Martins no podía contar cómo se las arregló durante el resto del coloquio. Tal vez fue Crabbin quien tuvo que soportar la peor parte; tal vez le ayudaron algunos de los asistentes al acto que iniciaron una animada discusión sobre la versión cinematográfica de una popular novela norteamericana. Recordaba muy poco más de lo ocurrido antes de que Crabbin hiciera el discurso final en su honor. Luego, uno de los jóvenes le llevó hasta una mesa en que había una pila de libros y le pidió que los firmara.
«Hemos permitido sólo un libro por socio».
«¿Qué tengo que hacer?».
«Firmarlos solamente. Es lo único que quieren. Este es mi ejemplar de
La proa curvada
. Le agradecería tanto que me pusiera cualquier cosita…».
Martins sacó su pluma y escribió: De B. Dexter, autor de
El jinete solitario de Santa Fe
, y el joven leyó la dedicatoria y la secó con un secante, con expresión confusa. Cuando Martins se sentó y comenzó a firmar Benjamín Dexter en las páginas de respeto, vio al joven en un espejo enseñándole la dedicatoria a Crabbin. Crabbin sonrió débilmente y comenzó a rascarse el mentón, «B. Dexter, B. Dexter, B. Dexter», escribía Martins rápidamente: después de todo no era mentira. Uno por uno fueron recogiendo los libros sus respectivos dueños; frasecitas de delicia y cortesía fueron cayendo como reverencias: ¿era eso ser escritor? Martins comenzó a sentir una fuerte irritación contra Benjamín Dexter. ¡Ese asno complaciente, pesado y pomposo!, pensó mientras firmaba el ejemplar número veintisiete de
La proa curvada
. Cada vez que levantaba la vista y tomaba otro libro tropezaba con la mirada preocupada e interrogante de Crabbin. Los socios del Instituto comenzaban a volver a sus casas con su botín: la sala se estaba quedando vacía. De repente, en el espejo, Martins vio a un policía militar. Le pareció que discutía con uno de los jóvenes secuaces de Crabbin. Martins creyó oír el sonido de su nombre. Fue entonces cuando perdió los estribos y con ello cualquier vestigio de sentido común. Sólo le quedaba un libro para firmar; trazó de un plumazo un último «B. Dexter» y se dirigió a la puerta. El joven, Crabbin y el policía estaban juntos en la entrada.
«¿Y este caballero?», preguntó el policía.
«Es el señor Dexter», dijo el joven.
«Los lavabos. ¿Hay por aquí un lavabo?», dijo Martins.
«Por lo que me han dicho un señor llamado Rollo Martins ha llegado aquí en uno de sus vehículos».
«Es un error. Ha sido claramente un error».
«Segunda puerta a la izquierda», dijo el joven.
Martins cogió rápidamente su gabán del guardarropa al salir y comenzó a bajar las escaleras. En el rellano del primer piso oyó subir a alguien y, mirando por encima del pasamanos, vio a Paine, al que yo había enviado para identificarle. Abrió una puerta al azar y la cerró detrás de él. Oyó pasar a Paine. La habitación estaba a oscuras; un curioso gimoteo le hizo volverse para ver qué clase de habitación era aquélla.
No se veía nada y el sonido se había interrumpido. Hizo un pequeño movimiento y de nuevo comenzó aquello, como una respiración dificultosa. Permaneció quieto y el ruido se extinguió. Alguien llamó fuera:
«¡Señor Dexter! ¡Señor Dexter!».
Luego comenzó un nuevo sonido. Era como si alguien susurrara: un largo y continuo monólogo en la oscuridad. Martins dijo:
«¿Hay alguien ahí?».
Y el sonido se interrumpió de nuevo. No aguantaba más. Sacó su encendedor. Oyó unos pasos bajando la escalera. Hizo girar una y otra vez la ruedecilla, pero no se encendió. Alguien se cambió de posición en la oscuridad y algo resonó en el aire, como una cadena. Preguntó una vez más, con la irritación del temor:
«¿Hay alguien ahí?».
Y sólo le respondió el clic-clic del metal.
Martins palpó desesperadamente buscando el interruptor, primero a la derecha, luego a la izquierda. No se atrevió a moverse más porque ya no podía situar a su compañero; el susurro, el gimoteo, el clic se habían interrumpido. Luego le entró miedo de no saber dónde estaba la puerta y palpó desesperadamente buscando el picaporte. Tenía mucho menos miedo de la policía que de la oscuridad y no tenía ni idea del ruido que estaba haciendo.
Paine le oyó desde el fondo de la escalera y volvió. Encendió la luz del rellano y el resplandor bajo la puerta orientó de nuevo a Martins. Abrió la puerta y sonriendo forzadamente a Paine se volvió para echar otro vistazo a la habitación. Los ojos como cuentas de un loro encadenado a una percha, le miraron fijamente. Paine le dijo respetuosamente:
«Le estábamos buscando, señor. El coronel Calloway desea hablar con usted».
«Me he perdido», dijo Martins.
«Sí, señor. Eso pensamos que habría pasado».
