El tesoro del templo (2 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Dos años antes, yo me había unido a una secta secreta de ritos muy particulares: la de los «esenios». En el siglo II antes del nacimiento de Jesús, unos hombres se retiraron al desierto de Judea, sobre un acantilado llamado Khirbet Qumrán, y allí construyeron un campamento en el que estudiaban, oraban y se purificaban con el bautismo a la espera del Fin de los Tiempos. Pero el Fin de los Tiempos no llegó, y después de la muerte de Jesús y de la revuelta de los judíos, la Historia perdió el rastro de aquellos hombres. El campo de Khirbet Qumrán fue incendiado y abandonado. Se creyó que los romanos habían exterminado a los miembros de la secta, o que éstos habían sido deportados. En realidad, se habían refugiado en unas grutas inaccesibles, y allí vivieron en secreto, y allí siguen, ocupados en rezar, estudiar y recopiar los textos de la tradición, y sobre todo en esperar y prepararse para el mundo futuro.

—Venga, cuéntame —dije—. ¿Qué noticias traes de fuera?

—La noticia —dijo mi padre—. Se ha cometido un asesinato en el desierto de Judea, a pocos kilómetros de aquí. Una especie de sacrificio humano. Shimon Delam me ha pedido que hable contigo, Ary. Quiere que te ocupes del caso. Dice que sólo tú eres a la vez soldado y experto en las Escrituras.

—Pero —respondí— ¿no sabes que mi misión está aquí, en las grutas de Qumrán?

—¿Tu misión? —dijo mi padre—. ¿Qué misión?

—Los esenios me eligieron ayer. Han hecho de mí su Mesías.

—Te han elegido —repitió mi padre mirándome con un aire extraño, como si no le sorprendiera la noticia que le estaba dando.

—Creen que soy el Mesías que esperaban. Los textos lo dicen: el Mesías será revelado en el año 5760 y se llamará «el León». El León soy yo. Eso significa el nombre que me has dado.

—Entonces, ¿estás dispuesto a dejar tu labor de escriba y a salir de las grutas?

—Yo soy escriba, no detective.

—Dices que has sido designado Mesías por los esenios: eso significa que tu labor ya no es la escritura, sino el combate en la lucha del Bien contra el Mal. En la guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, tu misión es encontrar al asesino y combatirlo.

Así habló mi padre, y más allá de la dialéctica del sabio no pude dejar de reconocer al sacerdote, al Cohen. Dos años antes, había descubierto que mi padre había sido un esenio que decidió abandonar las grutas cuando se creó el Estado de Israel, para vivir allí, y comprendí por qué ese hombre, de una fuerza y una estatura imponentes tanto por su saber como por su coraje y fidelidad, tenía el carisma y la actitud de un patriarca, con sus cabellos oscuros, su cuerpo de músculos delgados, sus ojos negros brillantes en medio de un rostro iluminado por una sonrisa mágica. Esa sonrisa expresaba a la vez la vida del espíritu que le inspiraba y la serenidad que le daba el estudio de los textos antiguos.

Esa era sin duda la razón por la que aquel hombre no tenía edad, porque tenía todas las edades: era la memoria del tiempo.

—Vamos —dijo mi padre—. Eres joven. Puedes combatir. Tienes el conocimiento y la fuerza necesarios para resolver este enigma. ¿O prefieres hacer como el profeta Jonás, y huir ante tu misión?

—Son sus asuntos —dije.

—No, no son
suyos
. Son vuestros, son nuestros asuntos. Ese hombre ha sido sacrificado en vuestra casa, en vuestro territorio, y estaba vestido con vuestro hábito ritual. Debes saber que si no actúas, las investigaciones se dirigirán contra vosotros e inevitablemente se descubrirá el secreto de vuestra existencia; incluso es posible que intenten acusaros para forzaros a salir de las grutas y encadenaros, esta vez para siempre. ¡No se trata de combatir, sino de salvaros!

—Está escrito que debemos alejarnos del camino de los malvados.

Entonces mi padre se acercó al pergamino que yo estaba copiando. Paleógrafo de textos antiguos, se interesaba en la forma individual de las letras para determinar en qué fecha habían sido copiados los textos y, aunque la paleografía no es en absoluto una ciencia exacta, porque ningún manuscrito puede servir de referencia absoluta en esta especialidad, mi padre lograba discernir en los textos la progresión desde las formas más antiguas hasta las consonantes más recientes. Recordaba todo lo que había descifrado, identificaba perfectamente las características de cada fragmento estudiado, la calidad del cuero, su preparación y su soporte de escritura, e incluso el estilo del escriba, la tinta, la lengua, el vocabulario y los temas. Sus conocimientos lingüísticos le permitían leer tanto el griego como el semita, las tablillas cuneiformes o las puntas de flecha cananeas inscritas sobre documentos fenicios, púnicos, hebreos, edomitas, árameos, nabateos, palmirenses, tamudeos, safaíticos, samaritanos o cristiano-palestinos. Señaló un pasaje con el dedo:
La mano del Señor se posó sobre mí; me hizo salir por el espíritu del Señor y me depositó en medio del valle: estaba lleno de osamentas
.

