El tesoro del templo (11 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Ante todo teníamos que ver a Ruth Rothberg, la hija del profesor Ericson, en su lugar de trabajo: era conservadora en el Museo de Israel.

—¿Vamos juntos? —dijo Jane antes de salir—. ¿O es mejor que vayas tú solo? Creo que preferirá más hablar contigo que conmigo.

—No —dije—. No me conoce. Vamos juntos. Pero antes tengo que hacerte una pregunta —añadí bruscamente, mirándola a los ojos—. ¿Conoces la procedencia de una cruz roja gótica?

—Depende —respondió sin inmutarse—. Podría ser una cruz de caballero de la Edad Media… ¿Qué pasa? —añadió— ¿Por qué me miras así? Se diría que te he hecho algo…, o que sospechas de mí por algo.

—Tal vez tenga mis razones.

—Oye —dijo Jane con voz firme—. En este asunto, tú y yo somos un equipo. Si no hay confianza entre nosotros, está claro que no podemos seguir.

—De acuerdo —dije.

—Te escucho.

—Cuando el otro día nos encontramos en el lugar del crimen, había una cruz roja al pie del altar, medio enterrada en la arena. Pisaste la cruz, y creo que lo hiciste adrede.

Jane me miró con aire turbado.

—Sí, es verdad. La vi y no sabía si tú la habías visto, pero lo cierto es que quería llevármela y lo hice, sin que tú te dieras cuenta.

—¿Por qué?

—Ary, preferiría no hablar de eso ahora. Por favor, confía en mí.

—Ah, creía que los dos formábamos un equipo y teníamos que contárnoslo todo.

—Ary, te juro que te lo diré más tarde; lo sabrás, te lo prometo, pero por ahora no puedo decirte nada.

—Muy bien. Entonces volvamos a definir las normas de nuestra asociación.

Al oír estas palabras, Jane se turbó. Su mirada se empañó cuando dijo:

—Es porque… esa cruz, él siempre la llevaba encima. Pertenecía a su familia desde hacía varias generaciones. Y yo quería quedármela… Como recuerdo.

—¿Y si se trataba de algo importante para la investigación?

Al oír estas palabras elevó la mirada al cielo, como si no supiera qué contestar a lo que yo le decía. Su explicación no se sostenía por ningún lado, no quería responderme.
¡Oh, Dios!
Cómo la odiaba a veces, y qué desgraciado me sentía, inmerso así en sentimientos malvados y en viles inclinaciones.

Tomamos un taxi que nos llevó al lugar de nuestra cita, el Museo de Israel, situado en la ciudad nueva, al sur del barrio burgués de Rehavia.

A la entrada del Museo había un edificio blanco en forma de vasija de dimensiones gigantescas: era el Mausoleo del Libro, que albergaba los manuscritos del mar Muerto. Allí, alrededor de un gran tambor, se encontraba expuesto el Pergamino de Isaías, la profecía más antigua del Apocalipsis, que se remonta a hace 2,500 años. La vasija blanca cilindrica había sido concebida por el arquitecto Armand Bartos de modo que el tambor pudiera descender automáticamente a un sótano, donde quedaría protegido por una coraza de acero en la eventualidad de un ataque nuclear. Así que el texto que anuncia el terrible Apocalipsis que ha de venir puede ser preservado en la terrorífica visión de una guerra futura. De ese modo, aunque todo lo demás perezca, el texto perdurará para siempre.

—Armagedón —murmuré—. El fin del mundo.

—¿Qué es Armagedón? —dijo Jane.

—La palabra «Armagedón» viene originariamente del último libro del Antiguo Testamento: los espíritus de los muertos realizarán prodigios e irán a buscar a los reyes de la tierra y del mundo entero para llevarlos a la batalla en el gran día del Todopoderoso. Está escrito que se reunirán en un lugar que en hebreo se llama Armagedón.

—¿Se sabe dónde está ese lugar?

—Armagedón es el nombre griego de una antigua ciudad de Israel, Megiddo.

—¿Y aún existe?

—En Megiddo se encuentra una de las bases aéreas más importantes de Israel, Ramat David.

—En el norte —dijo Jane—, muy cerca de Siria. Entonces Megiddo estaría…

—Estaría en primera línea de cualquier guerra real en el Oriente Medio actual.

—Entonces, ¿Armagedón podría empezar si los sirios declararan la guerra a Israel?

—En efecto, sí.

