Pergaminos de Qumrán,
Salmos pseudodavídicos.
¿Qué pintaba yo en esta historia? Una historia en la que había entrado casi a mi pesar y que en realidad había empezado en 1947, cuando fueron hallados unos manuscritos en el yacimiento de Qumrán. Tres rollos de pergamino, envueltos en una tela casi reducida a polvo y colocados en jarras cilindricas.
Muy pronto se cobró conciencia de su valor, y estuvieron depositados en un banco de Estados Unidos durante varios años. Luego, investigadores estadounidenses confirmaron oficialmente el descubrimiento de esos textos de la Biblia, mil años más antiguos que los conocidos hasta entonces. Equipos de arqueólogos estadounidenses, israelíes y europeos prepararon entonces expediciones al yacimiento de Qumrán. Así fue como salieron a la luz los restos de unas cuarenta vasijas que contenían miles y miles de fragmentos de textos, entre los que se encontraban, tal y como se los puede leer hoy en día, el Pentateuco, el Libro de Isaías, el Libro de Jeremías, el Libro de Tobías, los Salmos y fragmentos de todos los Libros del Antiguo Testamento, así como escritos apócrifos del mismo período, entre ellos algunos propios de la comunidad esenia, como la
Regla de la comunidad
, el
Pergamino de la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas
y el
Pergamino del Templo
.
Se cobró conciencia de la importancia del descubrimiento. Eran los más antiguos testimonios de los textos bíblicos en la lengua de redacción de origen, mientras que sólo conocíamos esos textos por copias y por traducciones de traducciones. Eran la prueba de que los textos que habían llegado hasta nuestra época seguían siendo los mismos que fueron leídos dos mil años antes. La prueba tangible de que la tradición que nosotros los judíos perpetuamos era la de nuestros antepasados.
Para mí, fueron la ocasión de encontrar la tradición de mi padre, es decir, la de los esenios, ese pequeño grupo que en el siglo II de nuestra era se separó de la masa del pueblo para seguir una disciplina estricta y rigurosa. Poseían un calendario propio y pasaban las jornadas estudiando y esperando el fin de los tiempos. Creían ser el verdadero pueblo de Dios, del que nacería, el Mesías. Pronunciaban beatitudes y querían formar una Nueva Alianza. Durante la comida mesiánica que celebraban por Pascua, bendecían el pan y el vino; y con ese gesto designaban al Mesías que esperaban, al Salvador que deseaban, al Maestro de Justicia que veneraban.
Y resulta que, dos mil años más tarde, me habían ungido, porque yo era su Mesías, yo que, en las grutas, intentaba llegar al corazón de toda sabiduría y en él hallar consuelo. ¿Por qué tenía que salir, dejar la quietud del desierto y la austeridad de una existencia de la que se alimentaba mi alma, en el seno de esa comunidad que yo había preferido, que me había elegido, y en la que cada cual ocupaba su lugar? A mí, que copiaba los rollos de la Torá, que son para nosotros la misma imagen del Templo. Esas escrituras no contienen ninguna vocal ni signos de puntuación, y todo se encuentra sellado en el interior del texto, a semejanza del secreto del Primer Templo, donde una cámara secreta contenía un misterio que nadie tenía derecho a descubrir. Yo, con mi labor, intentaba penetrar en el misterio, porque eso era lo que yo buscaba sin tregua, aquello por lo que mi corazón languidecía, aquello que anhelaba mi alma.
¿Qué pintaba yo en esa historia? ¿Y hasta dónde me pedirían que llegara?
Me esperaban. Todos los Numerosos se hallaban reunidos. Estaban en la sala de reuniones, una gruta sombría, iluminada con antorchas y lámparas de aceite, más grande que las demás, de forma cilindrica.
A la vacilante luz de las llamas, había cien Numerosos que esperaban el Fin de los Tiempos dispuestos a combatir. Cien hombres, porque todas las mujeres se habían ido en 1948, con la creación del Estado de Israel, porque deseaban vivir la vida del país y fundar una familia.
