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Authors: Michael Bentine

El templario (27 page)

BOOK: El templario
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—Tu vara y tu báculo me confortan —dijo Abraham—. La vara es el amor de Dios, el báculo es el conocimiento que Dios te da, Simon. Úsalos sólo para el bien. Entonces, jamás te fallarán.

12
LA CIUDAD SANTA

Abraham también conocía el lado malo de Jerusalén, que era una consecuencia de la evolución natural del afán de los hombres inescrupulosos por el poder temporal.

La explotación comercial, los complots y las conspiraciones, y la proliferación del «amor libre», tanto en hombres como en mujeres, había convertido la intensa espiritualidad de la primera Cruzada en brillante farsa. El sabio conocía la Ciudad Santa y su historia, a través de muchos años de investigaciones.

—He aquí una ciudad que debería ser sagrada para todos los hombres —le dijo a Simon—. En cambio, los hombres que la dominan pasan más tiempo fortificándola que en santificándola.

Ahora que Pierre de Montjoie había regresado a Francia a reclamar su herencia, Simon tenía más tiempo para estar con su adorado maestro. Su sed de conocimiento era inagotable, y por eso Abraham lo amaba. Aquélla era la gran cualidad del hijo de Saint Amand.

El anciano, cuyos altos y encorvados hombros habían soportado el peso de muchas responsabilidades y penas, y que había conocido muchos goces a parte de su propio amor por el saber y la humanidad, colocaba todo su corazón en el joven normando.

—La mayor felicidad es la que proviene de la paz interior, fruto del verdadero amor a Dios —decía—. Yo no te lo digo, Simon, pontificando a la manera de algunos grandes príncipes de la Iglesia cristiana, sino con el espíritu de un gran judío..., Jesús de Nazaret. La sonrisa de Abraham era muy dulce.

—Los cristianos usáis la palabra «gentilhombre»; Jesús era un hombre gentil, un alma tan cercana a Dios como pueda llegar la de ser humano. Él decía: «Estas cosas y otras más grandes, harás». He aquí una declaración de esperanza, Simon. Estoy orgulloso de que el Nazareno y yo seamos de la misma ciudad.

Simon estaba sorprendido.

—Nunca lo mencionasteis antes.

—Pura coincidencia, créeme. —Abraham no pretendía atribuirse mérito alguno con ello—. Sin embargo —siguió diciendo—, volví a Nazaret y examiné sus líneas de fuerza telúricas. Para ese examen sólo utilicé mis manos. La detección de esos cursos de agua subterráneos, manantiales y fuentes bajo tierra, que corren a través de nuestro mundo como las arterias y las venas de nuestro organismo, se pueden sentir con las manos solas, sin el uso de ramas ni de péndulos.

«Nuestros nervios transmiten el mensaje de la vista, el tacto, el oído y las emociones al centro de nuestro ser, el cerebro. Del mismo modo, en todas las religiones, los sacerdotes y adoradores se encaran a los cuatro puntos cardinales antes de sus actos de homenaje o de elevar sus plegarias. Se orientan, conectando su mente al flujo de la energía de la tierra.

«Cristianos, judíos, mahometanos, esenios, paganos, infieles, hasta los animales sienten las diferentes corrientes de esas poderosas energías terrestres que fluyen bajo nuestros pies. Por eso los musulmanes entran descalzos en sus mezquitas, para poner en contacto el suelo con los pies desnudos. Se orientan hacia La Meca, donde sus fuentes de energía y de fe yacen en el sitio secreto celosamente guardado.

«La Khaaba es una piedra. Osama me dijo una vez que había caído del cielo. Es una piedra metálica, más dura que los minerales de donde extraemos el hierro, más fuerte que el acero; se forjó sólidamente en su largo camino a través del firmamento, de donde vino. El verdadero musulmán siente la poderosa fuerza de atracción de esa piedra sagrada, como vosotros los cristianos sentís el poder de vuestra Vera Cruz.

El anciano rabino bajó la voz.

—Si la Vera Cruz es un fragmento del crucifijo donde murió aquel hombre maravilloso o no, no importa: es la fe en su autenticidad lo que la hace verdadera. Ése es el poder del gnosticismo.

Para mostrar a Simon los alineamientos de esas corrientes de «sutiles» fuerzas telúricas, que irradian de ciertas partes de Jerusalén, Abraham anduvo con él por toda la Ciudad Santa.

Formaban una extraña pareja, el enjuto anciano, de barba blanca y encorvado por los largos años de estudio, caminando con la ayuda de un bastón curiosamente tallado, a quien acompañaba el alto y apuesto servidor del cuerpo de templarios, absorto en las disertaciones de su maestro.

De tanto en tanto, delante de una fuente, un pozo, un manantial de agua clara o de un altísimo cedro, se detenían y extendían las manos, como si quisieran tocar algo.

La mayoría de la gente pasaba presurosa por su lado, en busca de dinero o de placer, y no se fijaba en ellos mientras recorrían Jerusalén ensimismados en sus cosas. No era ése el caso de Belami, que, en aquellas «recorridas» de descubrimiento, les seguía a una discreta distancia, como una sombra invisible.

