El tesoro del templo (7 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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—¿De qué trata el pergamino? —pregunté.

—No sabemos leerlo. No está escrito en nuestro idioma. Pero el profesor sí que sabía. Tenía que entregarnos su secreto, pero lo mataron antes de que pudiera hacerlo.

A estas palabras, hizo un gesto a la mujer, que lo tomó del brazo y lo condujo fuera de la tienda. Entonces comprendimos que era ciego.

Nos alejamos de la tienda sin que nadie se preocupara por nosotros y llegamos a un pequeño altar en el que se estaban quemando los restos de un animal. Allí, dos sacerdotes oficiaban ante una treintena de samaritanos, todos varones. Los samaritanos estaban ofreciendo un sacrificio. El humo oscuro, casi negro, que ascendía al cielo, desprendía un olor acre de aroma penetrante, el olor de la carne quemada, el olor que me había hecho estremecer. Me acerqué al altar. Jane se quedó atrás. Entonces los vi: los animales atados con las patas ligadas de dos en dos, la garganta abierta, los ojos desorbitados, la carne medio calcinada, los huesos ennegrecidos. Y ese olor, terrible, descorazonador, al mismo tiempo acre y dulzón, azucarado y salado, caliente y frío, el olor de la sangre que mana. En el suelo y sobre el altar, arroyuelos escarlatas fluían sobre la piedra. Frente al altar estaban doce sacerdotes vestidos con largas túnicas blancas, las cabezas coronadas y los pies descalzos. Delante de ellos, el maestro del sacrificio, vestido con una túnica de lino ceñida con una estola y tocado con un turbante del mismo material, se volvió hacia el altar, donde uno de los sacerdotes sostenía un carnero; luego el maestro del sacrificio posó su mano sobre la cabeza del animal. Entonces el sacrificador alzó su afilado cuchillo y lo degolló.

Los dos sacerdotes recogieron la sangre del carnero en un cuenco, mientras los demás ya descuartizaban al animal. La carne y la sangre fueron llevadas al sacrificador, que vertió una pequeña cantidad de sangre sobre el altar. Luego sacó las entrañas, quemó la grasa y dejó que la carne se asara al fuego del altar.

Más lejos había un toro atado, listo para ser sacrificado. En los tiempos del Templo, un toro era ofrecido en sacrificio ritual para el Día del Juicio, pero ¿por qué hoy, cuando todavía no había llegado el momento del Kippur? ¿Para qué se estaban preparando los samaritanos? ¿Qué acontecimiento, qué juicio?

Me alejé rápidamente y volví al
jeep
, donde me esperaba Jane. Ella arrancó de golpe en el preciso momento en que llegaba un coche de la policía que parecía dirigirse hacia el rito samaritano.

—¿Qué significa todo eso? —dijo Jane aturdida mientras conducía demasiado deprisa por aquella carretera caótica, como si huyera de algo.

—Significa que también los samaritanos se están preparando. Ericson vino a traerles la nueva.

—Pero, para que crean en ella, debe haber hecho falta una prueba, una prueba tangible.

—Me parece, Jane, que la prueba tangible era… ¡yo!

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que ese hombre me conocía, o, más exactamente, que sabía quién soy.

—¿Crees que lo ha adivinado?

—No. Lo debe haber sabido por Ericson. Para obtener el Pergamino de Plata, Ericson debió decirle que los esenios habían reconocido al Mesías.

—Pero —dijo Jane desconcertada— ¿cómo podía saber Ericson que había llegado el Mesías?

—Debía tener relaciones con uno o varios esenios.

—¿Lo crees de veras?

—Es la única explicación.

—Tenemos que recuperar ese Pergamino de Plata —dijo Jane—. Y para hacerlo tenemos que hablar con Ruth Rothberg, la hija del profesor Ericson. Anteayer vino al campamento. Se quedó toda la noche y se marchó ayer por la mañana con las cosas de su padre. A lo mejor se llevó el pergamino.

