«Creí que tal vez estaban intentando traértela aquí porque era tu novia. Porque querías que estuviera contigo».
Harry sonrió.
«No tengo tanta influencia».
«¿Qué le hubieran hecho?».
«Nada grave. La habrían devuelto a Hungría. No tienen nada contra ella. Quizá un año en un campo de trabajo. Estaría muchísimo mejor en su país que al antojo de la policía británica».
«No les ha contado nada de ti».
«Es una buena chica», repitió Harry con satisfacción y orgullo.
«Ella te quiere».
«Bueno, lo pasó bien conmigo mientras duró».
«Y yo la quiero».
«Eso está muy bien, hombre. Sé bueno con ella. Se lo merece. Cuánto me alegro».
Daba la impresión de haberlo arreglado a gusto de todos.
«Y también puedes influir para que tenga la boca cerrada. Aunque no es que sepa nada importante».
«Me gustaría tirarte por la ventana».
«Pero no lo harás. Nuestros enfados nunca duran mucho, hombre. Acuérdate de aquella terrible pelea en Mónaco, cuando juramos que no volveríamos a vernos nunca. Yo me fiaría de ti en cualquier sitio, Rollo. Kurtz intentó convencerme de que no viniera, pero te conozco. Luego intentó convencerme para que, bueno, preparara un accidente. Me dijo que sería muy fácil en este carro».
«Salvo que yo soy más fuerte que tú».
«Pero yo tengo una pistola. ¿Crees que se notaría un balazo cuando llegaras a
ese
suelo?».
El carro comenzó a moverse de nuevo, deslizándose hacia abajo, hasta que las moscas se convirtieron en enanos, y, finalmente, en seres humanos reconocibles.
«Qué tontos somos, Rollo, hablar de esa manera, como si yo te pudiera hacer una cosa así, o tú pudieras hacérmela a mí».
Se dio la vuelta y apoyó su rostro contra el cristal. Un empujón…
«¿Cuánto ganas al año con tus novelas del Oeste?».
«Mil».
«Antes de los impuestos. Yo gano treinta mil netas. Es la moda. Hombre, en estos tiempos nadie piensa en los seres humanos. Si no lo hacen los gobiernos, ¿por qué vamos a hacerlo nosotros? Hablan del pueblo y del proletariado y yo hablo de primos. Es lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales y yo también».
«Antes eras católico».
«Y sigo
creyendo
, hombre, en Dios, en la misericordia y en todo eso. No daño al alma de nadie con lo que estoy haciendo. Los muertos están más felices muertos. No se pierden mucho aquí, pobres diablos», añadió con aquel extraño toque de auténtica piedad cuando el carro llegaba a la plataforma y los rostros de los condenados a ser víctimas, los rostros domingueros y cansados que buscaban diversión, les miraban fijamente.
«Podías entrar en el negocio, ¿sabes? Sería útil. No me queda nadie en la Ciudad Interior».
«¿Y Cooler? ¿Y Winkler?».
«No te me vuelvas policía, hombre».
Salieron del carro y volvió a tocar el codo de Martins con la mano.
«Era un chiste. Sé de sobra que no lo harás. ¿Has sabido algo últimamente del viejo Bracer?».
«Recibí una tarjeta en Navidad».
«Qué tiempos aquellos, hombre. Qué tiempos aquellos. Tengo que dejarte aquí. Nos volveremos a ver algún día. Si te metes en algún lío siempre puedes localizarme a través de Kurtz».
Se alejó y al darse la vuelta se despidió con la mano que tuvo el tacto de no ofrecer: era como si todo el pasado se fuera alejando bajo una nube. Martins le gritó de pronto:
«No te fíes de mí, Harry».
Pero la distancia entre los dos era ya demasiado grande como, para que le llegaran sus palabras.
«Anna estaba en el teatro», me contó Martins, para la función del domingo por la tarde. Tuve que aguantar por segunda vez toda aquella triste comedia sobre un compositor de mediana edad y una muchacha enamorada de él y una esposa comprensiva —terriblemente comprensiva—. Anna la hacía muy mal; ni en sus mejores momentos era una buena actriz. La vi después en su camerino, pero estaba muy agitada. Creo que pensaba que yo iba a intentar hacer algo con ella y no tenía ninguna gana. Le dije que Harry vi; vía: pensé que se sentiría feliz y que yo odiaría ver lo contenta que estaba, pero se sentó frente al espejo donde se maquillaba y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas cubiertas de crema, y la verdad es que entonces hubiera preferido verla contenta. Tenía un aspecto espantoso y yo la quería. Luego, le conté mí entrevista con Harry, pero realmente no me hizo mucho caso, porque cuando terminé me dijo:
“Ojalá estuviera muerto”.
“Lo merece”, dije yo.
“Quiero decir que entonces estaría a salvo de todo el mundo”».
Le pregunté a Martins:
«¿Le enseñó las fotografías que le di, las de los niños?».
