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Authors: Michael Bentine

El templario (29 page)

BOOK: El templario
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Para aquellos que no poseen ningún conocimiento sobre la magia y su «capacidad para producir cambios en futuras circunstancias mediante el ejercicio de la Voluntad» (íd est: el principio de «Ce que vous voudrez»), las sabias palabras de Abraham habrían sonado como los desvaríos de un demente.

Para Belami, con su larga experiencia en Tierra Santa, y para Simon, que acababa de pasar las ordalías de un exorcismo efectivo, la explicación del sabio era simple y comprensible.

—¿Viste algo más aparte de la súbita aparición de aquel enjambre de moscas? —el veterano le preguntó a Simon.

—Sólo las facciones demudadas de un rostro horrible, reflejado en el espejo metálico. Al principio, las facciones aparecían retorcidas en una expresión de odio atroz. Luego, cuando Abraham entonó la Oración de la Expulsión, la cara se llenó de terror y finalmente se disolvió, como si fuese de cera fundiéndose en el fuego. De algún modo supe que aquel demonio era el Asesino, Malik.

Simon miró a Abraham para que confirmara sus palabras. El mago asintió, atusándose la blanca barba.

—La casa ahora está en paz, en caso contrario los pájaros no cantarían en el jardín. Pero nunca más estará en condiciones de cobijar seres humanos. Un mal pensamiento, o incluso una sola actitud negativa adoptada por alguien que viviese dentro de sus paredes, volvería a invocar a las fuerzas monstruosas, demoníacas, que aún están encerradas en los confines de la casa. Los animales raras veces producen fuerzas negativas, y los mozos de establo y los caballerizos suelen ser individuos tranquilos por naturaleza, en armonía con los caballos. De ahí que, nuestro amigo el mercader, hombre compasivo si lo hay, podrá usar el edificio como establo con toda seguridad.

«Pero nunca deberá permitir que alguien viva ahí. Después de la puesta del sol, y antes del amanecer, los caballos deberán quedar solos en los establos que pueda hacer construir en el lugar. El edificio, sin embargo, debe ser derruido totalmente.

Simon por fin comprendió por qué el artesano había perdido la vida en la catedral de Chartres, y recordó el comentario de Bernard de Roubaix en relación con su muerte.

El Wouivre sólo había actuado porque, por alguna razón, el albañil llevaba el crimen en el corazón, y no lo había confesado. En otras palabras, su propia maldad, quizá engendrada por los celos o alguna otra básica pasión humana, se había intensificado mediante la presencia del «poder del dragón», generado por el puits, el manantial subyacente en el sitio donde se levantaba la catedral.

Ello había anulado la capacidad de tomar todas las precauciones habituales en quienes trabajan en lugares altos, sobre estrechos andamios. Incapaz de concentrarse en su tarea, a raíz de las fuerzas oscuras que se agitaban en su interior, el artesano perdió pie y se precipitó al vacío para encontrar la muerte. El Wouivre había reclamado un sacrificio. De esas lecciones y otras extrañas experiencias con su sabio maestro, Simon comenzó a comprender el poder del gnosticismo.

El año de gracia de 1184 resultó ser el Año de Iniciación para Simon de Saint Amand. Él había visto ambos aspectos de la Ciudad Santa: el sagrado y el profano.

13
LA MUERTE DE UN REY

A mediados de 1184, un grupo de los líderes más importantes partió hacia Europa. El propósito del viaje en épocas tan inciertas consistía en obtener capitales y despertar entusiasmo para una tercera Cruzada.

La misión iba encabezada por el patriarca Heraclio, acompañado por los grandes maestros de las órdenes militares de los templarios y hospitalarios.

El emperador Federico y el rey Luis les recibieron con pompa y ceremonia, y el rey Enrique con muestras de hospitalidad más restringida; sin embargo, Alemania, Francia e Inglaterra tenían ciertas reservas con respecto a unirse en un tercer intento de barrer a los paganos de Tierra Santa.

En vano, los tres persuasivos jefes de Outremer y Outrejourdain intentaron obtener la firma de un compromiso de los tres monarcas. Sólo Ricardo, el príncipe de Inglaterra y heredero del trono, sintió la llamada de las armas en su interior. Ello se debía más al hecho de que el enérgico y voluntarioso príncipe era un hombre de acción, que a su celo religioso como caballero cristiano. Pero él aún no era rey de Inglaterra y, por lo tanto, se mostraba irritado por la restricción que se le imponía. Ricardo era una compleja mezcla de soldado y poeta, un romántico que gozaba de las exigencias físicas de la guerra. Sin duda valiente y un león cuando entraba en acción, de ahí el sobrenombre de «Corazón de León», Ricardo era también un enamorado de la poesía y del misterio romántico del Santo Grial.

Como jefe del culto de los poetas místicos, los trovadores, el príncipe inglés estaba familiarizado con la leyenda arturiana de los Pendragon, de quien se consideraba descendiente directo. Sólo los hombres podían ser miembros del culto cuasi mágico de los trovadores, y creían que al entonar unos cantos poéticos, los hechos descritos en el poema se tornaban más bien reales que no una leyenda.

