El tesoro del templo (13 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: El tesoro del templo
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Media hora más tarde, lo vi llegar ante los ojos alucinados de los policías.

—Buenos días, Ary, buenos días, Jane —dijo.

Al cabo de pocos minutos, salíamos de la comisaría.

—¿Y bien? —dijo Shimon tomándome del brazo—, ¿qué está pasando?

—Eh, bueno —respondí—, es la familia Rothberg…

—Sí, ya sé —dijo Shimon.

—Estábamos allí justo antes del drama.

Le miré con embarazo.

—Creo que nos siguen, Shimon.

Shimon levantó una ceja.

Le hablé de mi aventura en la ciudad vieja, así como del micrófono detectado en el hotel King David. Nos detuvimos en la acera.

—No te asustes, Ary —dijo, mientras sacaba su estuche de palillos—. Los del micro éramos nosotros.

—¿Cómo? —exclamé, no sin alivio.

—Pues claro —respondió.

—¿Por qué?

—¿Para protegernos? —preguntó Jane.

Shimon pareció incómodo. Luego añadió con cierta precipitación:

—Ary, no te escondo que se trata de una misión peligrosa. Quiero decir…, mucho más peligrosa que el caso de las crucifixiones de hace dos años.

—Explícate, Shimon.

—Estamos tratando con unos criminales de otro calibre. Secretos, eficaces, rápidos y sobre todo… invisibles, lo que les hace…

—¿Invencibles?

—En cualquier caso, estás arriesgando tu vida… Al principio del caso no lo imaginaba, Ary, si no, no habría mezclado a tu padre en todo este asunto. Pensaba en una provocación, en un asesinato aislado. Pero ahora sé que están dispuestos a todo.

—¿Quiénes?

—Ahí es donde nos duele —dijo Shimon mientras mordisqueaba su palillo—. Nosotros, el Shin Beth, no sabemos quiénes son. Lo que voy a decirte resulta bastante increíble, pero es la verdad. Da la impresión de que sólo aparecen para matar. Una vez cumplida su misión, desaparecen sin que tengamos la más mínima idea de dónde se refugian.

—Sin embargo, Israel es un país pequeño, no resulta fácil esconderse…

—Ahí es donde te equivocas, Ary. Las cosas han cambiado mucho en estos dos años.

—¿Qué quieres decir?

—La apertura de las fronteras con Jordania y Egipto crea nuevas posibilidades de fuga. Tenemos agentes en los Territorios, por supuesto, pero ya no controlamos la situación. Ayer pusimos en alerta a la base aérea de Ramat David, en Megiddo. ¿Me sigues?

—Perfectamente —dije.

—Por eso voy a pedirte que seas prudente, Ary. Muy prudente. ¿De acuerdo, Jane?

Al día siguiente volvimos a reunimos, Jane, mi padre y yo, en el hotel, y desde allí nos preparamos para la excursión a Masada.

Aún no comprendía por qué mi padre había decidido llevarnos a ese lugar, ni qué idea le rondaba por la cabeza, pero confiaba en él y sabía que estaba esperando el momento propicio para revelarnos su plan.

Mientras conducía por la carretera escarpada que salía de Jerusalén en dirección al desierto de Judea, respondió a las preguntas que le hacía Jane, sentada a su lado.

—Masada es conocida sobre todo como el bastión de los zelotes, que resistieron con valentía a los romanos en la época de la caída del Segundo Templo, en el año 70, hasta el momento en que, viendo que iban a ser capturados por los romanos, prefirieron sacrificarse en un suicidio colectivo.

Al pronunciar estas últimas palabras, mi padre dio un volantazo tan brusco que el coche se detuvo. Detrás de nosotros, un coche de cristales ahumados nos adelantó. Mi padre volvió a arrancar y se puso a seguir al coche que había partido como una exhalación.

—¿Qué haces? —dije.

—Estoy siguiendo a los que nos siguen.

—¿Por qué? —pregunté asustado.

—Así impedimos que nos sigan —respondió secamente mi padre pisando el acelerador.

—Pero —objeté—, ¿y si era el Shin Beth?

Le había revelado la identidad de los que nos habían colocado el micro.

—No lo creo —dijo mi padre inclinando la cabeza y acelerando aún más.

