Por pura casualidad pudieron encontrar a tiempo el entierro: un pedazo de tierra en el enorme parque, limpio de nieve, donde se había juntado un grupo diminuto, al parecer entregado a un asunto muy privado. Acababa de hablar un sacerdote —sus palabras llegaban tenuemente a través de la fina y paciente nieve—, e iban a bajar un ataúd al interior de la tumba. Dos hombres vestidos con trajes corrientes estaban de pie al lado de la fosa; uno llevaba una corona que sin duda había olvidado posar sobre el ataúd, porque su compañero le tocó con el codo, ante lo cual él dio un respingo y dejó caer las flores. Había una muchacha, un poco alejada, que se tapaba el rostro con las manos, y yo, que estaba a veinte yardas de distancia, junto a otra tumba, mirando con alivio el final de Harry Lime y fijándome cuidadosamente en quienes estaban allí: para Martins yo era tan sólo un hombre con un impermeable. Se me acercó y me preguntó:
«¿Podría decirme a quién están enterrando?».
«A un tipo llamado Lime», dije, y me quedé atónito al ver cómo se llenaban de lágrimas los ojos del desconocido: ni él parecía un hombre capaz de llorar, ni yo creía que Lime fuera de la clase de hombre por el que nadie pudiera sentir pena: pena auténtica con lágrimas auténticas. Por supuesto, allí estaba la muchacha, pero estas generalizaciones no incluyen a las mujeres.
Martins permaneció allí, hasta el final, cerca de mí. Más tarde me dijo que, como viejo amigo, no quería mezclarse con los nuevos: la muerte de Lime les pertenecía a éstos, que se quedaran con ella. Tenía la ilusión sentimental de que la vida de Lime —al menos veinte años de su vida— le pertenecían a él. Tan pronto como se acabó aquello —no soy un nombre religioso y me impacienta un poco todo el ritual de la muerte—, Martins se alejó hacia el taxi dando zancadas con esas largas piernas suyas que siempre parecía que se iban a enredar. No intentó hablar con nadie y ahora lloraba de verdad, al menos esas pocas y mezquinas gotas que podemos exprimir a nuestra edad.
Los archivos, saben, nunca se completan del todo; un caso no se cierra nunca, ni siquiera después de un siglo, cuando ya se han muerto todos los participantes. Así que seguí a Martins: conocía a los otros tres; quería conocer al extraño. Le alcancé junto a su taxi y le dije:
«No tengo medio de transporte. ¿Podría llevarme hasta la ciudad?».
«Por supuesto», dijo.
Sabía que el conductor de
mi jeep
me vería al salir y podría seguirnos discretamente. Cuando arrancamos me di cuenta de que Martins no miraba atrás: son casi siempre los falsos apenados y los falsos amantes los que echan la última mirada, los que esperan saludando en los andenes, en vez de largarse rápidamente, sin mirar atrás.
¿Será porque se quieren tanto a sí mismos y quieren que les miren los demás, hasta los que están muertos?
«Mi nombre es Calloway», le dije.
«Martins», dijo él.
«¿Era usted amigo de Lime?».
«Sí».
La mayor parte de la gente en la última semana habría vacilado antes de afirmar una cosa así.
«¿Lleva mucho tiempo aquí?».
«He llegado esta misma tarde de Inglaterra. Harry me había invitado a que me quedara con él. No sabía nada».
«¿Le ha impresionado un poco, no?».
«Mire», dijo, «necesito unas copas, pero no tengo más que cinco libras esterlinas. Le agradecería mucho que me invitara».
Me tocaba decir «por supuesto». Pensé un momento y luego le di al conductor el nombre de un barcito de la Kärntnerstrasse. No creía que quisiera que le vieran todavía en el animado bar británico, lleno de oficiales en tránsito y de sus mujeres. En aquel bar —quizá por lo exorbitante de sus precios— no había en aquel momento más que una pareja muy amartelada. El problema era que sólo tenían una bebida —un licor dulce de chocolate que el camarero mejoraba, mediante una propina, con coñac—, pero tuve la impresión de que Martins no iba a rechazar nada bebible, con tal de que corriera un velo sobre el presente y el pasado. En la puerta había el acostumbrado cartel que decía que el bar se abría de seis a diez, pero no tenías más que empujar la puerta y pasabas al salón principal. Dispusimos de una salita para nosotros solos; la única pareja estaba en el salón de al lado y el camarero, que me conocía, nos dejó solos con unos bocadillos de caviar. Afortunadamente, los dos sabíamos que yo disponía de una cuenta de gastos.
Martins dijo tomando su segunda copa, rápida:
«Lo siento, pero era el mejor amigo que tenía».
No pude resistir decirle, sabiendo lo que yo sabía y porque tenía ganas de pincharle, pues se aprende mucho así:
«Suena a novela barata».
Dijo rápidamente: «Escribo novelas baratas».
Ya sabía algo. Hasta que no hubo tomado su tercera copa, tuve la impresión de que no era un hombre al que se le soltara fácilmente la lengua, pero estaba bastante seguro de que era uno de esos que se ponían desagradables a partir de la cuarta.