También creían que aquellas canciones poéticas, entonadas repetidamente a la manera de una invocación mágica, además de ser un relato romántico de gestas pasadas, podían causar de hecho un cambio en el futuro. La poesía es un arte y también lo es la magia, por lo tanto esas creencias no eran infundadas. Un grito de batalla puede animar a las tropas desmoralizadas; una antigua maldición puede afectar a las futuras generaciones; un lema puede conquistar la confianza del pueblo; por lo tanto, según creían, un poema de los trovadores era capaz de afectar el futuro de una nación.

El príncipe Ricardo se veía a sí mismo como un Gawain más que como un Percival, en la jerarquía mística de la Tabla Redonda del Rey Dragón, y anhelaba ser el acicate de la cristiandad.

Heraclio, que lo sabía, trataba de actuar sobre las evidentes susceptibilidades del príncipe Ricardo; pero, hasta que fuese rey de Inglaterra, no cabía esperar que se comprometiese con la tercera Cruzada.

Todos esos esfuerzos agotaron a los tres emisarios de Jerusalén, y los innumerables banquetes rociados con buenos vinos a que se vieron obligados a asistir terminaron por dejarles exhaustos. Ninguno de los grandes maestros cedió a la tentación del vino, pero todos eran comilones, al igual que el patriarca. Además ya no eran jóvenes. El resultado fue que, durante el viaje de vuelta, Arnold de Toroga, el Gran Maestro templario, falleció de un cólico después de una corta indisposición. La misión fue un fracaso.

En Jerusalén, la situación era tensa. Ello no era insólito en el reino de la cristiandad, pero la tensión se agravó a causa de la ausencia de los tres poderosos embajadores, en busca de apoyo para la nueva Cruzada, y de la cercana muerte del rey Balduino IV

—Que haya vivido tanto es un milagro. Su fuerza de voluntad es extraordinaria —dijo Abraham—. Yo le he visto en varias ocasiones, cuando le visitaba para aliviar sus sufrimientos. Pero aunque los médicos lo han probado todo, hasta la alquimia de un judío, para evitarle al valiente desgraciado tanto sufrimiento, sólo la esencia de amapola y el destilado de la soporífera mandrágora surten cierto efecto.

El proceso de la lepra elimina primero la sensibilidad de las extremidades, antes de paralizar finalmente los órganos vitales. Por lo tanto el dolor en sí no es problema. Pero la frustración causada por la imposibilidad de gobernar, sabiendo que sólo él sostiene las riendas del reino para evitar que se apoderen de ella los codiciosos barones, constituye el verdadero dolor que hace estragos en el espíritu del torturado y joven monarca.

«Tiene sólo veinticuatro años, apenas tres más que tú, Simon. ¿Puedes imaginarte lo que tiene que soportar su pobre alma? Quisiera Adonai que yo pudiese hacer algo más por él.

El filósofo poseía profundos conocimientos acerca de las adormideras, acumulados tras largos años de estudio de las copias de los Herbarios de los sacerdotes egipcios de Isis, un raro papiro que se había salvado del incendio de la biblioteca de Alejandría. Abraham era capaz de descifrar los jeroglíficos de las copias: los originales hacía tiempo que se habían convertido en polvo.

Se los había comprado a un ladrón de tumbas a quien trató de una enfermedad devastadora que seguramente contrajo al saquear alguna tumba. La clave de los jeroglíficos se la había proporcionado una segunda copia en griego, hecha por Apolonio de Tiana, el gran mago del siglo primero, cuya religión de Luz fuera una rival muy cercana al cristianismo.

Al igual que Mitra, otra divinidad rival de Cristo, Apolonio fue martirizado. Mitra, que también nació de madre virgen, fue asimismo crucificado.

La religión que rendía culto a Mitra la practicaban muchos legionarios romanos en tiempos de Herodes, mientras que los seguidores de Apolonio fueron confiados a los sabios de Oriente y sus discípulos. Todos fueron gnósticos.

—¿Son muchos los eruditos capaces de leer la escritura pictórica de los antiguos egipcios? —le preguntó Simon a su maestro.

—Cada año son menos; pero yo pasé algún tiempo en esa tierra maravillosa, y un sacerdote de Isis, que aún practicaba la antigua religión, me enseñó lo poco que sé. Estos rudimentos se limitan a las hierbas y raíces que usaban los médicos reales del Faraón. También sé lo suficiente sobre los antiguos dioses de Egipto como para darme cuenta de que el origen de su panteón es zodiacal. Tolomeo, el gran matemático, que, como faraón, pasó la mayor parte de su vida estudiando los astros, nos dio muchos motivos para estarle agradecidos. Mis sencillos conocimientos sobre los cielos nacen principalmente de la utilización de los métodos de ese astrónomo.

La humildad de Abraham era tan auténtica como todos los demás aspectos de su carácter. Era un verdadero erudito.