Jane pareció reflexionar un instante.

—Conozco bien Siria —dijo—. He hecho excavaciones allí.

No dijo más. En ese momento, sentí que necesitaba hablar conmigo pero, por razones que yo ignoraba, no se decidía a hacerlo.

Ante nosotros, marmórea, se extendía la ciudad por la que más se había combatido en el mundo desde los tiempos en que el rey David la conquistó: Jerusalén, incendiada por los babilonios, destruida por los romanos, asediada por los cruzados. ¿Iba Jerusalén, con sus tres mil años de conflictos sangrientos, a ser la ciudad en la que se desencadenaría el final, o bien, siguiendo el proyecto de su nombre, sería la ciudad de la Bienvenida?

Jane me arrancó de mis reflexiones arrastrándome al interior del gran edificio moderno adyacente al Mausoleo del Libro: el Museo de Israel, donde se encontraban expuestos los diversos textos y objetos de arte de todas las épocas relativos a Israel. Seguimos un laberinto de pasillos hasta un ascensor que nos llevó al piso de los despachos administrativos. Allí, sobre una puerta entreabierta, figuraba una placa con el nombre de Ruth Rothberg.

Llamé. Una voz femenina respondió:

—¡Adelante!

—Buenos días —dijo Ruth cuando entramos en su despacho, una habitación exigua y austera, adornada con algunos dibujos infantiles.

Un hombre estaba de pie al lado del escritorio y tenía a dos niños de la mano.

Las dos mujeres se saludaron.

—Ruth, te presento a un amigo, Ary Cohen; es escriba.

—Buenos días, Ary —dijo Ruth—, éste es mi marido Aarón, y mis hijos. Por favor, sentaos.

Ruth Rothberg era una mujer muy delgada de ojos azules; tenía los cabellos cubiertos por un pañuelo púrpura, como hacen las mujeres ultraortodoxas que no tienen derecho a mostrar sus cabellos a otros hombres aparte de su marido. Su rostro muy pálido, sus ojos oscuros de largas pestañas y su nariz un poco chata le daban el aspecto de una muñeca rusa. Debía de tener poco más de veinte años y parecía mucho más joven que su marido, que aparentaba por lo menos diez más. Era un hombre de aspecto serio, con la larga barba prematuramente gris que a veces tienen los estudiantes asiduos de las
yeshivas
, y los cabellos cortos y cubiertos por un casquete de terciopelo negro del que bajaban dos papillotes que formaban sobre sus sienes unos rizos perfectos. Unas gruesas gafas de concha escondían dos grandes ojos azules de aspecto singularmente vivo. A su lado había dos niños de rizos rebeldes y ojos soñadores. Escruté el rostro de Aarón Rothberg y de su esposa, deteniéndome en la interpretación de los rasgos de sus rostros. La frente de Aarón Rothberg estaba barrada en vertical por una letra que simboliza la unión, la creación y el origen de la vida,
,
waw
. La
waw
, por su facultad de unión en las frases, relaciona las cosas entre ellas y las unifica, como el aire o la luz. Pero la función más destacable de la
waw
es su capacidad para cambiar los tiempos: para convertir el pasado en futuro o el futuro en pasado. Por ello la
waw
ocupa un lugar esencial en el Nombre de Dios, el Tetragrama impronunciable.

En la frente de Ruth Rothberg, en un lugar idéntico al de su marido, se encontraba una
,
dálet
, cuya forma representa la puerta de una casa, de una ciudad o de un santuario.
Dálet
, cuyo valor numérico es cuatro, es la letra del mundo físico con sus cuatro puntos cardinales y, más en general, del mundo de la forma.

—La razón de nuestra visita —dijo Jane con voz titubeante— es que estamos investigando la muerte de tu padre y pensamos que quizá tengas algún dato que comunicarnos.

—Oh —murmuró Ruth—. Creo que aún no consigo comprenderlo. Me parece irreal.

—Por eso estamos aquí. Para comprender.

—Eres muy amable, Jane —dijo Ruth—, pero la policía investiga y hace su trabajo… ¿No es verdad, Aarón?

—Sí, vinieron a vernos ayer, y nos hicieron muchas preguntas sobre el profesor Ericson. Les respondimos lo mejor que supimos. Por ahora sólo podemos esperar.

Jane los miró desarmada.