Tomamos la carretera que serpentea hacia las grutas y allí iniciamos el descenso hacia la caldera de la más profunda de las depresiones terrestres. Entramos en el desierto de color blanco quebrado en el que ondulan las dunas bajo el rutilante espejo del mar Muerto.

En el fondo de la cuenca nos acercamos a la orilla y luego tomamos la curva que lleva a la derecha, hacia la terraza y sus acantilados rocosos.

El mar Muerto iba quedando en sombras. El día concluía su viaje en los acantilados de Qumrán, con sus pendientes recortadas por las sombras del último sol. El
jeep
se hundió en la playa de marga salada que se prolonga en suave pendiente hasta el mar y asciende hacia la primera terraza, la que alberga las ruinas de Qumrán. Un profundo canal baja desde la terraza y cruza la marga. Dije a Jane que se detuviera allí. No quería que supiera dónde vivía.

Vacilé un momento antes de salir del coche.

—¿Cuándo volveré a verte? —dije.

Ella no respondió.

—¿Volveré a verte? —insistí.

—Por supuesto. Voy a proseguir la investigación. A lo mejor podré vender el artículo a la
Biblical Archaeological Review
.

—¿Y por qué no a la prensa sensacionalista?

—En serio, Ary, me gustaría que formáramos equipo. Veámonos mañana en Jerusalén.

Detuvo el motor antes de añadir:

—¿Crees que estarás seguro allí?

—Sí —dije—, no habrá problemas.

—Tengo miedo.

—No deberías dormir en el campamento.

—He reservado una habitación en Jerusalén.

—¿En qué hotel?

—El Laromme, cerca del King David…

—Entonces, hasta mañana.

—¿Ary?

—¿Sí?

—Cuando te he dicho que tenía miedo…, quería decir… miedo por ti.

Me miró mientras me alejaba, solo en medio del desierto. Y yo, de vez en cuando, lanzaba una mirada hacia atrás, para asegurarme que realmente estaba allí, de que volvería a verla, de que no iba a verla alejarse para siempre en el paisaje difuminado de la ausencia, hasta no reconocerla nunca más.

De nuevo en las grutas me dirigí directamente al scriptorium. Quería examinar nuestra copia del Pergamino de Cobre, donde se encontraban las indicaciones relativas al tesoro del Templo.

Entré en lo que nosotros llamábamos biblioteca, una salita adyacente al scriptorium.

Encontré el pergamino que me interesaba: la copia del Pergamino de Cobre era un rollo muy delgado de escritura apretada que empecé a descifrar inmediatamente. Describía numerosos lugares, escondrijos diversos donde se encontraba un fabuloso tesoro de barras de oro y plata… Jane había hablado de varios millones de dólares y no se equivocaba. Los lugares en los que estaba diseminado el tesoro formaban un complejo sistema de
ued
que se extendían desde Jerusalén hasta el desierto de Judea, hacia el mar Muerto. Todos eran localizables geográficamente sobre un mapa y se podía llegar a ellos por numerosas carreteras y pasos que conocíamos.

Al contrario de lo que yo había creído, la expedición del profesor Ericson no era tan alocada como parecía, y podía revelarse enormemente lucrativa.

Al día siguiente decidí viajar a Jerusalén con el fin de visitar a Ruth Rothberg. Tomé el autobús que sigue la carretera que, en apenas treinta kilómetros, une el desierto a la ciudad: el camino asciende poco a poco y de repente se precipita sobre Jerusalén, al sur de la mezquita de Nebi Semul y de algunos edificios novísimos que la rodean, en las pendientes de la Universidad, sobre el valle de la Cruz, hacia la ciudad nueva de feas avenidas que soportan un tráfico tan intenso que nos parece encontrarnos ante una forma curiosa de megalópolis oriental. Ese ascenso paulatino a Jerusalén es necesario, permite habituarse y no quedar estupefacto ante su belleza, y disfrutar de antemano, cuando se la conoce, como el enamorado que acude a encontrarse con su amada. El desierto de Judea rodea Jerusalén, que es su oasis. Después de la llanura estéril alfombrada de piedras, después de los cinturones de colinas rocosas, después del silencio.