Si alguien demostraba excesivo interés en lo que sus amigos hacían, interrumpía el hilo de sus pensamientos preguntándole una dirección o tropezando con el curioso «accidentalmente» y luego disculpándose pródigamente. Ello era suficiente para distraer a cualquiera que quisiera meter las narices en la intimidad de sus amigos, y su accionar nunca era descubierto por el par de «inquiridores».

Simon siempre recordaría los parlamentos de Abraham sobre las relaciones de forma, peso y número. Mientras tanto, su capacidad creciente para detectar esas líneas de fuerzas telúricas le proporcionaba un nuevo conocimiento, que perduraría en él durante el resto de su vida.

—El gran irradiador de energía en Jerusalén parece ser la Piedra de Abraham, mi tocayo —explicó el filósofo—. Siente cómo esas múltiples líneas de energía que fluyen bajo nuestros pies se reflejan en la superficie de la tierra, donde estamos plantados.

Las manos de Simon se estremecieron involuntariamente mientras abría su mente a las líneas de fuerza. Su maestro siguió diciendo:

—Del mismo modo que las limaduras de hierro se reúnen alrededor de una piedra imán en formas definidas, como si estuviesen regidas por una corriente de energía, así esas líneas de energía fluyen hacia la periferia de un punto central de radiación. —Se atusó la fina barba blanca—. ¿Quién sabe? Quizá la Piedra de Abraham también cayó del cielo.

«De noche, un observador del firmamento puede ver estrellas fugaces cruzando el horizonte o cayendo desde ciertos puntos del cielo. He visto infinidad de esos magníficos espectáculos en todas las estaciones, pero he advertido, con el correr de los años, que esas lluvias de estrellas fugaces aparecen con gran regularidad en ciertas fechas de nuestro calendario judío, que es diferente del cristiano. Sin embargo, si convertimos el uno en el otro, observarás que esas fechas son idénticas.

A Simon le parecía que el foco central de las líneas principales de esas energías telúricas en Jerusalén provenían de la zona donde Salomón, el Maestro Hechicero, había situado y construido su grandioso templo. Cuando se lo mencionó a Abraham, el anciano asintió con su cabeza de blanca cabellera tan vigorosamente que casi perdió su yamulkah, el tradicional casquete judío que siempre llevaba puesto.

—¡Exactamente, Simon! Salomón fue un extraordinario exponente del gran arte mágico, como lo fue Moisés. Todos nuestros grandes profetas fueron eruditos del gnosticismo, y todos ellos obtuvieron sus poderes de esas fuentes de energía de nuestra sagrada tierra. La mayoría utilizaron esas energías prudentemente y sólo en algunas ocasiones cayeron en la trampa de la vanidad e hicieron mal uso de ese poder.

«Usando las fuerzas telúricas contenidas en los pedernales del lecho del río, David, el joven pastor, mató al gigante filisteo Goliat con su honda.

Abraham conocía infinidad de anécdotas similares de las que se valía para ilustrar sus discursos sobre las distintas manifestaciones del gnosticismo.

Cuando le mostró a Simon cómo el Monte de los Olivos y el asentamiento del Jardín de Getsemaní generaron, o radiaron, sus fuertes líneas de energía telúrica, dijo:

—Es por eso que Jesús eligió un monte semejante a ese sagrado lugar como el sitio para hacer el Sermón de la Montaña, cerca de las playas de Galilea. Fueron palabras de un profeta, sin duda, y piensa en esto: las escuchó una multitud inmensa. ¿De dónde provino la energía para transmitir la voz del calmo carpintero de Nazaret a los oídos de tantos miles de personas, reunidas en la falda del monte junto al lago?

«Ve, Simon, a la cima del Monte de los Olivos y grita con todas tus fuerzas. Pocas personas al pie de la colina te oirán. No obstante, todas y cada una de las palabras que tu Señor pronunció en el monte de Galilea fueron escuchadas por toda la multitud.

En otra ocasión, Abraham dijo con una risita:

—Siempre creí que Moisés, nuestro gran profeta, era mellizo. Si, como cuenta nuestra historia, al niño Moisés le encontró la hija del Faraón entre los juncos, ¿de dónde vino Aarón, su hermano?

Simon se quedó boquiabierto. Él nunca se había atrevido a cuestionar la Sagrada Biblia.

—Recuerda que Moisés dijo: «Mi hermano Aarón hablará por mí, pues soy lento de palabra». Moisés sufría un impedimento. Titubeaba a menudo, y le resultaba muy difícil hablar. Es interesante, Simon, que nunca se refiere a Aarón como: «mi hermano menor» o «mi hermano mayor», sino sólo como «mi hermano».

«En un libro tan lleno de detalles alambicados como es la Biblia, donde se establece meticulosamente la exacta relación de cada hijo e hija, padre, madre, tío y tía, primos, sobrino y sobrina, nunca se da, sin embargo, la relación exacta de Aarón y Moisés. En un documento semejante, que da las medidas exactas del Arca, ¿no es eso realmente extraño?

Simon asintió con la cabeza.

