«Es mi trabajo, señor».
El agua les llegó hasta la mitad de la pierna al caminar; el policía seguía iluminando con su linterna hacia abajo y hacia delante enfocando la pista de restos revueltos en el borde de la alcantarilla. Dijo:
«Lo estúpido es que el hijo de puta no tiene salida. Todas las bocas de acceso están vigiladas y hemos acordonado la entrada en la zona rusa. Todo lo que tienen que hacer ahora nuestros hombres es barrer hacia adentro los canales laterales desde las bocas de acceso».
Sacó un silbato de su bolsillo y sopló, y desde muy lejos, de un lado y de otro, llegaron las notas de respuesta. Dijo:
«Ahora están todos abajo. Me refiero a la policía de las alcantarillas. Conocen este sitio tan bien como yo Tottenham Court Road. Me gustaría que me viera ahora mi vieja», dijo, levantando la linterna un momento para iluminar el camino, y entonces llegó el disparo. La linterna saltó de su mano y cayó a la corriente. Dijo:
«¡Maldito hijo de puta!».
«¿Está usted herido?».
«Un rasguño en la mano, nada más. Una semana de permiso. Tenga, tome esta otra linterna, señor, mientras yo me vendo la mano. No la encienda. Está en uno de los pasillos laterales».
Durante un largo rato siguió reverberando el sonido: cuando se extinguió el último eco sonó un silbato delante de ellos y el compañero de Martins silbó una respuesta.
Martins dijo:
«Es curioso, ni siquiera sé su nombre».
«Bates, señor».
Lanzó una risa sorda en la oscuridad.
«Ésta no es mi ronda habitual. ¿Conoce usted el Horsehoe, señor?».
«Sí».
«¿Y el Duque de Grafton?».
«Sí».
«El mundo es un pañuelo».
Martins dijo:
«Déjeme ir delante. No creo que dispare sobre mí y quiero hablar con él».
«Tengo órdenes de protegerle, señor. Cuidado».
«No se preocupe».
Pasó con cuidado a Bates, hundiéndose un pie más en la corriente. Cuando estuvo delante gritó, «Harry», y el nombre desencadenó un eco, «¡Harry, Harry, Harry!», que corrió sobre las aguas y provocó un amplio coro de silbidos en la oscuridad. Volvió a gritar:
«Harry. Sal de ahí. No tienes nada que hacer».
Una voz asombrosamente cercana les hizo pegarse a la pared:
«Hombre, ¿eres tú? ¿Qué quieres que haga?».
«Sal. Y pon las manos sobre la cabeza».
«No llevo linterna. No veo nada».
«Tenga cuidado, señor», dijo Bates.
«Péguese a la pared. No me va a disparar», dijo Martins. Llamó:
«Harry, voy a encender la linterna. Juega limpio y sal de ahí. No te queda más remedio».
Encendió la linterna, y a veinte pies de distancia, en el borde de la luz y el agua, se vio a Harry.
«Las manos sobre la cabeza, Harry».
Harry levantó la mano y disparó. El disparo rebotó en la pared a un pie de la cabeza de Martins y se oyó gritar a Bates. Al mismo tiempo un reflector, a cincuenta yardas, iluminó todo el canal, atrapando a Harry con sus rayos, luego a Martins y después los ojos fijos de Bates, que estaba recostado al borde del agua con las lavazas de la alcantarilla por la cintura. Un cartón de cigarrillos vacío se le había metido en el sobaco y allí se quedó. Mi grupo llegó al escenario.
Martins estaba allí sobre el cuerpo de Bates, desconcertado, con Harry Lime entre él y nosotros. No nos atrevíamos a disparar por miedo de alcanzar a Martins y la luz del reflector deslumbraba a Lime. Seguimos avanzando con lentitud, con nuestros revólveres preparados, y Lime comenzó a removerse hacia un lado y otro como un conejo deslumbrado por los faros de un coche; luego, de repente, se lanzó corriendo por la profunda corriente central. Cuando le buscamos con el reflector ya se había sumergido y la corriente de la alcantarilla le arrastró rápidamente, más allá del cuerpo de Bates, fuera del alcance del reflector y hacia la oscuridad. ¿Qué hace que un hombre sin esperanzas se agarre a unos cuantos minutos más de existencia? ¿Es una cualidad buena o mala? No tengo ni idea.
Martins permaneció junto al rayo del reflector, mirando corriente abajo. Tenía el revólver en la mano y era el único de nosotros que podía disparar sin riesgo. Creí ver un movimiento y le grité: «Ahí, ahí, dispare».
Levantó el revólver y disparó, de la misma manera que lo había hecho en Brickworth Common hacía años al oír la misma orden, y también esta vez mal. Un grito de dolor, como una tela rasgándose, recorrió la caverna: un reproche, una súplica.
«Bien hecho», grité, y me detuve junto al cuerpo de Bates.
Estaba muerto. Sus ojos continuaron sin expresión cuando le enfocamos con el reflector; alguien se inclinó, sacó el cartón y lo tiró al río que se lo llevó entre sus remolinos… un trozo de Gol Flamee amarillo; ciertamente estaba muy lejos de Tottenham Court Road.
Levanté la vista y no vi a Martins en la oscuridad. Grité su nombre, que se perdió en una confusión de ecos, dentro del fluir y rugir del río subterráneo. Luego oí un tercer disparo.