«Hábleme de usted y de Lime», le dije.
«Mire», dijo él, «necesito como sea otra copa, pero no quiero gorronearle a un desconocido. ¿Me puede cambiar una o dos libras por dinero austriaco?».
«No se preocupe por eso», dije, y llamé al camarero. «Ya me invitará usted a mí cuando vaya a Londres de permiso. ¿No me iba a contar cómo conoció a Lime?».
La copa de licor de chocolate podía haber sido de cristal de roca, a juzgar por cómo la miró y la hizo girar en una y otra dirección.
«Fue hace mucho tiempo. Supongo que nadie conocía a Harry como yo le conocí», dijo, y yo pensé en el abultado fichero lleno de informes de agentes que había en mi oficina, todos diciendo lo mismo. Confío en mis agentes; los selecciono con mucho cuidado.
«¿Hace mucho tiempo?».
«Hace veinte años, o un poco más. Le conocí durante mi primer año de colegio. Me parece estar viendo aquel lugar. Me parece estar viendo el tablón de anuncios y lo que había allí puesto. Me parece oír sonar la campanilla. Él era un año mayor que yo y tenía experiencia. Me enseñó muchas cosas». Tomó un rápido sorbo de su copa y luego volvió a hacer girar de nuevo el cristal, como si quisiera verlo con más claridad. Dijo:
«Es curioso. No puedo recordar el primer encuentro con ninguna mujer con tanta claridad».
«¿Era listo en el colegio?».
«No en el sentido que ellos querían. ¡Pero las cosas que inventaba! Era capaz de las ideas más fantásticas. Yo era mucho mejor que Harry en asignaturas como Historia o Inglés, pero era un primo cuando se trataba de poner en práctica sus ideas».
Se rió: ya estaba empezando, con ayuda de las copas y de la charla, a librarse de la impresión que le había provocado la muerte. Dijo:
«Era a mí a quien cogían siempre».
«Eso le vendría bien a Lime».
«¿Qué diablos quiere usted decir?», preguntó. Le estaba empezando la irritación alcohólica.
«¿No es cierto?».
«Era culpa mía, no suya. Podía haber encontrado a otro mucho más listo que yo si hubiera querido, pero me tomó cariño».
Desde luego, pensé, el niño es el padre del hombre, porque a mí también me había parecido Lime paciente.
«¿Cuándo le vio por última vez?».
«Fue a Londres hace seis meses, a un congreso de medicina. ¿Sabe?, tenía el título de médico, aunque nunca ejerció. Eso era típico en Harry. Le gustaba ver si podía hacer una cosa y luego perdía interés. Pero solía decir que resultaba útil».
Y eso también era cierto. Era curioso cómo se parecía el Lime que él conoció al que conocí yo; sólo que él miraba la imagen de Lime desde un ángulo o a una luz diferentes. Dijo:
«Una de las cosas que me gustaba de Harry era su humor».
Sonrió con una sonrisa forzada que le quitó cinco años de encima.
«Soy un bufón. Me gusta jugar a hacer el tonto, pero Harry tenía verdadero ingenio. ¿Sabe?, podía haber sido un compositor de música ligera de primera categoría si se hubiera empeñado».
Silbó una melodía; me resultó extrañamente conocida. :
«Nunca la olvidaré. Vi a Harry escribirla. En un par de minutos, en el dorso de un sobre. La silbaba siempre cuando estaba pensando en alguna cosa. Era la melodía que uno relacionaba con él».
La silbó por segunda vez y entonces supe quién la había escrito: por supuesto, no había sido Harry. Estuve a punto de decírselo, pero ¿para qué? La melodía comenzó a desvanecerse y se esfumó. Se quedó mirando su copa, vació lo que quedaba de ella y dijo:
«¡Maldita sea! Pensar que ha muerto de la forma que ha muerto».
«Ha sido lo mejor que podía haberle ocurrido», dije.
No se enteró muy bien de lo que quería decir; estaba un poco achispado.
«¿Lo mejor?».
«Sí».
«¿Quiere decir que no tuvo ningún dolor?».
«En eso también tuvo suerte».
Fue el tono de voz y no mis palabras lo que llamó la atención a Martins. Me preguntó cortés y peligrosamente —me di cuenta de cómo se tensaba su mano derecha—:
«¿Qué insinúa usted?».
No hay por qué demostrar valor físico en todas las situaciones: aparté mi asiento lo suficiente como para ponerme fuera del alcance de sus puños.
«Lo que quiero decir», le dije, «es que tengo toda su ficha en el cuartel general de la Policía. Hubiera tenido que pasar mucho tiempo —pero que mucho tiempo— en la cárcel, si no hubiera sido por el accidente».
«¿Por qué?».
«Era uno de los peores estafadores que se haya ganado jamás su puerca vida en esta ciudad».
