que decidiría el resultado final de la jornada.

Las fuerzas francas ofrecían un aspecto aguerrido, mientras una columna tras otra salía de las Fuentes de Cresson. Las banderas de guerra pendían casi inmóviles aquella mañana temprano sin viento fuerte, pero una ligera brisa hacía flamear los guiones, pendones y banderines de los caballeros cruzados. Hasta el momento, el gonfalonero de las tropas templarias no había desplegado el beauseant. Eso sólo ocurriría cuando comenzase la batalla.

Rezando, maldiciendo, rezongando o en silencio, el ejército del rey Guy de Lusignan salía lentamente del oasis verde y avanzaba a través de la polvorienta llanura, levantando una nube de arena fina en el aire quieto de la mañana.

En una altiplanicie desde donde se dominaba la llanura, los batidores sarracenos apenas podían creer lo que veían sus ojos. Lanzando gritos de alegría, galoparon en sus rápidas monturas para contarle a Saladino la increíble noticia.

—¡Alá ha puesto a los infieles en nuestras manos! —exclamó el comandante sarraceno, cuando los batidores cubiertos de polvo llegaron con el inesperado mensaje.

Era un viernes, el 3 de julio de 1187, fecha santa musulmana.

—¡Dad la alarma! —ordenó Saladino y salió de la tienda a grandes trancos para montar en el pura sangre blanco que había elegido para la contienda. Junto a él cabalgaba su joven hijo, de dieciséis años, El-Afdal. Sería su primera batalla.

—¡Allahu Akbar! —gritó su padre, y un estruendoso alarido de fanático reconocimiento de la «Grandeza de Dios» se elevó del numeroso ejército.

Saladino inspeccionó rápidamente su poderosa fuerza de escaramuzadores, y comprobó personalmente que los arqueros montados llevaran aljabas adicionales, llenas de flechas. Setenta camellos cargados con flechas acompañaban a las columnas volantes sarracenas. Además de este reaprovisionamiento para los arqueros, cuatrocientos carros con flechas se hallaban dispuestos a rellenar sus aljabas sobre la marcha.

Con los odres de agua repletos del precioso líquido, el ejército sarraceno avanzaba, dejando atrás sólo una fuerte fuerza simbólica para mantener el sitio de Tiberias. La hora del ajuste de cuentas se acercaba.

Inexorablemente, los dos ejércitos se iban acercando el uno al otro. Sobre ellos, el sol de Palestina se abatía con todo su ardor. El destino del islam estaba en manos de Dios, y los buitres volando en círculos parecían presentir la matanza que se avecinaba.

A dos millas al suroeste de Hittin la batalla había empezado. Una oleada tras otra de escaramuzadores barría los flancos de los cruzados. La lluvia de flechas era incesante, pareciendo ocultar el sol, mientras nubes de saetas silbaban sobre los soldados cristianos. Un caballo tras otro, relinchando de agonía, caían cuando los dardos emplumados encontraban un sitio donde penetrar en sus cuerpos ligeramente protegidos. Guerrero tras guerrero, a veces con una docena de flechas sarracenas, o más, clavadas en su armadura, se encontraban sin montura y, heridos o no, no tenían más remedio que unirse a las largas columnas de infantería.

También éstas sufrían tremendamente; muchos infantes, al estar menos protegidos, recibían heridas graves bajo aquella lluvia mortal de flechas. La creciente necesidad de agua se agregaba a sus penalidades.

Los arqueros cristianos retornaban las descargas sarracenas y dejaban vacías muchas sillas de los escaramuzadores, pero la preponderancia de las bajas se volcaba hacia el lado de los cruzados.

—¡Que De Lusignan y De Ridefort se asen en el infierno! —murmuraba Belami con voz ronca—. Dios sabe que su ejército ya se está asando aquí.

