Casi habíamos llegado. Jane estaba sentada junto a la ventanilla del avión, discretamente inquieta por la espera, y yo la miraba.
Iba vestida con unos sencillos vaqueros y una blusa blanca. Sus cabellos estaban recogidos con una goma y llevaba sus gafas de sol, un velo que me impedía quedar cegado por la sombría claridad de su mirada.
Salimos del avión; recuperé el equipaje de Jane, una bolsa pequeña y el maletín de su ordenador. No sé por qué, pero, con ese simple gesto, me di cuenta de repente de que era feliz, y que ese sentimiento era la fuente de la que bebía desde que había abandonado la tierra de Israel.
En el autobús, resistí el deseo de volver a abrir el Pergamino de Plata para proseguir su lectura.
—¿Cómo es posible que la Orden del Temple se haya perpetuado durante más de cinco siglos? —pregunté.
—Hay quien lo explica a través de una carta de transmisión que se remonta a 1324. Jacques de Molay, último Maestre del Temple, designó como sucesor a Jean-Marc Larménius, de Jerusalén, quien a su vez habría transmitido el gran maestrazgo a François Théobald, de Alejandría. Se supone que Larménius firmó la carta de transmisión, y que ésta fue rubricada posteriormente por todos los Grandes Maestres, desde el siglo XIV hasta el XIX.
—¿De dónde procede su fortuna?
—Ése es el famoso secreto. Según todas las probabilidades, el tesoro no estaba formado por dinero en metálico, sino por objetos sagrados, pedrerías y joyas… Y consiguieron esconderlo a tiempo.
—A lo mejor la respuesta se encuentra aquí, en el Pergamino de Plata.
—Fui recibido por los templarios de Jerusalén, que me condujeron a mi habitación. Allí, para mi gran sorpresa, no me asignaron una plaza en el dormitorio, entre los hermanos caballeros, sino que me alojaron en una de la hilera de celdas individuales que se abrían a un pasillo. La mía estaba amueblada con una silla, un baúl y una cama con un colchón de paja, una almohada, una sábana y una manta, además de una colcha o cobertor, un lujo que no conocía desde hacía tiempo, yo, que tantas veces había dormido sobre un jergón de hierro, o sobre la arena del desierto, bajo las estrellas.
»Fui llamado a Capítulo después de la cena. El Capítulo era la autoridad suprema de la Orden, y tenía lugar todas las semanas en cualquier lugar en que se encontraran reunidos cuatro o más hermanos, con el fin de juzgar las faltas cometidas contra la Regla y de decidir los asuntos cotidianos que concernían a la Casa. Pero aquél no era un Capítulo como los demás, y aquella noche no iba a ser como las demás noches. Porque iba a tener lugar la elección del Gran Maestre, y yo me disponía a vivir uno de los momentos más intensos de mi vida.
Una vez en Tomar, nos hicimos llevar al modesto hotel en el que habíamos reservado habitación. Después de las largas horas de inmovilidad, decidimos dar un paseo en cuanto nos hubimos instalado.
Caminando uno junto al otro, descubrimos la pequeña ciudad portuguesa. Amigos, ¿cómo podría contároslo? Era la hora del atardecer, y el crepúsculo, con su cielo vestido de sombras grises y negras, cayó sobre nosotros y nos envolvió con su dulzura serena y misteriosa. Era la hora del atardecer y ya no había presente ni pasado, sólo la frágil claridad que precede a la noche. ¿Y si el amor no era una reminiscencia, sino un futuro, un futuro puro? Todo lo que había habido antes de ella ya no existía, y yo me encaminaba hacia el silencio para observarla mejor. En ese instante, amigos, yo enarbolaba en alto, muy en alto, el estandarte del amor.
—Ary —dijo Jane de repente tomándome del brazo—. Ahora estoy segura de que alguien nos sigue.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Desde el aeropuerto de París un hombre nos está espiando. Y ahora nos sigue. Escucha.
Oímos unos pasos precipitados a nuestras espaldas.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—No estaba segura.
—Ven, volvamos al hotel —dije arrastrándola.
En el hotel, acompañé a Jane a su habitación.
Había un desorden indescriptible. Evidentemente, la habitación había sido registrada. Jane se precipitó hacia sus cosas y empezó a buscar algo frenéticamente.
—¿Dónde está el Pergamino de Plata? —dijo.