«Sí. Pensé que eso o la mataría o la curaría. Tiene que ir quitándoselo de la cabeza. Coloqué las fotografías entre los tarros de cremas. Por fuerza tenía que verlos. Le dije: “La policía no puede detener a Harry a menos que consigan que venga a esta zona y nosotros tenemos que ayudarles”. Ella dijo:
“Creí que eras amigo suyo”.
“
Era
mi amigo”, le dije.
“No te ayudaré nunca a atrapar a Harry”, dijo ella. “No quiero volver a verle. No quiero volver a oír su voz. No quiero que me toque, pero no haré nada para hacerle daño”.
Me sentí lleno de amargura, no sé muy bien por qué, porque después de todo yo no había hecho nada por ella. Hasta Harry había hecho más que yo. Le dije: “Le sigues deseando” como si le estuviera acusando de un crimen.
Ella dijo: “No le deseo, pero está dentro de mí. Es así… no es amistad. Pero cuando tengo sueños sexuales él es siempre el hombre”».
Empujé a Martins a que siguiera cuando vaciló:
«¿Y qué más?».
«Oh. Lo único que hice fue levantarme y dejarla. Ahora le toca a usted animarme. ¿Qué quiere que haga?».
«Quiero actuar rápidamente. ¿Sabe?, lo que estaba en el ataúd era el cadáver de Harbin, así que podemos detener inmediatamente a Winkler y a Cooler. Por el momento no podemos tocar a Kurtz, ni tampoco al chófer. Presentaremos una petición formal a los rusos para detener a Kurtz y a Lime, para tener nuestros archivos en orden. Si va a ser usted nuestro señuelo tiene que enviar un mensaje a Lime sin pérdida de tiempo, antes de que pase veinticuatro horas en esta zona. Mi idea es esta: en el momento en que llegó usted a la Ciudad Interior le trajimos aquí para apretarle las tuercas; se enteró de lo de Harbin por mí; comienza a echar cuentas y se va a avisar a Cooler. Dejaremos que Cooler se largue para conseguir coger a una presa más importante: no tenemos pruebas de que anduviera metido en el tráfico de penicilina. Se escapará hasta el Segundo Bezirk, para ver a Kurtz, y Lime pensará que usted juega limpio con él. Tres horas más tarde le enviará recado de que la Policía le persigue: usted está escondido y quiere verle».
«No vendrá».
«No estoy tan seguro. Escogeremos nuestro escondite con cuidado, en un sitio donde piense que hay muy poco riesgo. Vale la pena intentarlo. Sacarle a usted del lío apelaría a su orgullo y a su sentido del humor. Y le garantizaría su silencio».
Martins dijo:
«En el colegio nunca me sacaba de ningún lío».
Estaba claro que había estado revisando con cuidado el pasado y que había llegado a ciertas conclusiones.
«Entonces no había ningún problema serio ni tampoco peligro de que fuera a denunciarle».
«Le dije a Harry que no se fiara de mí pero no me oyó», dijo él.
«¿Está de acuerdo?».
Me había devuelto las fotografías de los niños y estaban sobre mi escritorio. Vi que les echaba una larga mirada.
«Sí», dijo. «Estoy de acuerdo».
Todo salió según el plan. Retrasamos la detención de Winkler, que había vuelto al Segundo Bezirk, hasta que Cooler hubiera recibido el aviso. Martins disfrutó en su corta entrevista con Cooler. Éste le saludó sin dar muestras de embarazo y con notable condescendencia:
«Qué alegría verle, señor Martins. Siéntese. Me alegro de que todo fuera bien entre usted y el coronel Calloway. Es un tipo muy recto ese Calloway».
«No fue bien», dijo Martins.
«Supongo que no estará usted enfadado porque yo le avisara de que había visto a Koch. Lo que yo pensé fue que si usted era inocente, lo podría demostrar en seguida, y que si era culpable, bueno, pues el que me cayera bien no tenía por qué ser un impedimento. Un ciudadano tiene sus deberes».
«Como dar falsas pruebas en una investigación».
Cooler dijo:
«Ah, esa vieja historia. Me temo que está usted enfadado conmigo, señor Martins. Piénselo así: a usted, como ciudadano, su lealtad le obliga».
«La policía ha desenterrado el cadáver. Están detrás de usted y de Winkler. Quiero que avise a Harry…».
«No entiendo».
«Oh, sí, sí lo entiende».
Y era evidente que era así. Martins se fue abruptamente. No quería seguir viendo aquel rostro bondadoso y humanitario.
Lo único que faltaba era poner cebo en la trampa. Después de estudiar el mapa del sistema de alcantarillado llegué a la conclusión que un café próximo a la entrada del canal principal, que como las demás estaba dentro de un quiosco de anuncios, era el lugar que resultaría más tentador para Lime. Lo único que tenía que hacer era subir una vez hasta la superficie, caminar cincuenta yardas, llevarse consigo a Martins y hundirse de nuevo en la oscuridad de las alcantarillas. No tenía ni idea de que conocíamos ese sistema de evasión: probablemente sabía que una patrulla de la policía de las alcantarillas terminaba antes de medianoche y la siguiente no comenzaba hasta las dos, así que a las doce Martins estaba sentado en un pequeño y frío local, a la vista del quiosco, bebiendo un café tras otro. Le había dejado un revólver; había apostado a varios hombres lo más cerca posible del quiosco y la policía de las alcantarillas estaba preparada para cerrar las bocas de acceso al llegar la hora cero y para comenzar a barrer la zona desde los límites de la ciudad. Pero lo que quería, si resultaba posible, era atraparle antes de que volviera a bajar. Eso significaría menos problemas y peligros para Martins. De manera que, como decía, allí estaba Martins sentado en el café.