Martins me contó más tarde:
«Caminé corriente abajo para encontrar a Harry, pero con la oscuridad debí perderle. Tenía miedo de levantar la linterna; no quería tentarle a que volviera a disparar. Mi bala debió de alcanzarle justo en la entrada de un pasillo lateral. Luego, supongo que se fue arrastrando por el pasillo hasta el pie de la escalera metálica. Treinta pies por encima de su cabeza estaba la boca de acceso, pero no hubiera tenido fuerzas para subirla, y aunque lo hubiera conseguido la Policía le estaba esperando arriba. Él debía de saber todo eso, pero sufría muchos dolores e igual que un animal que se arrastra hasta la oscuridad para morir, me imagino que un hombre va hacia la luz. Quiere morir en casa y la oscuridad nunca es
nuestra
casa. Comenzó a arrastrarse escaleras arriba, pero el dolor se apoderó de él y no pudo seguir. ¿Por qué silbó aquel absurdo fragmento de melodía que fui lo bastante tonto como para creer que había escrito él? ¿Quería llamar la atención, quería que estuviera un amigo con él, aunque fuera el amigo que le había atrapado, o deliraba y lo hacía sin ningún propósito? En cualquier caso, le oí silbar y volví por el borde de la corriente tanteando la pared hasta el final y pude subir por el corredor donde yacía. Dije, “Harry”, y el silbido se detuvo justo sobre mi cabeza. Puse mi mano en la barandilla de hierro y subí. Aún tenía miedo de que me disparara. Luego, después de subir sólo tres escalones, mi pie pisó su mano y allí estaba. Le iluminé con mi linterna: no llevaba pistola; se le debió de caer cuando le alcanzó mi bala. Por un momento creí que estaba muerto, pero luego gimió de dolor. Dije, “Harry”, y con un gran esfuerzo volvió sus ojos hacia mi rostro. “Maldito tonto”, dijo, y eso fue todo. No sé si se refería a sí mismo —una especie de acto de contrición, por muy inadecuado que fuera (era católico)—, o me lo decía a mí —con mis mil libras anuales antes de pagar los impuestos y con mis imaginarios cuatreros, incapaz de matar limpiamente a un conejo—. Luego comenzó a gemir de nuevo. No pude resistir más y le pegué un tiro».
«Vamos a olvidar esa parte», le dije.
Martins respondió: «Nunca podré».
Aquella noche comenzó el deshielo, y por toda Viena la nieve empezó a derretirse y volvieron a aparecer las feas ruinas; barras de hierro colgando como estalactitas y vigas oxidadas que asomaban como huesos a través del fango. Los entierros eran mucho más sencillos que una semana antes, cuando se necesitaban taladradoras eléctricas para romper el suelo helado. Era un día templado, como de primavera, cuando Harry Lime tuvo su segundo funeral. Me alegré de meterlo de nuevo bajo tierra, pero aquello había costado la muerte de dos hombres. El grupo que había junto a la fosa era más reducido: faltaban Kurtz y Winkler y sólo estábamos la muchacha, Rollo Martins y yo. Y no hubo lágrimas.
Cuando se terminó, la muchacha se marchó sin decirnos ni una palabra por la larga avenida flanqueada por árboles que conducía a la entrada principal y la parada del tranvía, chapoteando por la nieve fundida. Le dije a Martins: «Tengo un vehículo. ¿Quiere que le lleve?».
«No», dijo, «cogeré el tranvía de vuelta».
«Usted ha ganado. Ha demostrado que soy un maldito tonto».
«No he ganado», dijo. «He perdido».
Le vi alejarse a zancadas detrás de ella con sus piernas demasiado largas. La alcanzó y caminaron juntos. No creo que le dijera una palabra: fue como el final de una historia, salvo que antes de que giraran y se perdieran de vista la mano de ella cogió el brazo de él… que es como suelen comenzar las historias. Disparaba muy mal y conocía muy mal a la gente, pero se le daban bien las novelas del Oeste (el truco de la tensión) y las chicas (no sé qué tendría). ¿Y Crabbin? Crabbin sigue discutiendo con el British Council sobre los gastos de Dexter. Dicen que no pueden presentar gastos simultáneos de Estocolmo y de Viena. Pobre Crabbin. Si lo piensa uno bien, pobres todos nosotros.
GRAHAM GREENE. Henry Graham Greene (Berkhamsted, Hertfordshire, 2 de octubre de 1904 - Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991) fue un escritor, guionista y crítico británico, cuya obra explora la confusión del hombre moderno y trata asuntos política o moralmente ambiguos en un trasfondo contemporáneo. Fue galardonado con la Orden de Mérito del Reino Unido.
Greene consiguió tanto los elogios de la crítica como los del público. Aunque estaba en contra de que lo llamaran un “novelista católico”, su fe da forma a la mayoría de sus novelas, y gran parte de sus obras más relevantes (p. e. Brighton Rock, The Heart of the Matter y The Power and the Glory), tanto en el contenido como en las preocupaciones que contienen, son explícitamente católicas.
Graham Greene (Berkhamsted, Inglaterra, 1904-Vevey, Suiza, 1991) estudió en la Universidad de Oxford y se formó como periodista trabajando para el diario The Times. Como novelista, si bien debutó en 1929, su madurez no llegó hasta los años cuarenta. Aficionado a las tramas policiacas o de espionaje en países exóticos, sus historias analizan con frecuencia dilemas morales del ser humano. Entre sus obras, clásicos del siglo XX, destacan títulos como El poder y la gloria (1940), El tercer hombre (1950), El americano impasible (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958),El cónsul honorario (1973) o El factor humano (1978). También escribió ensayos, crítica literaria y obras de teatro.
[1]
«Lime» significa «cal». (N. del T.)
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[2]
Underground, subterráneo, se utiliza también en inglés como sinónimo de secreto, clandestino. (N. de los T.)
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