Esa noche, todos los voluntarios para la búsqueda de la verdad estaban presentes, todos vestidos con la misma túnica de lino blanco, porque entre nosotros nadie soporta poseer una casa, un campo, un animal o una vestidura, cada uno pertenece a todos y todos pertenecen a cada uno. Y por ello somos pobres ante el Eterno.
Entré en último lugar y los vi, sentados en semicírculo, sobre los bancos de piedra de la gran sala, en orden jerárquico. Allí había hombres de todas las edades, desde ancianos centenarios, pasando por hombres de edad madura, hasta los más jóvenes, que apenas alcanzaban la cincuentena. Y todos estaban allí, silenciosos como ángeles, esperando a que yo les hablara. Los sacerdotes en primera fila, los más ancianos delante de los más jóvenes, los Cohen antes que los Levi, y por fin el resto del pueblo de Israel, por orden de edad y de excelencia. Estaban los diez hombres del Consejo Supremo: Isakar, Peres y Yov, los sacerdotes Cohen, y estaban Ashbel, Ehi y Muppim, los Levi, así como Guera, Naamán y Ard, hijo de Israel, acompañado por Levi, el Levi. También estaban Hanok, el viejo Cohen, y Pallu, Hesron, Karmi, Yemuel y Yamin, los Cohen; y Ohad, Yakin, Cohar, Shaul, Guershon, Qehath, Merari, Tola, Puwa, Yov y Shimron, los Levi; y Sered, Elon, Yahleel, Cifion, Suni, Esbon, Eri, Arodi, Areli, Yimna, Yishwa, Yishwi, Beria, Serah, Heber, Malkiel, Bela, Beker, Ashbel, Guera, Naamán, Rosh, Muppim, Huppim, Ard, Hushin, Yecer, Shillem, Nefeg, Zikri, Uzziel, Mishael, Elsafan, Nadav, Avihu, Eleazar, Itamar, Assir, Elkana, Aviasaf, Amminadav, Nahshon, Netanel, Cuar, Eliav, Elisur, Shelumiel, Curishaddai, Elyasaf, Elishama, Ammihud, Gameliel, Pedahsur, Guideoni, Paguiel, Ahira, Shimei, Yicehar, Hebrón, Uzziel, Mahli, Mushi, Curiel, Elifagan, Qehath, Shuni, Yashuv, Elon, Yahleel y Zerah, el más joven, nacido en 1948.
Entonces avancé por la sala hasta el centro del círculo, precedido por Levi, el instructor:
—Os traigo, hermanos —dije—, la palabra de un hombre que ha visto la impureza cometida en nuestro desierto, a nuestras puertas. Porque un asesinato, un crimen, ha sido perpetrado, y las tumbas de nuestros antepasados, en Khirbet Qumrán, ¡han sido profanadas!
En la asamblea hubo algunos murmullos. Unos pronunciaron plegarias, otros manifestaban su inquietud a sus vecinos.
—… Porque he caminado entre las tumbas abiertas, y he visto los huesos descarnados sobre las tumbas abiertas, ¡descarnados! Pero dice el profeta que llegará el día en que el Señor insuflará su aliento en los huesos y hará crecer la carne y la piel, y vivirán, porque los he visto vivir en mi visión, y sobre ellos tenían carne y piel, y vivían nuestros antepasados esenios como vosotros, como yo, y estaban de pie como nosotros, formando una inmensa asamblea, ¡un ejército preparado para el combate!
De nuevo la sala fue recorrida por murmullos y cuchicheos.
Algunos se habían levantado, unos invocaban el Nombre del Señor con los brazos alzados y otros lloraban al oírlo.
—¿Qué está sucediendo, Ary? —preguntó Levi cuando volvió el silencio a la sala y todas las miradas convergieron de nuevo hacia mí.