—Está escrito, desde el siglo II, que esto sucederá en el Fin de los Tiempos —dijo.

Acompañé a mi padre a la salida de la gruta. Frente a nosotros, unos hombres esperaban. Era de noche. Bajo el claro de luna podíamos ver el abrupto acantilado que nos separa del resto del mundo. A lo lejos se recortaban contra el sombrío horizonte las rocas calizas que componen el paisaje lunar del mar Muerto. Allí, en el portal rocoso que se extiende ante la entrada de nuestras grutas, reconocí a los diez hombres del Consejo Supremo: estaban Isakar, Peres y Yov, los sacerdotes Cohanim; y también estaban Ashbel, Ehi y Muppim, los Levi, así como Guera, Naamane y Ard, hijo de Israel, acompañados por Levi, el sacerdote que había sido mi instructor, un hombre de edad madura, de cabellos grises y sedosos, piel apergaminada y curtida por el sol, labios finos y andar altivo. Este último se acercó a mi padre:

—No olvides, David Cohen, que estás obligado al secreto.

Mi padre asintió, y sin decir una palabra inició, entre las hendiduras de las rocas, el arduo descenso que lleva al mundo conocido.

A la mañana siguiente me despojé de mi indumentaria de luz y volví a vestir mis viejas ropas de hasid, que no me ponía desde hacía más de dos años: una camisa blanca y un pantalón negro. Luego me fui.

Avancé por el desierto, solitario en medio del calor agobiante, con el rostro sofocado y los ojos deslumbrados por la luz, siguiendo, entre las rocas y las torrenteras, a lo largo de los escarpes y de las hondonadas, el camino peligroso y secreto que sólo conocen los esenios.

Delante de mí brillaba el gran lago de sal que se extiende a cuatrocientos metros por debajo del nivel del mar, donde el calor es tan intenso que el agua se evapora y vuelve el mar aún más amargo. Lo llaman mar Muerto porque en sus aguas, poco propicias para la vida, no hay peces ni algas ni barcos, y rara vez hay hombres.

Sodoma, al sur, la Sodoma destruida, testimonia el cataclismo que un día castigó la región. Y los olores del azufre, y las terribles formas esculpidas en la arena y la roca, revelan en este lugar el imperio de la destrucción. El principio del fin. Por ello, dos mil años antes, los esenios vinieron a este desierto que se extiende desde el este de Jerusalén hasta la gran depresión de Ghor con el Jordán y el mar Muerto, a este desierto tranquilo y silencioso donde se podía creer en el Fin de los Tiempos. Al sur de nuestro desierto hay otro, y al sur de éste, otro más: aquel donde Moisés recibió las Tablas de la Ley. Y en cada uno de estos desiertos subsisten pastores inmemoriales, testigos de los tiempos, y hombres que se retiran del mundo para venir a habitarlo y dejarse habitar por él.

Era mediodía cuando llegué al lugar del crimen. En la terraza margosa el calor era sofocante.

Pasé por delante de las grutas que habían devuelto los restos de unos mil manuscritos que pertenecieron a nuestra secta, algunos de los cuales se remontaban al siglo III a.C. En 1947 encontraron la primera vasija. Entonces empezó la extraña historia de los manuscritos del mar Muerto: el hallazgo arqueológico más extraordinario de todos los tiempos. Desde las épocas de las excavaciones, desde las épocas en que la gente cruzaba el país en peregrinación, se creía que no había nada nuevo bajo el sol de Judea. Durante dos milenios, los hombres habían pasado al lado de ese tesoro, ignorando que unos manuscritos de la época de Jesús, milagrosamente conservados en vasijas, estaban allí, bien protegidos en las grutas de Qumrán, en el desierto de Judea, junto al mar Muerto, a treinta kilómetros de Jerusalén.

Cuando, en 1999, el obispo Oseas, que había participado en el descubrimiento de los pergaminos de Qumrán, fue hallado crucificado en la iglesia ortodoxa de Jerusalén, mi historia se unió a la de los manuscritos del mar Muerto. Uno de los rollos había sido robado y Shimon Delam, jefe del ejército israelí, fue a buscar a mi padre para que le ayudara en su investigación. Yo, Ary, su hijo, le acompañé entonces.

Allí, en aquellas grutas, descubrí que durante generaciones y generaciones unos hombres vivieron, sin que nadie lo supiera, para conservar y recopiar los rollos de pergamino que eran sus textos sagrados.

Después de media hora de marcha, llegué a la orilla del mar Muerto, a lo alto del gran acantilado en el que se encontraba el conjunto de ruinas de Khirbet Qumrán. El lugar, que la policía había acordonado, estaba desierto en ese momento en que el sol llegaba a su punto culminante. Pasé bajo la cuerda que rodeaba el lugar del crimen y avancé hacia el cementerio que lindaba con los vestigios.