Oh, amigos míos, ¿cómo explicar, cómo describir mi sentimiento y cómo comprenderlo? Llegué a la estación central de autobuses en una algarabía de juventud y de uniformes y una marea de pasajeros, entre los taxis colectivos que llamaban a los recién llegados para intentar ocupar la última plaza, y los autobuses de uno y de dos pisos, que esperaban su hora de salida. Por fin, reencontré ese ambiente caótico que me rodeaba con calor, el mismo ambiente de mi infancia y que de repente me parecía al mismo tiempo familiar y abstracto, ahora que vivía en el desierto. Había venido a reencontrarme con Jerusalén, había venido muchas veces.

Para comprenderlo, deberíais deteneros un instante y contemplar en vuestras almas y conciencias el rinconcito de Jerusalén que existe en cada uno de nosotros. Y Jerusalén se abrirá como un istmo, como una mano, como un ramo de flores rosas, rojas y violetas. Jerusalén de Isaías, coronada de gloria, inundada de belleza, repleta de oro, de perlas y de olores —perfumes del alma—, Jerusalén, mi ciudad, mi resplandor, mi mañana y mi noche, con su luz reflejada en las piedras aplastadas por el sol y empañadas por el rocío, Jerusalén me abría sus brazos y yo volvía a encontrar, mediante la magia de una memoria sensorial mucho más poderosa que la memoria, todas las mañanas de una Jerusalén cosificada por la noche, y todas las noches de una Jerusalén iluminada en el crepúsculo, una Jerusalén recorrida por hombres de paso apresurado. Alrededor está el desierto, alrededor no hay nada, no hay nada más que ella, Jerusalén, mi amada. En ella vivo, allí resido, entre el oro y las perlas, en el corazón del nido de águilas, en medio de las rocas solitarias, de los valles áridos, de las zanjas profundas, en el oasis del desierto, Jerusalén, en el corazón de mis pensamientos y deseada por mi alma, Jerusalén, hermosa cima, gloria de la tierra entera, monte Sión, profundidad del Norte, ciudad del gran rey, Jerusalén celeste me abría sus brazos y yo era suyo.

Empecé a caminar por la calle de Jaffa, llegué al ángulo noroccidental de la ciudad vieja, luego seguí los bastiones turcos hasta el puerto de Jaffa, que prosigue hasta el pie del monte Sión, desde donde se llega hasta la carretera de Belén y más allá.

Seguí Sión con el corazón pegado a sus muros, y Sión dorada por el sol me siguió, deteniendo mis pasos ante sus puertas, ante la paz de sus muros mis pies se detendrán por fin; entraré, entraré por la Gracia, y entraré, ved mi desdicha, entraré espléndido en la ciudad gloriosa, fuera de la mentira y de la abominación, feliz de mi nueva, entraré y dedicaré alabanzas a las puertas de la ciudad de Sión, transportado a la altísima montaña, entraré llevando la ciudad sobre mis espaldas, habitado por las generaciones, como hombre piadoso y como tal ataviado, entraré para la Eternidad.

Así fue como ascendí, amigos míos, así escalé Jerusalén, subí a la cima del monte Moriah, y esa ascensión tenía que cumplirse sobre la colina de las hermosas pendientes, en los valles ocre y plata. Sobre el monte Moriah se elevaba el Templo de Salomón. Ante mí, al sur, se hallaba la colina del Ophel, de forma lánguida. Al norte del Moriah se alzaba la colina de Bezatá, y más a la izquierda el Gareb, por debajo del cual se encuentra el monte Sión y a cuyo alrededor caracolea el torrente del Cedrón que se prolonga hacia el valle de Gehenna. Y detrás a lo lejos, el horizonte se cierra con el monte Scopus al nordeste y con el monte de los Olivos al este.