Su maleta estaba abierta y habían sacado sus cosas.
—¡Ya no está! —exclamó Jane—. ¡Querían el Pergamino de Plata!
Tomé el chal de oración que había dejado en la maleta de Jane y lo apreté con delicadeza.
—Ary —me dijo Jane, mirándome con aire desconcertado—. Eres… increíble. Acaban de robarnos nuestra posesión más preciosa y lo primero que buscas es tu chal… Nunca… Nunca podré entenderte.
Se dejó caer en la cama, abarrotada con el equipaje revuelto de su maleta forzada. Tomó la almohada para colocarla debajo de su cabeza.
—¡Ary! —murmuró de repente.
Seguí su mirada, fija en el lugar que había dejado libre al retirar la almohada. Había allí un puñal, un pequeño puñal antiguo, incrustado de pedrería.
Nos miramos asustados. Escruté sus ojos aterrorizados. Sus párpados temblaban. El puñal dibujaba la letra
. En su lado negativo, la
nun
representa las cincuenta puertas impuras. En Egipto, el pueblo de Israel estuvo a punto de caer en la quincuagésima puerta de la impureza hasta el momento en que Moisés vino a salvar a los hijos de Israel y los sacó de la esclavitud. La liberación de Israel aparece mencionada en la Torá en cincuenta ocasiones, pues el pueblo hebreo tenía que dejar Egipto para encontrar a Dios.
¡Levántate, héroe! ¡Captura a los enemigos!
¡Hombre de gloria, amasa tu botín!
¡Coloca la mano sobre sus nucas, oh guerrero!
Pisotea sus túmulos cubiertos de cadáveres,
aplasta a los pueblos enemigos.
Que tu espada devore su carne
y traiga la gloria a tu país,
y llene tu patrimonio de bendiciones.
Un ganado innumerable se apacentará en tus tierras,
oro y plata y piedras preciosas llenarán tus templos.
Regocíjate, oh Sión,
abre tus puertas y acoge la opulencia de las naciones.
Pergaminos de Qumrán,
Reglamento de la Guerra.
Jane y yo nos miramos sin saber qué decir. Luego desplegué el chal de oración y extraje el Pergamino de Plata, que había escondido en él.
Y entonces, en medio del temor y del dolor, todo desapareció, todo se borró en nuestra soledad absoluta, y quedamos solos, frente a frente, solos frente al peligro, solos pero unidos ante la prueba. En ese instante en el que fuimos hasta tal punto infinitos que el mismo peligro dejó de existir, conocí el amor, ese amor que, desafiando todos los peligros, muestra la evidencia de su existencia real.
¿No corríamos a una muerte que nos llegaría del peor modo posible? ¿No estábamos en lucha contra los bárbaros? ¿No íbamos a desaparecer en la masa de las tinieblas, juguetes inconscientes de la historia y de todas sus desgracias? Y, sin embargo, yo me sentía feliz porque estaba junto a ella, en medio del peligro si era preciso, y ése era mi lugar en el mundo. ¡Por fin! La tomé en mis brazos y la estreché contra mi corazón, que latía con tal fuerza que atravesó mi pecho contra su pecho. La estreché y, tomando su cabeza con mis manos, la miré en lo más profundo de sus ojos; ella dispuso los labios para recibir un beso; yo posé mi frente sobre su frente y luego mis labios sobre sus labios, y con la fuerza de mi juventud reencontrada, con todo mi corazón, con todo mi espíritu y todo mi poder, le di un beso de amor.
Entonces, todas las letras se dispararon fuera del pergamino, inquietas por nuestros esfuerzos. Y setenta y dos letras se mofaron ante el misterio del hombre para el que el tiempo ya ha pasado. Todas las letras se elevaron contra mí, con sus formas y sus cuerpos, en un único concierto de despecho.
Cuéntame, oh tú, a quien mi alma ama
. Oh letras, aquí tenéis mi historia terrible y misteriosa: he abandonado la casa de mis hermanos y lo he dejado todo por esta mujer. Me he ido para cumplir mi misión, que se había convertido en nuestra misión. Pero todas las letras se alzaban y se burlaban de mí, y una tras otra hacían su comentario, y todas ellas estaban presentes, todas, claro está, menos
,
álef
.