Íbamos a ciento sesenta kilómetros por hora, siguiendo la carretera llena de curvas que rodea el mar Muerto. Jane, a su lado, se sujetó nerviosamente el cinturón de seguridad mientras yo me agarraba donde podía, en el asiento trasero.

Mi padre, movido por no sé qué ardor, se colocó de repente puerta contra puerta.

—¿Quién es? —dijo.

—No puedo ver nada —dijo Jane—. Los cristales están ahumados… A menos que… —Y sacó de su bolsa un pequeño aparato parecido a unos prismáticos.

—Gafas de infrarrojos —remarcó mi padre apretando el acelerador.

—Están enmascarados con
keffieh
rojos… Son… ¡Dios mío!

De repente, unos disparos hicieron estallar el cristal de delante y alcanzaron a Jane, que cayó hacia delante.

Gotas de sangre salpicaron el parabrisas.

—¡Jane! —grité.

—Estoy bien —dijo ella con un suspiro, irguiéndose.

Mi padre levantó el pie del acelerador y por fin dejó escapar al otro coche.

Paramos en el arcén y salimos, jadeantes. Me precipité hacia Jane, cuyo brazo, rozado por una bala, sangraba abundantemente. Mi padre sacó un botiquín de primeros auxilios del portaequipajes. Jane se arremangó, y le hice un vendaje después de limpiar su brazo ensangrentado.

—Esto bastará —dijo—. La bala sólo me ha rozado. Pero el coche…

El cristal había volado en mil pedazos.

—No es nada —dijo mi padre—. Pero creo que si queréis proseguir esta investigación, haríais bien en armaros. Ten, Ary —dijo, uniendo el gesto a la palabra. Y me tendió un pequeño revólver—. Shimon me lo ha dado para ti.

—7,65 —dije al tomarlo—. Gracias.

—Tampoco esta vez creo que quisieran hacernos daño —dijo Jane.

—¿Cómo? —dije—. ¿Y esa bala?

—Los he visto —dijo Jane—. He visto sus armas: son tiradores de élite. Si hubieran querido matarme, lo habrían hecho. Es una advertencia.

—Una más —dije.

—Y esta vez no se trata del Shin Beth —añadió mi padre.

—En realidad, no estoy seguro. Pero tengo la sensación de que alguien está intentando atraer la atención sobre nosotros.

—¿Qué quieres decir, Ary?

—¿Por qué Shimon ha venido a buscarnos?

—Porque somos los únicos calificados para llevar a cabo la investigación…

—Eso es lo que él dice.

—¿En qué estás pensando?

—¿Y si Shimon nos estuviera utilizando como señuelo?

Mi pregunta quedó en suspenso.

—Bueno —dijo mi padre—. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos?

Visto desde el norte, era un peñasco inmenso con precipicios a ambos lados, inaccesible salvo en dos puntos, por caminos escarpados. «Como Qumrán —pensé al llegar frente a Masada—, es un promontorio, pero en mayor medida aún que Qumrán, es también una fortaleza: una fortaleza inexpugnable.»

—Bajo la dirección de Ygael Yadin, que era jefe del ejército y arqueólogo —dijo mi padre—, los investigadores descubrieron el yacimiento de Masada al día siguiente de la guerra de la independencia, en 1948, así como el palacio de Herodes. En sus ruinas se han hallado monedas, vasijas con los nombres de sus propietarios y fragmentos de una quincena de textos hebreos. Cuando, en 1960, fueron publicados algunos rollos de Qumrán, las similitudes con los fragmentos hallados en Masada les resultaron tan curiosas a los investigadores, que se preguntaron si los manuscritos del mar Muerto no serían obra de una secta particular que viviera en Masada. Otros sugirieron que los esenios de Qumrán se habían unido a los defensores de Masada en los últimos meses de la segunda revuelta judía, en el año 70. Pero yo creo que sucedió lo contrario.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que fueron los zelotes los que terminaron por unirse a los esenios; o más exactamente, por refugiarse junto a ellos. La descripción de Flavio Josefo de las circunstancias del asedio romano de Jerusalén demuestra que toda Galilea había terminado por rendirse completamente a los romanos, salvo los fugitivos de Masada, los zelotes. El grupo de Masada, al resistir de manera tan valerosa y durante tanto tiempo a las legiones, puso en cuestión el poder de los romanos y los ridiculizó. Todos, en el país, sabían lo que había pasado en Masada. Los jóvenes se dejaban arrebatar por las arengas de los zelotes, y lo mismo les ocurrió a los esenios, que vivían no lejos de allí.