Allí, sobre el monte Moriah, se encontraba la Explanada del Templo, enmarcada al este por el valle del Cedrón, al sur por la Gehenna, al oeste por el Tiropeón y al norte por la colina de Bezatá, que cierra la Explanada. Al contemplar los valles desde lo alto de la Explanada sentí vértigo. Fue en el Pináculo del Templo, en el lugar en que un sacerdote anunciaba la llegada del sabbat con un toque de
shofar
, donde Jesús fue tentado por el Diablo. Bajo la Cúpula de la Roca, al sureste, en el lugar en que Abraham realizó el sacrificio de su hijo, se encuentra una gruta en la que se conservaban las cenizas de la Vaca Roja, cenizas sagradas utilizadas para el agua lustral.

En la época de Salomón, se abrían cuatro puertas a lo largo del muro Occidental del Segundo Templo de Jerusalén. A través de una gran puerta se entraba en la calle del Tiropeón, luego se tomaba la calle de los fabricantes de queso y, por una gran escalinata en forma de L que reposaba sobre arcos de veinticinco metros, se accedía a la puerta que se abría a la gran basílica que se extendía en toda la longitud de la Explanada. Una segunda y una tercera puertas, monumentales, daban también a la Explanada.

Y vi el Templo, rodeado de plazas, formado por su Palacio, llamado Bosque del Líbano por su vestíbulo de grandes columnas, y por su Mansión con tres cámaras, y por su Porche de veinte codos de ancho y diez de fondo, y por su Santuario, Hekhal, de veinte codos de ancho y cuarenta de fondo. Y en su interior se hallaba el sanctasanctórum, Debir, que medía veinte codos por veinte, es decir, un cuadrado perfecto.

Y a tres lados se abrían tres pisos de habitaciones sostenidos por grandes vigas de cedro. Todo estaba hecho con piedras nobles, dorados y bronces, mármoles y oro.

Y os digo, amigos míos, que el Templo resplandecía hasta el amanecer, bajo la luna y bajo el sol, su piedra caliza blanca pulida por la luna y lustrada por el sol, sus puertas monumentales de bronce y de metal bajo la luz del alba, y sus pesados pilares que, como las columnas de la Nube, guiaban a los hebreos en el desierto, relucían al sol para elevarse hasta el Altísimo en el corazón de la noche.

Y ante las columnas se encontraba el Altar de los Holocaustos, sobre el que reposaban el gran pedestal y el pequeño pedestal, donde se encontraba el fuego. Y detrás de las columnas, hacia el oeste, las salas del Templo, revestidas de cedro y recubiertas de oro, cobijaban en su interior el sanctasanctórum con sus querubines, dos grandes estatuas doradas que custodiaban el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley, el bastón de Aarón y el maná del desierto.

Y el Templo era de una belleza sin igual, y su magnificencia, su magnitud de este a oeste y de oeste a este, sus columnas grandiosas, sus pilares, sus escalones y sus puertas de olivo, y sus muros espesos que cobijaban espacios secretos, deslumbraban a todo aquel que se acercara desde los tiempos de Salomón, que hizo construir el Primer Templo, que fue reparado en tiempos de Joás, que fue restaurado en tiempos de Josías, que fue destruido por Nabucodonosor, que fue reconstruido en tiempos de Herodes y que fue ampliado y embellecido hasta los tiempos de la guerra judía contra los romanos, hasta el momento en que Jesús expulsó a los mercaderes de su plaza, antes de que el Templo fuera incendiado y saqueado en el año 70, con la primera revuelta judía y antes de la construcción del Tercer Templo, a la llegada del Mesías. Sí, amigos míos, el Templo era de una belleza sin igual. Y vi ante mí, en el lugar del Templo, la mezquita Al-Aqsa. «Porque es allí, precisamente allí —pensé—, debajo de la gran cúpula, donde en otros tiempos se alzaba el Templo.»

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