—Ese asesinato —proseguí—, ese crimen imita los sacrificios de nuestros antiguos sacerdotes, los Grandes Cohen. He visto sobre el altar lo que únicamente los esenios y los iniciados conocen, porque es el ritual del último sacrificio antes de la purificación, he visto los siete trazos de sangre sobre el altar. Así está escrito en nuestros textos:
Y tomará sobre el altar que está delante del Eterno carbones ardientes con los que llenará el incensario; tomará un puñado de incienso en polvo y se presentará cubierto por un velo. Colocará el incienso sobre el fuego, ante el Eterno; el vapor del incienso cubrirá al propiciatorio que está sobre el arco, y éste no morirá. Y tomará sangre del toro, y con su dedo hará una aspersión sobre el propiciatorio hacia Oriente, y ante el propiciatorio hará con su dedo siete aspersiones
. Este asesinato sólo puede haber sido realizado, o al menos inspirado, por alguien que conoce nuestros ritos y nuestras leyes.
De nuevo, un murmullo de terror recorrió la sala, como un eco que prolongara mis palabras, seguido de cerca por un segundo murmullo que reclamaba venganza. Resonó un grito de pavor. Todos conocían el castigo del culpable:
Será ejecutado según la ley de los paganos
.
Levi, el instructor, se volvió hacia mí y un murmullo confuso se elevó en la sala; cada cual miraba a su vecino, como para asegurarse de haber oído bien mis palabras. Unos fruncían el ceño, otros se tiraban de la barba, y otros aún, aterrorizados, se agitaban en sus asientos, miraban a sus vecinos uno a uno, alzaban las manos al cielo o blandían el puño pidiendo venganza…
En la primera fila, los viejos Cohen se lamentaban, mientras los Levi ya lanzaban el anatema sobre el criminal.
Luego Hanok, el más anciano de los Numerosos, que estaba sentado en la primera fila, se levantó. Vestido de lino blanco, como los cien, el cráneo rasurado, el rostro surcado por arrugas profundas y los ojos oscuros centelleantes, exclamó, alzando su bastón hacia los cielos:
—¡Dios sea loado!
El pueblo que caminaba en las tinieblas verá una gran luz
. ¡Por fin ha llegado el día! Por fin vas a salvarnos. Toda esta espera, desde hace tanto tiempo, después de dos mil años, ¡toda esta espera va a terminar por fin y accederemos al Reino de Dios! ¡Él te ha convertido en una bandera para los elegidos de la justicia y en un intérprete para el conocimiento de los misterios! ¡Hermanos, levantaos y saludad al Mesías!
Hubo un largo momento de silencio. Algunas luces se apagaron. Las llamas se agitaron bajo los murmullos y los suspiros. Y de repente, como un solo hombre, todos se levantaron, todos los Numerosos, cien en total, se levantaron y recitaron los Salmos, y dijeron: ¡Aleluya! Todos tenían el rostro lleno de luz y de esperanza vuelto hacia mí, y todos me miraban así mientras yo los observaba. Y sobre todos estaba el Espíritu del Señor, el espíritu de sabiduría y de inteligencia, el espíritu de Consejo y de fuerza, el espíritu de ciencia y de piedad, y todos estaban llenos de temor del Señor.
Al día siguiente me levanté muy temprano y, después de recitar la plegaria de la mañana saludando el amanecer, me dirigí al campamento de los arqueólogos.
Estaba vacío. Parecía haber sido evacuado; sólo quedaban dos policías que montaban guardia. Ante mí, por debajo de la terraza, el mar Muerto relucía con las primeras luces del sol y reflejaba las siluetas de colores pastel de las montañas del Moab.
Esperé unos instantes y la vi. Jane salía de su tienda. Tenía el rostro tenso; parecía cansada, pero sus ojos negros y profundos brillaban con intensidad bajo el sol naciente, y sus mejillas enrojecidas por el calor diurno, llenas de pecas, nada tenían que envidiar en riqueza de colorido a las mañanas del desierto. Nos miramos, felices de reencontrarnos a pesar de las dramáticas circunstancias, como si nos reconociéramos; pero ¿de dónde? ¿De cuándo? ¿De la víspera, de dos años antes, o de una época muy anterior?