—Yo también estoy seguro —intervine— de que la policía hace su trabajo, pero como dice el rabí Moisés Sofer de Przeworsk, «grande es el estudio que conduce a la acción». Dicho de otra forma, hay momentos en que se nos exige actuar en el mundo y no sólo esperar, y creo que estamos en uno de esos momentos.

—¿Es usted hasid? —preguntó Ruth mirándome con sorpresa, porque yo no iba vestido como un hasid, sino como un esenio, con mi camisa de lino blanco sobre un pantalón del mismo material y la gran kipá de lana que cubría mi cabeza no era el casquete de terciopelo negro de los hasidim.

—En efecto —dije—. He estudiado y vivido en Mea Shearim. Allí aprendí el oficio de escriba.

Aarón estaba inmerso en sus pensamientos. Sus ojos inmóviles brillaban con intensidad, y estaba claro que nos observaba con una expresión maliciosa.

—Creo —dijo al tiempo que se sentaba en uno de los sillones que había delante del escritorio y colocaba sobre sus rodillas a uno de los niños—, creo que Peter Ericson ha sido asesinado por estar implicado en la búsqueda del tesoro del Templo…

—Sí —dije—. Pero ¿por qué?

—Eso no lo sabemos. Pero puedo decirles que pasé mucho tiempo estudiando la Biblia con Peter. Creo… Creemos que hay una biblia bajo la Biblia, es decir, que podemos leerla como un programa, un programa de ordenador.

—Aarón es especialista en la teoría de conjuntos —explicó Ruth—, la rama de las matemáticas sobre la que se basa la física cuántica. Pero también trabaja sobre la Biblia. Según él, la Biblia está construida como un gigantesco entramado de crucigramas. Desde el principio hasta el final, incluye palabras clave que nos cuentan una historia escondida.

—Han visitado el museo —dijo Aarón—. ¿Han visto el manuscrito original de la teoría de la relatividad de Einstein?

—Sí —dijo Jane—. Es estremecedor que se encuentre aquí, en el mismo lugar que los manuscritos de Qumrán.

—Estoy seguro —dijo Aarón con la voz melodiosa de los estudiantes de las
yeshivas
— de que la distinción entre pasado, presente y futuro no es más que una ilusión, por tenaz que sea. Mis investigaciones me han llevado a la evidencia de que la Biblia revela acontecimientos sucedidos miles de años después de su redacción.

—¿Qué quiere decir?

—La visión de nuestro futuro está escondida en una clave que nadie podía descifrar… hasta la invención del ordenador. Creo que, gracias a la informática, podemos abrir ese libro sellado y leerlo por fin como se debe, es decir, como una profecía.

—Mi marido piensa que si la clave bíblica es auténtica, existe como mínimo una posibilidad de guerra… en un futuro cercano. Por esa razón…

Se detuvo, como si temiera haber dicho demasiado.

—¿Por esa razón se están preparando? —dije.

Aarón puso en marcha el ordenador portátil que había sobre el escritorio. Buscó un archivo y luego me ofreció el aparato. Leí:
«Toda la ciudad fue aniquilada en un instante. El centro quedó arrasado; los incendios desencadenados por el soplo de aire caliente empezaron a formar una tempestad de fuego.»

—¿Qué es? —pregunté perplejo, porque aunque el texto me resultaba familiar, no sabía de dónde podría proceder—. ¿En qué pergamino se encuentra? Quiero decir, ¿en qué lugar de la Biblia? ¿Qué profecía?

—No es una profecía —dijo Aarón—. Es la descripción del bombardeo nuclear de Hiroshima. Sorprendente ¿verdad?

Jane me dirigió una mirada inquisitiva. Meneé la cabeza, desconcertado.

—La destrucción del mundo por un gigantesco terremoto es una amenaza constante, expresada en la Biblia con términos claros —dijo Aarón—. Y podemos incluso conocer el año: 5761.

—Entonces —respondí—, si todo está predicho, ¿qué nos está permitido hacer y qué podemos esperar?

—Todo lo que podemos hacer —dijo Aarón— es, como usted dice, prepararnos.

—¿Prepararnos para qué?

—Ya conoce el Monte del Templo —murmuró Aarón—. También lo llaman «la Explanada de las Mezquitas». Allí se encuentra la Cúpula de la Roca, que no es una mezquita sino un lugar de conmemoración. Allí, dicen, Dios pidió a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac. Alrededor de esa roca sacrificial Salomón hizo construir su Templo, y allí se construyó el Segundo Templo.

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