¡Oh, Dios!
Habría preferido no aventurarme en aquel valle de lágrimas. Habría querido poder decir: no, yo no estuve aquí, no sé nada y no quiero saber nada, no he visto nada; así, nunca tendría que olvidar esa visión. Había mil cien tumbas; mil cien tumbas profanadas, con las osamentas alineadas en un eje norte-sur, los esqueletos tendidos sobre la espalda con la cabeza hacia el sur. Había allí un valle de osamentas al descubierto, y yo no sabía por qué.

No soplaba una pizca de aire y, sin embargo, me parecía oír una especie de murmullo: eran las voces, las voces de los muertos que se elevaban hacia mí, como si vinieran de las tumbas. Las voces de mis ancestros atraídos por la santidad, por la pureza del acto y de la intención, que vagaban por los lugares de su fe, los lugares donde los hombres habían velado ardientemente por la ley de Moisés, donde los esenios, los últimos de los últimos, en el desierto árido, intentaban llevar a Judea desde más allá de la tumba la inspiración para que naciera el relevo, la inmensa progenie de Judá y de Benjamín, que se ocupara de difundir el mensaje y de preservar su historia.

Luego me fijé en una pequeña cruz próxima a un montón de rocas, y al levantar la cabeza vi el altar de piedra, situado en el centro del cementerio profanado, donde había tenido lugar el sacrificio. Una cinta de plástico rojo lo señalaba. Alguien había trazado con tiza blanca la silueta de un hombre; del hombre que había sido atado y degollado como un cordero sobre el altar, y sacrificado sobre un fuego que había elevado su olor infame hasta el Señor. Habían tenido que sujetarlo sólidamente para que no hiciera ningún movimiento, habían tenido que retorcerle el cuerpo, asirlo por el cuello y abrirle la garganta con un cuchillo cortante. Había sido necesario que su sangre manara, que su carne se chamuscara y que el humo se elevara. Bajo el altar había restos de un fuego. Sobre el altar, siete trazos de sangre.

Helado de horror, retrocedí unos pasos. Ese sacrificio, con los siete trazos de sangre, era el que hacía el Sumo Sacerdote en el Yom Kippur, antes de entrar en el sanctasanctórum donde tenía que encontrarse con Dios. Pero se sacrificaba un toro. ¿Por qué matar a un hombre de esa manera? ¿Qué sentido tenía esa acción?

A pocos metros, las ruinas de Qumrán formaban un gran cuadrilátero. Me acerqué a los restos de las instalaciones que conocía tan bien, donde otrora trabajaron mis antepasados, en ese desierto en el que el agua era tan valiosa como difícil de canalizar. Pero las voces, que no me abandonaban, se iban llenando poco a poco de materia, se convertían en cuerpos. Me parecía verlos ajetrearse alrededor del gran conducto que aseguraba la llegada y el almacenamiento de las aguas estacionales; sacar del acueducto la cantidad necesaria para el consumo y la purificación; subir de las cisternas el agua potable para beber, o sumergirse en la piscina de agua clara para purificar el alma y el cuerpo. Veía sus túnicas tejidas en una sola pieza blanca moverse solemnemente hacia el salón de asambleas, que servía como refectorio, para tomar sus colaciones, todos colocados según un orden jerárquico, los sacerdotes primero y los levitas después, antes de los Numerosos, y casi podía oír a los cocineros atareados en la preparación de las comidas y a los alfareros cociendo sus ollas en los hornos del taller de cerámica; podía ver a los escribas aplicados en la tarea de recopiar sus rollos en el scriptorium, hábiles en el manejo de los instrumentos de escritura de bronce y arcilla. Copiaban textos, centenares de textos, que inscribían sobre pergamino, día y noche. Y luego llegó la tarde; y vi, después de las tareas del día, a los miembros de la comunidad regresar a sus aposentos. Vivían igual que nosotros, los esenios de hoy día, herederos de los que preparaban en secreto la llegada del mundo futuro.

El sol en su cénit despedía una luz deslumbrante. No había ni un soplo de aire. Sólo el calor sofocante que se siente al abrir la puerta de un horno.

De repente, me estremecí. Sentí a mi espalda la sombra de una mirada, pero no era una sombra surgida del pasado, no era una imagen y tampoco una presencia desconocida.

Me volví y mi corazón dio un salto en mi pecho, sentí flaquear las piernas. Durante un momento, me pareció que veía un espejismo.

Nunca pensé que volvería a verla. Creía que la tentación se había alejado. Creía haberla olvidado y me había equivocado… Jane Rogers. Dos trencitas delgadas como hojas de cuchillo, una boca fina, unas arrugas minúsculas que estriaban sus sienes dibujando las letras del amor, unos ojos ocultos por unas gafas de sol redondas y un color que no reconocía, una piel curtida por el sol de agosto del sur de Qumrán, de allí donde pega más fuerte, de allí donde hiere hasta volverte loco.

Jane
. ¿Acaso no había soñado con ella todas las noches desde el día en que me retiré a las grutas? Y alrededor de su imagen, cuántos remordimientos, cuántos reproches… Cuántas veces me dije: «No hay nada sin ella, ella es todo lo que quiero, todo a lo que aspiro.»

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