Volvió a levantarse el viento, pero no traía nieve; venía helado desde el Danubio y, en la placita de hierba que había junto al café, levantaba la nieve como espuma en la cresta de una ola. No había calefacción en el café y Martins estaba sentado calentándose primero una mano, luego la otra, sobre la taza de sucedáneo de café; tomó innumerables tazas. Casi siempre uno de mis hombres estaba en el café con él, pero les relevaba cada veinte minutos o así, irregularmente. Pasó más de una hora. Martins había renunciado hacía rato a toda esperanza y yo también, allí donde esperaba junto a un teléfono, a varias calles de distancia, con un grupo de policías de las alcantarillas preparados para bajar si era necesario. Teníamos más suerte que Martins porque estábamos calientes con nuestras botas que nos llegaban hasta los muslos y nuestros chaquetones gruesos. Un hombre llevaba una lámpara, de un tamaño que era como la mitad de un faro de coche, atada con correas al pecho, y otro, un par de bengalas. Sonó el teléfono. Era Martins. Dijo:
«Estoy muerto de frío. Es la una y cuarto. ¿Para qué vamos a seguir?».
«No debería llamar. Debe seguir a la vista».
«He tomado siete tazas de ese café espantoso. Mi estómago no aguantará mucho más».
«Si viene, no tardará mucho. No querrá encontrarse con la patrulla de las dos. Aguante otro cuarto de hora, pero no telefonee».
La voz de Martins dijo repentinamente:
«¡Dios, está aquí! Está…».
Y luego se cortó el teléfono. Le dije a mi ayudante: «Dé orden de vigilar todas las bocas de acceso», y a mi policía de las alcantarillas: «Vamos a bajar».
Lo que había ocurrido fue lo siguiente: Martins estaba todavía hablando por teléfono conmigo cuando Harry Lime entró en el café. No sé lo que oyó, si es que oyó algo. La simple visión de un hombre buscado por la policía y sin amigos en Viena hablando por teléfono fue suficiente para ponerle sobre aviso. Antes de que Martins colgara había vuelto a salir del café. Fue en uno de esos raros momentos en que ninguno de mis hombres estaba en el café. Uno acababa de marcharse y otro estaba en la acera a punto de entrar. Harry Lime le pasó rozando y se fue hacia el quiosco. Martins salió del café y vio a mi hombre. Si le hubiera avisado en aquel momento podía haber sido fácil alcanzarle con un disparo, pero supongo que no era Lime, el traficante de penicilina, el que escapaba calle abajo; era Harry. Martins vaciló el tiempo suficiente como para que Lime llegara hasta el quiosco; luego gritó: «Es él», pero Lime ya se había metido dentro.
Qué mundo tan extraño y desconocido para la mayoría de nosotros yace bajo nuestros pies: vivimos sobre una tierra cavernosa llena de cascadas y corrientes fluviales, donde las mareas suben y bajan como en el mundo de arriba. Si han leído las aventuras de Allan Quatermain y su descripción del viaje por el río subterráneo hasta la ciudad de Milosis, se pueden imaginar la escena de la última lucha de Lime. El canal principal, que es aproximadamente como la mitad del Támesis, corre bajo una enorme arcada, alimentado por corrientes tributarias: esas corrientes caen en cascada desde niveles más altos y son purificadas en su caída, así que sólo en los canales laterales el aire hiede. La corriente principal huele dulce y fresca con un ligero aroma a ozono y por todas partes, en la oscuridad, hay el sonido del agua que cae y fluye. Fue justamente después de la marea alta cuando Martins y el policía llegaron al río: primero la escalera metálica de caracol, luego un pequeño pasillo, tan bajo que tuvieron que ir agachados, y luego el borde poco profundo de las aguas que rozaban sus pies. Mi hombre iluminó con su linterna la orilla de la corriente y dijo: «Se ha ido por ahí», porque al igual que una corriente profunda al descender deja en el borde una acumulación de desechos, así la alcantarilla deja en el agua quieta contra el muro los restos de cáscaras de naranja, viejos cartones de cigarrillos y cosas por el estilo, y en esos restos Lime había dejado su huella tan inequívocamente como si hubiera pasado por el barro. Mi policía dirigía la luz de su linterna hacia delante con la mano izquierda y con la derecha empuñaba una pistola. Le dijo a Martins: «Vaya detrás de mí, el hijo de puta puede disparar.».
«¿Entonces por qué diablos va usted delante?».