Yo había vigilado muy de cerca los movimientos de Martins desde que supe que no había tomado el avión para volver a su país. Le habían visto con Kurtz y en el teatro Josefstadt; sabía de su visita al doctor Winkler y al coronel Cooler y de su primer regreso al bloque donde había vivido Harry. Por alguna razón mi hombre le había perdido entre el piso de Cooler y el de Anna Schmidt; me informó que Martins había dado muchas vueltas por la ciudad y nuestra impresión era que había despistado deliberadamente a su perseguidor. Intenté cogerle en el hotel, pero se me escapó por poco.
Los acontecimientos habían dado un giro inquietante y me parecía que había llegado el momento de tener otra entrevista. Tenía que explicar muchas cosas.
Puse un escritorio muy amplio entre los dos y le di un cigarrillo. Le encontré mustio, pero dispuesto a hablar, dentro de unos límites estrictos. Le pregunté por Kurtz, y me pareció que contestaba satisfactoriamente. Le pregunté por Anna Schmidt, y entendí de su respuesta que había estado con ella después de visitar al coronel Cooler; así pude rellenar uno de mis huecos. Le tanteé con el doctor Winkler, y también contestó rápidamente.
«Se ha movido usted mucho», dije. «¿Ha averiguado algo sobre su amigo?».
«Sí», dijo. «Lo tenía usted ante sus narices, pero no lo vio».
«¿Qué?».
«Que le asesinaron».
Aquello me cogió por sorpresa: durante un tiempo había jugado con la idea de que podía ser un suicidio, pero hasta ésa la había descartado.
«Siga», le dije.
Intentó eliminar de su historia toda referencia a Koch al hablar de un informante que había visto el accidente. Eso hizo que su relato fuera bastante confuso y al principio no comprendí por qué daba tanta importancia al tercer hombre.
«No se presentó en la investigación y los otros mintieron para no comprometerle».
«Tampoco se presentó su hombre: no veo qué importancia puede tener eso. Si fue un accidente de verdad tenemos todas las pruebas necesarias. ¿Por qué meter a otro tipo en un lío? Quizá su mujer pensara que estaba de viaje; tal vez fuera un oficial que estaba ausente sin permiso: a veces hay personas que vienen a Viena sin permiso desde sitios como Klagenfurt. Ya sabe lo que atraen los encantos de la gran ciudad».
«Hay algo más que eso. Han asesinado al hombrecillo que me lo contó. Al parecer no sabían qué más había visto».
«Vamos por el buen camino», dije. «Se refiere usted a Koch».
«Sí».
«Que yo sepa, fue usted la última persona que le vio vivo». Como ya he dicho, le interrogué con el fin de averiguar si le había seguido alguien más hábil que mi hombre hasta la casa de Koch sin que él le viera. Le dije:
«La policía austríaca tiene muchas ganas de endosarle a usted eso. Frau Koch les contó cuánto le preocupó a su marido su visita. ¿Quién más sabía de ella?».
«Se lo conté a Cooler», dijo excitado. «Supongamos que inmediatamente después de que yo me fuera llamó para contarle la historia a alguien, al tercer hombre. Tuvieron que cerrarle la boca a Koch».
«Cuando le contó al coronel Cooler lo de Koch, ya estaba muerto. Aquella noche se levantó de la cama al oír a alguien y bajó las escaleras…».
«Bueno, eso me elimina a mí. Yo estaba en el Sacher's».
«Pero él se fue a la cama muy pronto. Su visita le provocó de nuevo jaqueca. Se levantó poco después de las nueve. Usted volvió al Sacher's a las nueve y media. ¿Dónde estuvo antes?».
Dijo sombríamente: «Dando vueltas por ahí e intentando ver las cosas claras».
«¿Tiene testigos de sus desplazamientos?».
«No».
Quería asustarle, así que no era cuestión de decirle que le habían seguido durante todo el tiempo. Sabía que no había degollado a Koch, pero no estaba muy seguro de que fuera tan inocente como pretendía. El dueño del cuchillo no siempre es el verdadero asesino.
«¿Puede darme otro cigarrillo?».
«Sí».
Me preguntó: «¿Cómo sabía que fui a la casa de Koch? Por eso me tienen aquí, ¿no es cierto?».
«La Policía austríaca…».
«No me habían identificado».
«Inmediatamente después de que se marchara usted, el coronel Cooler me llamó por teléfono».
«Eso le deja fuera. Si hubiera estado comprometido no le habría interesado que le contara mi historia, la historia de Koch, quiero decir».
«Podía suponer que era usted un hombre sensato y que vendría a verme tan pronto como se enterara de la muerte de Koch. A propósito, ¿cómo se enteró?».
Me lo contó en seguida y le creí. Fue entonces cuando comencé a creerle todo. Dijo: «Todavía no me cabe en la cabeza que Cooler pueda estar mezclado en esto. Apostaría cualquier cosa por su honradez. Es uno de esos norteamericanos con auténtico sentido del deber».