Le vi midiendo la distancia entre nosotros y diciéndose que no podía alcanzarme en donde yo estaba sentado. Rollo quería golpear, pero Martins era sensato y cauto. Comencé a darme cuenta de que Martins era peligroso. Me pregunté si después de todo no habría cometido un completo error. No me parecía que Martins fuera realmente el primo que había descrito Rollo.
«¿Es usted policía?», preguntó.
«Sí».
«Siempre he detestado a los policías. Son siempre sinvergüenzas o estúpidos».
«¿Es esa la clase de libros que escribe?».
Le vi que movía poco a poco su asiento para poder impedirme la salida. Miré al camarero y se dio cuenta de lo que quería decirle: tiene sus ventajas usar siempre el mismo bar para las entrevistas.
Martins exhibió una sonrisa superficial y dijo cortésmente:
«Tengo que llamarles
sheriffs
».
«¿Conoce Norteamérica?».
Era una conversación idiota.
«No. ¿Me está usted interrogando?».
«Simple interés».
«Porque si Harry era el estafador que dice, yo también debo serlo. Trabajamos siempre juntos».
«Me atrevería a decir que tenía algo para usted, en la organización. No me sorprendería nada que se hubiera propuesto colgarle el muerto. Era su método en el colegio, según me ha contado usted, ¿no es así? Lo que pasó es que el director comenzó a enterarse de algunas cosas».
«Estoy empezando a calarle. Supongo que habrá habido alguna ratería con la gasolina o algo por el estilo, y como no ha podido cargárselo a nadie intenta colgárselo al muerto. Como todos los policías. Supongo que es usted un policía de verdad, ¿no?».
«Sí, de Scotland Yard, pero me meten en un uniforme de coronel cuando estoy de servicio».
Ahora estaba entre la puerta y yo. No podía apartarme de la mesa sin exponerme. No soy un luchador y de todos modos me llevaba seis pulgadas de ventaja. Le dije:
«No era gasolina».
«Neumáticos, sacarina… ¿Por qué ustedes, los policías, no atrapan a unos cuantos asesinos para variar?».
«Bueno, se podría decir que el asesinato formaba parte del negocio».
Con una mano tiró la mesa y con la otra intentó pegarme; el alcohol le hizo calcular mal. Antes de que pudiera intentar repetirlo mi chófer le sujetó.
«No le maltrates. No es más que un escritor que ha bebido demasiado».
«Tranquilícese usted, señor, ¿quiere?» dijo mi chófer.
Tenía un exagerado sentido de la jerarquía. Probablemente hubiera llamado «señor» a Lime.
«Escuche, Callaghan, o como mierda se llame usted…».
«Calloway. Soy inglés, no irlandés».
«Voy a conseguir que haga usted el ridículo más espantoso de Viena. No va a poder colgar todos los crímenes sin resolver a un hombre que está muerto'».
«Ya veo. ¿Me va a encontrar usted al verdadero criminal? Parece una de sus novelas».
«Puede soltarme, Callaghan. Prefiero dejarle en ridículo que hincharle un ojo. Si le hincho un ojo sólo tendrá que pasar unos días en la cama. Pero cuando haya acabado con usted, tendrá que irse de Viena».
Saqué un par de libras en vales y los metí en el bolsillo superior de su chaqueta.
«Serán suficientes para esta noche», le dije, «y me aseguraré de que tenga reservada una plaza en el avión de mañana para Londres».
«No puede echarme. Tengo mis documentos en orden».
«Sí, pero ésta es como cualquier otra ciudad: aquí se necesita dinero. Si cambia sus libras esterlinas en el mercado negro le encerraré a las veinticuatro horas. Suéltalo».
Rollo Martins se sacudió el polvo. Dijo:
«Gracias por las copas».
«No hay de qué».
«Me alegro de no tener que agradecérselo. Supongo que las apuntará en la cuenta de gastos, ¿no?».
«Le volveré a ver en una o dos semanas, cuando tenga lo que necesito».
Sabía que estaba irritado. Entonces no creía que hablara en serio. Pensé que estaba representando un papel para recobrar su propia estimación.
«Tal vez pueda ir a despedirle mañana».
«No pierda el tiempo. No estaré allí».
«Paine le acompañará y le indicará el camino hasta el Sacher's. Allí tendrá una cama y cena. Me encargaré de ello».
Dio un paso a un lado como si fuera a dejar pasar al camarero y se abalanzó sobre mí. Pude esquivarle, pero resbalé contra la mesa. Antes de que pudiera repetirlo, Paine le pegó un puñetazo en la boca. Salió disparado entre las mesas y se levantó sangrando por un labio partido.
«Creí que me había prometido no pelear», le dije.
Se limpió un poco de sangre con la manga y dijo:
«No. Dije que prefería dejarle en ridículo. No que no fuera a hincharle un ojo también».
Había sido un día muy largo y estaba cansado de Rollo Martins. Le dije a Paine:
«Acompáñale hasta el Sacher's. Y no vuelvas a pegarle si se porta bien». Y alejándome de los dos fui hacia el interior del bar (me merecía otra copa). Oí cómo Paine le decía al hombre que acababa de tumbar: