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Authors: Michael Bentine

El templario (28 page)

BOOK: El templario
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Un ejemplo aterrador de lo que Abraham decía sirvió para demostrar lo que ocurriría si un inquiridor se volvía demasiado impaciente y trataba de descubrir más cosas de las que era capaz de dominar.

Una tarde, un muchacho árabe llegó corriendo al cuartel general de los templarios. Tenía un mensaje de Abraham para Simon.

«Ven en seguida. Necesito tu ayuda.»

Simon se despidió de Belami y, montado a la grupa del caballo del mensajero, se dirigió a la casa de Abraham, en la calle de los Orfebres.

El mago ya se había marchado, pero su criado le dio a Simon la dirección del lugar donde se encontraba. Poco después que Abraham, Simon llegó a la casa situada en la parte septentrional de la Ciudad Santa, cerca del Portal de las Flores.

La casa, que denotaba una cierta riqueza, estaba situada al fondo de un jardín cerrado. Pertenecía a un rico mercader que la había comprado recientemente a la amante de un alquimista. El comprador gastó mucho dinero en redecorarla y reconstruirla, lo que le llevó casi un año terminarla, a causa de varias demoras en la obra.

Uno de los constructores se cayó de una escalera, a otro le cayó una teja y le fracturó el cráneo. Un tercer obrero se dio a la bebida y un cuarto se quebró la espalda al caerle una viga del techo, por lo que quedó totalmente paralítico.

El constructor se negó de plano a efectuar más obras en el edificio.

—Esta casa está endiablada. Las cosas se mueven solas dentro de ella. Los ladrillos y las tejas se caen de repente o vuelan a través de las habitaciones. No quiero saber nada más con la obra. ¡Pagadme por lo que hice y buscaos otro imbécil para terminarla!

Eso era más fácil de decir que de hacer. Ningún constructor que se respetase quería hacerse cargo de la obra. La nueva corrió rápidamente por Jerusalén. El mercader propietario era un musulmán converso al cristianismo, y había pagado a sacerdotes de ambas religiones para que realizaran sus ritos de exorcismo.

El sacerdote cristiano, que era armenio, había entrado en el patio con total confianza, armado con la campanilla, el libro y el cirio. Pero a pesar de que llevaba un pesado crucifijo colgado del cuello, fue recibido por una lluvia de piedras, bañado en agua de un barril que se volcó y, finalmente, arrojado sin ninguna consideración al pequeño jardín del frente. Además de estas indignidades, quedó impregnado de un horrendo olor a podrido y cubierto por un enjambre enorme de moscas.

Al fin, el aterrado sacerdote salió corriendo del jardín tapiado, chillando como un loco. Una vez estuvo a fuera, corrió a su iglesia y se encerró con llave, y se negó a salir de su refugio hasta que mandaron a buscar al obispo.

El imán, que se había convertido a la fe cristiana, también trató de someter a la entidad maligna que se manifestaba en la casa. Éste salió aún más mal parado. Sus plegarias fueron recibidas con risas burlonas y el yeso del cielo raso se desprendió completamente sobre su cabeza. Su asistente tuvo que sacarlo a rastras y permaneció sin conocimiento durante una semana.

Finalmente, desesperado, el mercader había recurrido a la ayuda de Abraham-ben-Isaac.

El anciano sabio escuchó atentamente el relato y luego le dio su opinión. Sin embargo, primero le hizo una pregunta.

—¿Cómo se llamaba el alquimista fallecido cuya amante os vendió la casa?

—Malik —contestó el agitado mercader—. Malik-al-Raschid.

Abraham abrió desmesuradamente los ojos, al tiempo que ahogaba una exclamación.

—¿El hermano de Sinan-al-Raschid, el Gran Maestro de la Hashashijyun? ¿Estáis seguro?

El comerciante juró que ése era el nombre del anterior propietario.

—¿Le conocíais? —preguntó, nerviosamente.