Los dos servidores veteranos, al frente de sus lanceros turcos, se separaron de la columna y, junto con Simon, contraatacaron a los escaramuzadores, entre cuyas filas causaron más bajas que su propio número. Pero las nubes de flechas sarracenas no se desvanecían y los enjambres de escaramuzadores parecían no tener fin.

—¡Son como una maldita plaga de langostas! —exclamaba Belami—. ¡Vamos, mes braves, a la carga de nuevo!

Con todo, la columna de cruzados seguía avanzando, con las gargantas secas y cada vez más doloridas a causa de la densa polvareda que levantaban los sarracenos atacantes.

Saladino estaba en todas partes, alentando a sus hombres, instigándoles a perseguir a los cristianos que avanzaban lentamente y ahora casi se habían detenido en la árida llanura. Viendo su oportunidad, el líder sarraceno ordenó una carga de la caballería pesada, mientras sus arqueros montados volvían prestamente a los camellos para volver a llenar las aljabas de flechas.

Cuando la caballería pesada de los mamelucos chocó con los caballeros francos, la lucha fue mano a mano. En la densa nube de polvo resultaba difícil de distinguir al amigo del enemigo. Los cristianos combatían como posesos, pero no se mostraban menos decididos en las filas sarracenas. Era una batalla desesperada..., sangrienta y cruel. El ciego furor se había apoderado de cristianos y musulmanes por igual.

Simon disparó su arco de tejo desde la silla de su montura hasta que se le terminaron las flechas de una yarda. Después de aquella fiebre asesina, que se cobró la vida de un sarraceno con cada flecha, el joven servidor no tenía posibilidad de volver a llenar la vacía aljaba. Desenvainando la espada, Simon de Saint Amand comenzó a descargar mandobles, sin preocuparse de sus propias heridas, segando vida tras vida desde la silla. Belami y D’Arlan, armados respectivamente de hacha de guerra y maza, se abrían paso a golpes junto a él; eran como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. También la locura de la batalla se había apoderado de ellos.

Al fin, D’Arlan cayó, con una flecha sarracena clavada en el pecho. Con el último aliento, aún logró decapitar al mameluco que le había matado.

El polvoriento suelo absorbió con idéntica sed tanto la sangre del sarraceno como la del cristiano. Durante generaciones por venir, el Llano de Hittin despediría hedor a muerte. Cualquier viajero sensible percibiría el horror y se apresuraría a alejarse de aquel terrible lugar, al igual como Belami, Simon y Pierre habían hecho en su primera patrulla por el desierto unos años antes.

Un ataque seguía al otro y, a pesar de todo, el diezmado ejército cruzado se mantenía vacilante en pie. Afortunadamente, la súbita oscuridad que siguió a la puesta del sol rojo como la sangre, trajo un temporario respiro.

El rey Guy estaba aturdido por lo que había hecho y se desvió hacia el norte, en dirección a los pozos del valle de Harram. Saladino permitió que su ejército realizara la maniobra y luego le atacó para cortarle el camino hacia el agua tan desesperadamente necesitada.

Había llegado la noche; un muro de benditas tinieblas, sin claro de luna, mitigó el calor del día. Los exhaustos cruzados acamparon o más bien se desplomaron sobre el suelo en el sitio donde se encontraban. Sólo la mitad del ejército cristiano volvería a levantarse a la mañana siguiente.

Belami y Simon anduvieron entre los heridos, dándoles unos sorbos de agua de los odres adicionales. Poca cosa más podían hacer. Ambos estaban casi exhaustos y débiles a causa de sus propias heridas. A pesar de todo, montaron guardia hasta que el sueño venció incluso a aquellos hombres de hierro.

—Mañana será un largo día —fue todo lo que Belami logró decir mientras se sumía en un sueño reparador.

Cuando el alba asomaba por el horizonte, los restos de un ejército otrora orgulloso se encontraron sin otra opción que establecer una última resistencia en uno de los Cuernos de Hittin.