La corte de notables de Jerusalén toleraba al sabio y astrólogo judío, porque todos deseaban saber cuándo moriría su soberano. Todos aquellos buscadores de poder, en ausencia de Guy de Lusignan en Ascalón, maniobraban para obtener la supremacía en la futura lucha por el poder. Si alguien hacía un movimiento en el momento equivocado, arriesgaría lo que el destino le tuviese preparado. Si actuaban demasiado pronto, mientras el atormentado rey aún estuviese con vida, corrían el riesgo de perderlo todo; inversamente, si actuaban demasiado tarde, se presentarían como uno de los últimos contendientes para apoderarse del tambaleante reino.

—¡Es un asunto asqueroso! —dijo Belami—. Como observar a los buitres dando vueltas sobre un león moribundo.

Simon le dio la razón con sumo disgusto. En estos momentos ya no se hacía ilusiones sobre la integridad de la nobleza franca.

—Siempre ha sido así —observó Abraham—: cuando el jefe de la manada agoniza, sus seguidores esperan anhelantes para recoger sus huesos.

Mientras el joven yacía en la cama, el olor de su carne putrefacta superaba el de los costosos perfumes. Afortunadamente para él, sus órganos olfativos habían sido destruidos por la terrible enfermedad, de manera que al menos no tenía que soportar el hedor de su propia putrefacción. Eso y las pociones soporíferas de Abraham evitaban que su cordura se precipitara en el abismo.

Había confirmado a Raimundo de Trípoli como regente, pero también había nombrado al conde de Joscelyn, su tío, como tutor personal de su heredero, que aún era sólo un niño.

Por fin, la fracasada misión regresó de Europa, llevando el cuerpo momificado del fallecido Gran Maestro, Arnold de Toroga. Ello significaba que el Gran Capítulo en Jerusalén tenía que elegir a su sucesor.

—Será Gerard de Ridefort —sentenció Belami—. Él es el único templario mayor capaz de empuñar la Maza del fallecido Gran Maestro. —Tenía razón, pero estaba inquieto con respecto al futuro—. Puede ser que De Ridefort no sea suficientemente experimentado en cuestiones bélicas —dijo Belami.

En marzo de 1185, el joven rey Balduino fue finalmente liberado de su prolongado martirio.

Aunque el triste acontecimiento hacía tiempo que se esperaba, una nube de tristeza se abatió sobre Jerusalén. El heredero real fue llevado a la iglesia del Santo Sepulcro y, en brazos de Balian de Ibelin, fue coronado por el patriarca recién llegado, Heraclio.

El acto fue una farsa, pues pocos de sus «leales» cortesanos creían que el niño viviría lo suficiente como para mantener el poder dentro del reino. O bien la lepra de su tío le reclamaría como su víctima o bien le envenenaría alguno de los pretendientes al poder. Por esa razón, Joscelyn se mostró reacio a aceptar la responsabilidad de la tutela del niño, y se sintió aliviado cuando el moribundo Balduino le encargó la arriesgada tarea a Balian de Ibelin. Este caballero era un hombre valiente y honrado, pero de ninguna manera poseía la astucia política de los demás.

«Joscelyn teme que si algo le ocurre al heredero, le culparán a él. Ahora puede depositar esa responsabilidad en Balian, si llegara a suceder lo peor».

Las palabras de Abraham fueron proféticas.

Esos sucesos mantenían a Jerusalén sobre ascuas y aumentaba la sensación de inminente desastre que pendía sobre la Ciudad Santa. Complots y contracomplots, alianzas y conspiraciones secretas bullían entre los nobles. Saladino habría sido un imbécil si no hubiese aprovechado aquel caótico periodo en Tierra Santa.

Las fuerzas de la naturaleza también parecían confabuladas. El hambre asoló la tierra a causa de la sequía. La situación era grave y aterradora.

Afortunadamente, Saladino vio que el momento era propicio para renovar la tregua y ceñirse a los términos generales de un pacto de no agresión, cuando los emisarios de los angustiados barones llegaron hasta él.

El líder sarraceno aún tenía sus propios problemas. Tenía que convertir el Islam en un arma más poderosa que aquella con que había fracasado al querer destruir Kerak. Precisaba tiempo, y lo compró con la tregua.

Se firmó el tratado. Saladino brindó grandes cantidades de grano de Oriente, y la cristiandad se salvó de ser asolada por el hambre.

Sin embargo, Belami no era demasiado optimista.

—Ese astuto sarraceno no lo hace por caridad, por compasivo que sea. Esta tregua le proporcionará el tiempo suficiente para formar el ejército más vasto que el islam haya conocido nunca.

Una vez más el veterano acertó a ver claramente el quid de la cuestión.

La arrogancia de los tolerantes barones no les permitía presentir la tormenta que se avecinaba. Después de romper con éxito el sitio de Kerak de Reinaldo de Chátillon, creyeron firmemente que habían logrado inspirar miedo al poderío cristiano en el corazón de Saladino. ¿Por qué otro motivo hubiera aceptado la tregua sin cláusulas penales?, argüían. Preocupados con sus propias ambiciones y mezquinas conspiraciones, no acertaban a ver el peligro. Creían que habían engañado a Saladino. Pero estaban equivocados.

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