Sí, aquí la tenéis, oh letras burlonas, aquí tenéis mi historia: estoy en esta habitación junto a aquella a quien amo, y nunca he conocido la dicha antes de esta dicha en la que reside la misma sabiduría, que muy pocos conocen, porque os lo digo, amigas, tal es el secreto de los secretos, con todos los puntos de las vocales y la entonación debida, el secreto que sólo se transmite a los sabios de corazón. Estoy transido de dicha, y sumido en el abismo profundo de la felicidad existo plenamente en mi plenitud reencontrada, en mi plenitud desconocida, así sea. Y yo, en este instante, estoy solo en el mundo con aquella que desea mi corazón. Y las letras exaltadas saltan, de abajo arriba, de arriba abajo. Y yo, en mi gloria inédita, hago la alabanza de la Mujer, que se eleva y me eleva hasta el mundo de las almas, y las letras soplan, soplan, soplan sobre el fuego ardiente, sobre el incendio de mi corazón.
Que me bese con los besos de su boca
.
Y veo, letras del Nombre, en el corazón del temblor, veo, en las simas del gran abismo, en lo más profundo de mi vida, estrechando a Jane contra mi corazón, ciñendola con fuerza para tranquilizarla, veo lo invisible.
Porque estamos los dos tendidos el uno junto al otro, mi frente sobre su frente, mi mano sobre su pecho, mi pierna contra su pierna. Sublimes, sublimes besos de amor que colman y alimentan el corazón y el alma sensible, así está escrito:
que me bese con los besos de su boca
. Allí se encuentra la paz, y todas las letras, unidas en un acuerdo perfecto, se unen, letras mayúsculas, letras minúsculas, letras voladas por encima de la línea que revolotean de abajo arriba y letras por debajo de la línea que viajan de arriba abajo, todas enlazadas de emoción y de agradecimiento hasta formar una palabra, una sola palabra.
Así estábamos, apretados en la penumbra, mis labios sobre sus labios, mi cuerpo sobre su cuerpo, cuando oímos una llave que se introducía en la cerradura de la habitación; todas las letras se volatilizaron amedrentadas.
Una sombra se adelantó. Abalanzándome sobre ella la derribé en el suelo y amenacé con romperle la botella en la cabeza.
Jane encendió la luz y dio un grito de sorpresa. El hombre que acababa de deslizarse en la habitación no era otro que Josef Koskka.
—¿Qué hace usted aquí? —dije, ayudándole a levantarse.
—Soy yo quien debe haceros esta pregunta —respondió, mirando a su alrededor—. ¿Qué ha pasado aquí?
—No lo sabemos —dijo Jane—. Pero tal vez usted sí lo sabe.
—¿Por qué me seguís?
—Ya se lo hemos dicho: investigamos.
—Me investigáis a mí —respondió con calma—. Estáis equivocados. ¿Qué queréis saber?
—Hemos venido hasta aquí con la intención de ayudarle —dijo Jane.
Se produjo un silencio durante el cual el hombre nos observó con una cierta preocupación.
—Muy bien. Venid mañana, a las siete de la tarde en punto, a la catedral de Tomar, bajo la nave principal.
—¿Qué pasará? —preguntó Jane.
Koskka miró de soslayo el puñal colocado en la cabecera de la cama.
—Nuestros enemigos son temibles. Todos nosotros corremos un grave peligro…
—¿Todos? —respondió Jane— ¿Está usted seguro de correr peligro? ¿O de hacerlo correr a los demás?
—Nuestra Orden siempre ha querido preservar la libertad, y su razón de ser es la caridad.
Non Nobis, Domine, Non Nobis, Sed Nomini Tuo Da Gloriam…
—¿Es el lema de la Orden? —dijo Jane.
—Era el del profesor Ericson.
—Salmo 115, versículo 1 —añadí.
—El profesor Ericson —empezó Koskka— era el jefe de la rama estadounidense de nuestra asamblea, que reconoce la Constitución de Estados Unidos como ley suprema.
Koskka dio unos pasos por la habitación.
—Era un grupo en plena expansión, Jane. Al matar al profesor Ericson han decapitado una organización mundial.
—¿Cuál es vuestra misión?
—Intervenir en la política exterior de Israel. Organizar estudios para establecer una política de seguridad de acuerdo con los diplomáticos estadounidenses, canadienses, australianos, británicos, europeos y de los países del Este. Proteger Jerusalén como capital de Israel y reunir fondos para hacer investigaciones con vistas a…