Con el ánimo abatido, esperaron el ataque final del ejército sarraceno, que se había recuperado durante las largas horas nocturnas. No tuvieron que esperar mucho tiempo.

En la baja colina de Hittin se había levantado una tienda roja para cobijar a los pocos caballeros heridos que fueron dejados al margen de las aguerridas huestes. La sed era un rabioso tormento. Todas las reservas de agua se habían agotado. Incluso a la reducida fuerza de Belami, ahora limitada a una veintena de lanceros turcos heridos, le quedaba tan sólo un sorbo de agua por cabeza.

—¡Por nuestra Santa Señora —dijo Belami con voz ronca—, hemos combatido bien!

Simon asintió con la cabeza, aturdido por la fatiga. Al igual que Belami, había sufrido varias heridas de flecha, ninguna de ellas grave, pero todas severamente debilitadoras por la pérdida de sangre que ocasionaron. No obstante, Simon tenía el brazo izquierdo inutilizado, pues una espada sarracena le hizo un corte profundo en el antebrazo. Belami, haciendo caso omiso de su grave herida en la pierna, le vendó la herida con un pedazo de tela rasgado de su jubón de reserva.

—Hoy no voy a necesitar mudarme de ropa interior —murmuró roncamente cuando Simon protestó.

Saladino, siempre preocupado por no sufrir bajas innecesarias en su propio ejército, esperó hasta que el calor del sol naciente hubiera debilitado aún más a los cruzados.

—¡Prended fuego al pasto! —ordenó.

Un grupo de escaramuzadores al galope incendió la hierba seca. Se levantó viento y su ardiente soplo extendió el fuego como una tormenta de verano. La agonía causada por la sed se incrementó a raíz de la tortura del humo sofocante.

—¡Acabad de una vez! —gritó Belami, con voz ronca—. ¡Venid, paganos hijos de puta! ¡Mi hacha aún está sedienta de sangre!

Como en respuesta a ese último grito desafiante que salía de los labios escoriados del veterano, los sarracenos entraron a la carga desde todos lados. Los cruzados todavía combatieron, pero a menudo las espadas se desprendían de sus manos demasiado débiles para sostenerlas.

—¡Padre —gritó el joven hijo de Saladino—, luchan con valentía, pero no hay duda de que hemos vencido!

Protegiéndose los ojos con la mano del resplandor del sol del desierto, Saladino contemplaba tristemente las diezmadas fuerzas del ejército de De Lusignan.

—Sólo cuando la tienda roja caiga, Alá nos habrá dado la victoria, hijo mío —replicó.

Mientras esto decía, la tienda roja de De Lusignan se derrumbó bajo el embate de la caballería sarracena.

—¡Allahu Akbar! —gritó Saladino—. ¡La batalla terminó! ¡Ah la matanza! ¡Quiero a De Chátillon vivo! Quiero matarle personalmente.

La última carga de la caballería pesada barrió a los pocos Cruzados que seguían en pie como una ola al lamer una roca. Cuando hubo pasado, sólo los heridos se movían aún débilmente sobre el cuerno de Hittin empapado de sangre.

—¡Todo terminó! —fueron las últimas palabras de Belami antes de desplomarse sobre el cuerpo inconsciente de Simon.

15
INTERVIENE EL DESTINO

El ardor de la batalla fue abandonando lentamente a las tropas sarracenas que dominaban la colina cubierta de sangre. Saladino se adelantó al trote, sin dejar de pensar en la promesa que le hiciera a su hermana, Sitt-es-Sham. Si lograba encontrar a los tres servidores que le habían salvado la vida, les honraría como huéspedes de honor.

—Belami, De Creçy y De Montjoie —les dijo a dos de sus batidores que habían sobrevivido en el traicionero ataque de De Chátillon a la caravana de su hermana que se dirigía a La Meca y que, por consiguiente, reconocerían a los servidores templarios.

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