—¿Entonces creéis que Aarón y Moisés eran mellizos, que ambos fueron abandonados en la cuna flotante?

Los ojos del sabio parecían brillar con la energía del gnosticismo. Su mirada escrutaba el pasado lejano de la historia.

—En Egipto los mellizos eran considerados como un mal agüero. Constituían una señal de que los dioses estaban indecisos sobre el cuerpo en que debían depositar la Ka, o alma. Yo creo que la hija del Faraón escondió a uno de los mellizos y manifestó que había encontrado al otro entre los juncos.

—Como hija del tirano Faraón, ¿por qué no hizo matar a los mellizos, o al menos ordenar la muerte de Aarón, cuando resolvió quedarse sólo con Moisés? —preguntó el discípulo.

—Simon —respondió Abraham—, ¡ninguna madre mataría a sus propios hijos, sean mellizos o no!

El joven normando estaba fascinado por las ideas de su maestro.

—¿Sus hijos? —exclamó, excitado.

—La hija del Faraón se había enamorado de un artesano israelita. —El filósofo judío se irguió en toda su estatura, sus facciones aguileñas resplandeciendo de orgullo—. Los judíos somos un pueblo muy antiguo. Israel no era una raza de esclavos comunes. El Libro Santo nos cuenta que Israel se hallaba cautivo de Egipto, pero no esclavo. Los israelitas eran artesanos cautivos: algunos eran hábiles pastores y criadores de grandes rebaños; otros eran maestros artesanos en madera, piedra y metales. Moisés fue criado como un príncipe de la Casa del Faraón. ¿Por qué?

«Creo que fue porque era uno de los hijos mellizos de una princesa de la Noble Casa de Egipto.

«Si los israelitas hubieran sido meramente esclavos, el Faraón no habría experimentado una sensación de pérdida cuando abandonaron Egipto bajo el liderazgo de Moisés. Sin embargo, les persiguió, como si fuesen de mucho valor para su reino. Simon, los judíos eran sus maestros de obras, los hábiles albañiles e ingenieros que ayudaron a construir los grandes templos y las otras maravillas de Egipto.

«Aún no has visto las grandiosas pirámides ni los suntuosos palacios y templos de Karnak y Fillae. Esas maravillas de piedra sólo podían construirlas los maestros de obras con un profundo conocimiento de la Sagrada Geometría, la Media Dorada de la proporción.

Los ojos de Abraham brillaron con una luz interior.

—Tal era Moisés, un maestro de la piedra, un francmasón con un gran conocimiento de los secretos arcanos del gnosticismo. También lo era Aarón, el sacerdote. Presumiblemente, fue educado por los sacerdotes de Isis, como otra criatura adoptada de la casa del Faraón.

«¿No parece lógico que la hija favorita del Faraón, una hija a quien detestaría castigar, se enamorase de un artesano israelita, un constructor de templos, de quien concibiera mellizos? Cuando descubre su estado, se lo confiesa a su doncella de confianza y se encierra en un retiro espiritual entre las sacerdotisas de Isis, hasta el nacimiento de su hijo.

«¡Ante la consternación de todos, sin embargo, tiene mellizos, dos niños!

Simon tenía los ojos clavados en el rostro de Abraham.

—La madre no puede matarles, así que maquina esta fantasía que ha sido aceptada por nuestros pueblos y ha pasado a formar parte de nuestras religiones hermanas.

«El Faraón sospechó la verdad, pero no quería que se castigase a su hija, quizá con la muerte, por haber deshonrado la Casa real de Egipto. Pero existía una solución conveniente al problema... Moisés fue «descubierto» entre los juncos, presumiblemente, enviado a la hija del Faraón como un presente de Isis, la sagrada Madre Tierra. Mientras tanto, Aarón crece separadamente criado por los sacerdotes. ¡Se ha observado el protocolo! Todo el mundo contento con el resultado. El Gran Secreto fue mantenido bajo un sagrado voto de silencio.

—¿Pero cómo pudo guardarse un secreto semejante? —preguntó Simon.

Abraham miró escrutadoramente a los ojos de su discípulo.

—¿Quién podría saber eso mejor que tú, Simon de Saint Amand? —dijo.

Todo el año 1184 fue una continua revelación para el joven servidor templario. Comenzaba a comprender lo que Bernard de Roubaix quería decir al manifestar: «Sólo en Tierra Santa encontrarás muchas de las respuestas a los misterios de los templarios».

Mediante sus propias experiencias y las enseñanzas de Abraham, ya comenzaba a vislumbrar el perfil del gnosticismo.

Simon se daba cuenta de que, como una totalidad, era inaprensible. Comprendía por qué la Iglesia Cristiana se oponía a que los legos investigaran lo que se había convertido en los más profundos misterios del cristianismo.

—Si tratas de asaltar los muros del gnosticismo, destruirás tu mente —le advirtió Abraham—. Lentamente, poco a poco, debes aprender a abrir las puertas apropiadas de tu mente, en el momento oportuno. Si abres las puertas equivocadas, sin estar preparado, el horror absoluto de lo que descubrirás detrás de ellas podría destruir tu cordura.

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