—Sí —respondió Abraham—. Era la encarnación del mal, un alquimista que también actuó como espía de Sinan-al-Raschid, uno de los muchos que tenía en Jerusalén. Creo que él mismo formaba parte de la secta de los Asesinos y creo además que sacrificaba criaturas vírgenes a Moloc y a Belcebú.

El mercader quedó aterrado. El consejo de Abraham fue que quemara la casa y echara las paredes abajo; que cavara el sótano y, finalmente, que el Patriarca realizara un exorcismo en gran escala sobre el lugar.

El nuevo propietario, un alma candorosa que había ayudado a muchas personas en apuros, estaba desolado. Había invertido una gruesa suma de dinero en la casa y ahora parecía condenado a perderla. Abraham se compadeció de él.

—Jamás podréis vivir en ella, pero al menos puedo lograr que sea un lugar más seguro..., para usarlo como establo, quizá. De esa manera no lo perderéis todo.

El mercader vio la sensatez de las palabras de Abraham y gustosamente le ofreció dinero.

—Si aceptara algún pago por lo que debo hacer, fracasaría —le dijo el mago—. Lo que yo haré, lo hago por el bien que habéis hecho.

—¡Pero si apenas me conocéis! —exclamó el asombrado mercader.

—Conozco una sola cosa sobre vos. Sois un buen hombre, con mucha compasión, y por eso os respeto. Fue la misericordia subyacente en la historia de Jesús lo que os llevó a la fe de Cristo, y no la conveniencia mercantil.

—Eso es cierto —repuso el comerciante—. Pero de alguna manera debo compensaros.

—¡Dad generosamente a los pobres! —fueron las palabras finales de Abraham sobre el asunto.

El anciano sabio sabía que estaba frente a una manifestación de Belcebú, el Señor de las Moscas, uno de los príncipes del Infierno que el alquimista Asesino había conjurado. Abraham necesitaba la ayuda de las energías de Simon.

—Recuerda —advirtió a su discípulo—: ¡haz exactamente lo que te diga, no importa lo que veas u oigas!

—Comprendo —dijo Simon, con el corazón latiendo aceleradamente de emoción.

Abraham le dio instrucciones precisas.

—Debes estar desarmado. La cota de malla no te servirá para nada. Ponte una túnica limpia de hilo, que yo te daré, y previamente lávate todo el cuerpo. La casa de mi amigo Lamech se encuentra al otro lado de la plaza. Él te dejará usar su mikphah; es una pequeña piscina para baños rituales. Lamech también es judío: un hábil orfebre, cuya obra es muy apreciada por Raimundo III de Trípoli. Por lo tanto, como yo, tiene permiso para vivir en Jerusalén..., nuestra Ciudad Santa.

Quince minutos más tarde, Simon, ahora vestido con la túnica blanca de hilo de Abraham, volvió a la casa endiablada. Abraham le estaba esperando, con un espejo de metal en la mano, que le dio a Simon.

—Si aparece algún demonio, mira solamente al espejo —le dijo, como si estuviese dando a su discípulo las instrucciones para tomar una pócima—. ¿Vas desarmado? —inquirió después.

—¡Completamente! —respondió Simon—. Me siento medio desnudo.

Abraham se sonrío.

—Lo estás, Simon, salvo por tu fe. ¡En avant, mon brave!

Sin que ninguno de los dos advirtiera su presencia, Belami presenció sus actos desde las sombras de una casa vecina. Le preocupó ver a Simon desarmado y sin la protección de la cota de malla.