«Sí», dije, «eso me dijo cuando me telefoneó. Se disculpó. Me dijo que eso era lo peor de haber sido educado en el sentido cívico. Que le hacía sentirse como un mojigato. A decir verdad, Cooler me irrita. Por supuesto no tiene ni idea de que sé que hace estraperlo de neumáticos».
«¿O sea, que él también está metido en el tráfico ilegal, no?».
«No es nada grave. Supongo que habrá levantado unos veinticinco mil dólares. Pero yo no soy un buen ciudadano. Que los norteamericanos cuiden de los suyos».
«¡Que me parta un rayo!», dijo reflexivamente. «¿Era eso en lo que estaba metido Harry?».
«No. La cosa no era tan inofensiva».
«¿Sabe?», dijo, «ese asunto, la muerte de Koch, me ha impresionado mucho. Tal vez Harry estuviera metido en algo malo. Quizá intentara dejarlo y por eso le asesinaron».
«O quizá», dije, «quisiera una porción mayor del botín. Los ladrones terminan peleándose».
Esta vez lo aceptó sin ninguna irritación. «No estamos de acuerdo en lo que se refiere a los motivos», dijo, «pero creo que usted comprueba los hechos concienzudamente. Perdone lo del otro día».
«No se preocupe».
Hay momentos en que uno tiene que tomar una decisión en el acto: aquél era uno de ellos. Le debía algo a cambio de la información que me había proporcionado. Le dije: «Le voy a enseñar suficientes datos relacionados con el caso de Lime como para que lo entienda. Pero no pierda los estribos. Va a ser un golpe muy duro».
No podía ser de otra manera. La guerra y la paz (si es que podemos llamarla paz) desencadenan una gran cantidad de negocios sucios, pero ninguno tan vil como éste. Al menos los que se dedicaban al mercado negro de alimentos proporcionaban comida, y lo mismo ocurría con los otros estraperlistas que traficaban a precios desmesurados con artículos que escaseaban. Pero el negocio de la penicilina era totalmente diferente. En Austria sólo se proporcionaba penicilina a los hospitales militares; ningún médico civil, ni siquiera los hospitales civiles, podían conseguirla por medios legales. Cuando comenzó ese tráfico, era relativamente inofensivo. Los ordenanzas militares robaban la penicilina y se la vendían a los médicos austríacos a precios muy elevados: se pagaban hasta setenta libras por una ampolla. Se podía decir que ésa era una forma de distribución —una distribución injusta, puesto que únicamente beneficiaba al paciente rico, pero tampoco se podía decir que la distribución original fuera más justa.
El negocio siguió viento en popa durante cierto tiempo. De vez en cuando cogían a un ordenanza y le castigaban, pero ese peligro lo único que hacía era aumentar el precio de la penicilina. Luego, el tráfico ilegal comenzó a organizarse: los tipos importantes se dieron cuenta de que allí había mucho dinero, y aunque el ladrón original sacaba un botín menor, a cambio recibía una cierta seguridad. Si le ocurría algo le cubrían. La naturaleza humana tiene también retorcidas razones que el corazón ignora. Los tipos sin importancia tenían la conciencia más tranquila porque trabajaban para un empresario; a sus propios ojos eran casi respetables como cualquier asalariado; formaban parte de un grupo y si alguien era culpable lo eran sus jefes. Una banda de delincuentes funciona como un partido totalitario.
A esto le he llamado yo a veces la etapa número dos. La etapa número tres empezó cuando los organizadores decidieron que los beneficios no eran lo bastante grandes. No iba a ser siempre imposible conseguir legalmente la penicilina; querían más dinero y con más rapidez mientras la cosa iba bien. Empezaron a diluir la penicilina con agua coloreada y en el caso del polvo de penicilina lo mezclaban con arena. Guardo un pequeño museo en un cajón de mi escritorio y le enseñé varias muestras a Martins. No le agradaba mucho la conversación, pero todavía no había comprendido lo que yo quería que entendiera. Dijo: «Supongo que eso echa a perder el producto».
«No nos habría preocupado mucho si eso hubiera sido todo», le dije, «pero escuche lo que voy a decirle. Le puede inmunizar contra los efectos de la penicilina. En el mejor de los casos convierte en ineficaz para el paciente un tratamiento futuro a base de penicilina. No tiene nada de divertido, desde luego, si él sufre de una enfermedad venérea. Aplicar arena a una herida que requiere penicilina no tiene nada de sano en absoluto. Ha habido nombres que han perdido así brazos y piernas y a veces la vida. Tal vez lo que más me horrorizó fue la visita que hice al hospital infantil. Habían comprado la penicilina para emplearla contra la meningitis. Varios niños simplemente se murieron, pero otros se volvieron locos. Puede verlos ahora en las salas de enfermos mentales».
Estaba sentado al otro lado del escritorio mirando ceñudamente sus manos. Le dije:
«¿Se pone uno enfermo al pensarlo, no?».
«No me ha enseñado ninguna prueba de que Harry…».
«Ahora llegaremos a eso», le dije. «Tranquilícese y escuche».