—Buenos días, Ary.
Como el día anterior, el silencio nos cubrió como un estuche.
—¿Alguna novedad? —pregunté.
—La policía prosigue su investigación. Ahora están inspeccionando toda la región. Han interrogado a los beduinos que hay cerca de nuestro campamento y a los miembros del kibutz de enfrente. También nos han interrogado a nosotros durante buena parte de la noche, primero de uno en uno y luego en grupo, para comparar nuestras declaraciones. Y esta mañana, muy temprano, todo el mundo se ha ido.
—¿Han obtenido algún resultado?
—Por ahora no dicen nada.
Le tendí la fotografía del profesor Ericson que me había dado.
—Mira —le dije señalando el pergamino que el profesor tenía en las manos—. Este no es el Pergamino de Cobre.
—No —dijo—. No lo es.
—¿Qué es?
—No lo sé.
—¿De cuándo es esta fotografía?
—De hace unas tres semanas… La hice yo.
Pareció dudar un momento antes de decir:
—¿Tomamos un café?
—De acuerdo —dije.
Fuimos a la tienda principal, que hacía las funciones de comedor, y ella sirvió dos tazas de café de un viejo termo. Me senté a su lado.
—Háblame —dijo Jane de repente—. Necesito que me cuentes algo.
—¿Qué quieres saber?
—Tu vida con los esenios ¿te hace feliz?
—Feliz —repetí con una vacilación que habría querido evitar—. No es el momento de ser felices.
—¿Por qué no? Hay que ser felices. La vida es corta, y tan imprevisible…
—Haré todo lo posible por ayudarte.
—¿Has pronunciado los votos? —cortó de golpe—. ¿Has realizado la ceremonia de iniciación?
—Me he comprometido con la Alianza definitivamente. He aceptado solemnemente la regla de la Comunidad y he prometido actuar según lo que en ella está prescrito.
—¿Entonces no puedes irte nunca?
—Ni por causa del miedo, ni del terror, ni de cualquier prueba que proceda de la tentación o del imperio de Belial…
Hubo un silencio durante el que Jane me miró grave e íntimamente, como diciéndome: «¿Lo ves? No has cambiado. Entonces, ¿cómo pretendes poder ayudarme?»
—¿Te han enviado los esenios? —preguntó.
—No. Ha sido Shimon. Shimon Delam.
—Lo imaginaba —dijo Jane—. Eres invisible, nadie te conoce y por ello estás fuera de toda sospecha. Podrías convertirte en su agente, su fuerza secreta.
—Yo no soy un agente secreto —respondí—. Soy un esenio.
—Qué curioso —dijo—. Ericson, antes de morir, dijo que se estaba preparando. Se diría que os estaba buscando… Decía que los esenios seguían existiendo, y que si tenían un Mesías en algún lugar de la tierra, tenía que encontrarse allí, en Qumrán.
Jane bajó la mirada, como si se estuviera concentrando en su café. Sus mejillas se cubrieron de rubor, sus ojos brillaron, abrió la boca, pero no pronunció ningún sonido. Su tristeza resonó en mi corazón como un golpe de gong. Jane Rogers, la arqueóloga protestante, hija de un pastor, estaba bajo el efecto de un
shock
y yo no sabía qué hacer para ayudarla. Sentí una especie de quemazón en mi corazón, así como una terrible cólera contra mi impotencia.
—Ary —murmuró—, ¿estás bien?
—Sí —dije—, estoy bien. ¿Y tú, después de todo este tiempo?
Nos miramos a los ojos.
—Hace dos años estaba dispuesta a dejarlo todo por ti… Luego me dije que ya nada valía la pena… Cuando decidí entrar en este equipo no lo hice por la arqueología, Ary…