Cuando los dos abrieron la verja del jardín, que se encontraba en la alta tapia que rodeaba la casa encantada, él se acercó algo más. Belami tenía plena confianza en el mago, pero aquella extraña aventura le tenía inquieto. Sus finos oídos habían percibido algunas frases de la conversación que habían mantenido fuera de aquella casa misteriosa. Lo que oyó no le había gustado. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Belami esperó un minuto y luego trepó por una gruesa parra que cubría el muro exterior. Al llegar a lo alto, dio una ojeada al patio interior. La casa estaba en silencio. Ambos amigos, maestro y discípulo, se acercaron a ella. Para entonces ya era tarde y el sol estaba a punto de ocultarse detrás de las murallas de la ciudad. Las sombras se alargaban rápidamente.

Belami vio que Simon se santiguaba, y Abraham hacia ciertos signos cabalísticos en el aire mientras se encontraba de pie ante la puerta de la casa.

Inmediatamente, con una corriente de aire, la pesada puerta se abrió de par en par y un horrible hedor pareció llenar el patio, hasta llegar incluso a la nariz de Belami, que se encontraba encogido en lo alto de la tapia. Sin poder resistirlo, empezó a vomitar.

Abraham no vaciló ni un segundo y entró, sosteniendo una extraña varita coronada con una estrella ante él, como una espada a punto de descargar un golpe. Simon le seguía de cerca. Abraham entonaba unas plegarias a media voz en una lengua antigua.

Inmediatamente, el infierno se desbocó dentro de la casa. Tremendos golpes resonaron en las paredes interiores; un horrendo gemido llenó el patio en tanto que un remolino de aire hediondo recorría el jardín cerrado. Belami tuvo que aferrarse a la parra como si estuviese en la escala de una nave azotada por el temporal. El hedor a putrefacción se tornó tan insoportable como el de una tumba recién abierta. El veterano rezaba con fervor, persignándose sin cesar.

De pronto, el extraño y fétido vendaval cesó, como si una puerta hubiese interrumpido su paso. Una brillante luz verde resplandeció a través de las ventanas del endemoniado lugar y luego se apagó bruscamente. Siguió un grito estentóreo y se oyó el estrépito del yeso al resquebrajarse al tiempo que se desplomaba parte del cielo raso.

Luego, asquerosamente, de cada ventana, puerta y agujero de las paredes de la casa, salió un enjambre tras otro de hinchadas moscas negras, hasta formar una nube nauseabunda que giraba y giraba convertida en una columna como un embudo. En el umbral de la puerta apareció Abraham, su blanca aureola de pelo flotando como arrastrada por un ventarrón; su larga barba blanca hacia un costado y agitada por el viento mágico. Detrás de él, con la vista clavada en el espejo de bronce, venía Simon, inclinado hacia delante como si luchase contra un huracán.

Abraham lanzó el exorcismo en una lengua desconocida, pero que mentalmente Belami y Simon pudieron oír la traducción en el languedoc de ultramar: «¡A vannt tu, Satanus!»

El tremendo remolino de moscas hediondas se elevó en el aire y planeo sobre las murallas de la ciudad.

Abraham inmediatamente hizo un signo cabalístico de expulsión sobre su cabeza, y una bandada de pájaros, volando desde todas partes de la ciudad, atacó el enjambre de moscardas. Para las aves, la cohorte de Belcebú era simplemente comida.

De repente, una sensación de paz descendió sobre la casa vacía. Varios pájaros bajaron al jardín, para posarse en los árboles y arbustos descuidados.

Belami, que no había podido moverse durante el curso de los acontecimientos precedentes, fue descubierto por sus amigos.

—Corriste peligro ahí arriba, hijo mío —le dijo Abraham, con desaprobación—. La espada no te habría servido para nada, Belami.

—¿Qué estuvisteis haciendo, en nombre de todos los diablos? —preguntó Belami, con voz ronca, sabiendo ya parte de la respuesta.

—¡Limpiando la casa! —repuso Abraham, riendo, con una honda carcajada de alivio—. ¿Y tú qué dices, Simon?

Volvió la majestuosa cabeza hacia su discípulo, que devolvió la sonrisa a su maestro.

—Aún estoy temblando —dijo—. Sostenía el espejo con tanta fuerza, que me parece que lo doblé.

—Volvamos a la casa de Abraham —sugirió Belami—, y contádmelo todo. Lo que vi fuera de la casa ya era bastante horrible. No puedo imaginarme lo que pasó dentro de ese maldito lugar.

—¡Fue un infierno! —dijo Abraham, brevemente. Simon asintió con la cabeza, mientras Abraham agregaba—: Era un portillo al mundo inferior. La entrada del diablo al infierno. —Calló e hizo un signo cabalístico en el aire—. Ahora está cerrada. ¡Bendito sea Adonai!

Los otros se santiguaron, reverentemente.

La calle y la plaza se hallaban desiertas. Por alguna razón inexplicable, los extraños ruidos que surgieron de la casa y el jardín endiablados parecían haber pasado inadvertidos por todo el mundo con excepción de ellos tres.

—Escuchad a los pájaros —dijo Abraham—. Vuelven a cantar dentro del jardín.

Era la primera vez que ello sucedía en muchos años.

De vuelta en la modesta vivienda de Abraham, el sabio explicó lo que consideraba que había sido la secuencia de acontecimientos que habían llevado a que el lugar hubiese sido dominado por el mal, así como la culminación definitiva de aquella tarde terrorífica.

—Malik-al-Raschid, como su hermano mayor Sinan, estaba sediento del poder del gnosticismo. Como he explicado, Simon, la Cábala, la antigua carta judaica de los íntimos planes de la mente humana, con sus intrincados senderos hacia los distintos aspectos del pensamiento, es uno de los caminos por los que un investigador puede obtener el dominio sobre ciertas fuerzas poderosas que afectan a su destino. Esas fuerzas pueden ser angélicas o demoníacas, de acuerdo a cómo el practicante del arte las invoque para manifestarse.

«Malik era, como os expliqué, un Asesino. Un miembro del maligno culto al asesinato. Como «lo semejante atrae a lo semejante», Malik naturalmente llenó su casa de fuerzas demoníacas. Sus terribles manifestaciones se dieron en el personaje del séquito de Belcebú, a quien Malik adoraba. El Señor de las Moscas trajo a su endiablada porquería con él y, al morir Malik, el lugar quedó endemoniado.

«Ese edificio descansa sobre un foco de energía telúrica, un manantial profundo que bulle, hasta llegar a una cúpula «ciega» de roca, justo debajo de la casa. Eso es un generador de poder neutral, energía telúrica pura, que se puede usar para el bien o para el mal. Malik utilizaba la fuerza para lo tenebroso y quitaba vidas humanas dentro de sus paredes. Por lo tanto, la casa quedó imbuida con el mal, y aquellos que no estaban preparados para combatir sus efectos sufrían daño.

«Yo ya no puedo combatir sólo unas fuerzas negativas tan poderosas. Por lo tanto, te necesitaba a ti, Simon, en primer lugar, por tu fuerza y coraje moral, y en segundo lugar, porque aún eres virgen. Sólo tienes veintiún años, tres veces siete, un número que tiene gran significado en la numerología y la magia.

«El cuerpo del hombre sufre grandes cambios cada siete años. Tú estás llegando al fin del tercer ciclo de tu vida. Un lapso normal de vida dura tres veintenas de años más diez; setenta años, o diez veces siete ciclos añales. Eso es lo que creen los magos.

«Armado con tu bondad y valentía, y protegido por tu integridad moral, las fuerzas de las Tinieblas no podían vencerte. Yo utilicé tu fuerza y energía juvenil para centrar el poder de las fuerzas telúricas de debajo de nuestros pies, y mediante mi modesto conocimiento de la alquimia, pude transmutar esa energía en la esencia de la Luz. Si no hubieses estado con la mirada fija en el espejo oscuro de bronce en el momento en que liberé esas fuerzas, tus ojos, mi querido Simon, habrían quedado ciegos para toda la vida.

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