»En esas circunstancias dramáticas, los habitantes de Jerusalén no tenían elección; escondieron sus riquezas, sus libros e incluso las numerosas filacterias que se hallaron en las grutas de Qumrán. El asedio y su amenaza explican por qué había que esconder los rollos en un lugar lejano, a pesar de todos los obstáculos.

—¿Por eso en Qumrán sólo se han hallado copias y no originales?

—La razón por la que en Qumrán sólo se han encontrado copias, y no escritos con autógrafos, es que los sacerdotes de Qumrán sabían lo que iba a pasar. En su espíritu estaba claro que el Templo iba a ser destruido y que lo que podía asegurar la continuidad del judaísmo no era ya el culto del Templo, sino el Libro, en asociación con todos los demás libros en los que se fundamentaba la vida espiritual e intelectual del judaísmo. Por eso intentaron salvar sus pergaminos.

—¿Y el tesoro? —preguntó Jane.

—Venid —dijo mi padre sin responder a la pregunta—, vamos a subir a Masada.

—Pero —objeté—, es casi mediodía. ¡Deberíamos tomar el teleférico!

—Vamos, Ary —dijo mi padre—, nunca hemos tomado el teleférico.

—¡Por lo menos Jane! —exclamé— ¡Está herida!

Jane sacudió la cabeza. Sabía que era tozuda y comprendí que con esa frase sólo había conseguido azuzar su orgullo. Mi padre sonrió enigmáticamente.

—Voy a comprar agua —dije.

En la parada donde vendían agua había cola.

—Vamos —dijo mi padre—. No podemos esperar tanto rato.

Iniciamos la escalada por el camino llamado «de la serpiente», que tenía efectivamente el aspecto de una serpiente de cuerpo largo y sinuoso. Nuestros miembros empapados de sudor, aplastados por el calor, se convertían en un peso insoportable. Era como si estuviéramos atenazados entre la atracción terrestre, que tiraba de nosotros hacia abajo, y la fuerza del sol, que nos comprimía. Había que luchar con toda la fuerza de la voluntad. Con las cabezas descubiertas, nos arriesgábamos a una insolación que podía sernos fatal. Me estaba entrando vértigo a causa de la altura, del esfuerzo y de la deshidratación. Mi padre subía con agilidad, casi sin esfuerzo, hablando de vez en cuando, contando los tiempos duros de la revuelta de los zelotes contra los romanos; y nosotros, detrás de él, comprendíamos por qué los romanos no pudieron llegar a la cima del acantilado. Jane subía jadeante, y yo cerraba la marcha con un sudor frío que descendía por mi espinazo.

Bajo el sol de mediodía, nadie más se había atrevido a subir por la vereda escarpada. Eramos los únicos. En varias ocasiones, Jane miró atrás, como para evaluar la distancia recorrida, pero el camino era largo y la tierra parecía no alejarse nunca.

—Aún estamos a tiempo de volver atrás —dije a Jane.

—¿Acaso no hemos recorrido la mitad del camino? —dijo mi padre.

Jane no pronunciaba una palabra. Estaba pálida y unas manchitas rojas sonrojaban sus mejillas. Su paso era ahora más lento.

La adelanté y me acerqué a mi padre.

—Pero ¿qué quieres demostrar? —murmuré inquieto—. ¿Quieres matarla?

No respondió. Trepaba obstinadamente. Seguía el camino de la serpiente. Aquel ascenso bajo el sol de mediodía, cuando ni siquiera teníamos agua, era una locura. Y él lo sabía perfectamente.

Al cabo de dos horas de escalada, conseguimos llegar a la cima.

Jane, que con un supremo esfuerzo de voluntad había escalado el último tramo, se derrumbó sobre uno de los bancos, apenas sombreado por un toldo. Corrí a buscar agua, que le hice beber a pequeños sorbos. Poco a poco, sus mejillas pálidas recuperaron su color, y me sonrió.

Dejé que Jane recuperara sus fuerzas y hablé aparte a mi padre.

—¿Qué? ¿Estás contento? —dije— ¿Puedes decirme por qué? ¿Por qué has querido hacerla pasar por esto?

Mi padre no respondía.

—¿Vas a decirme de una vez qué sentido tenía todo esto?

—Creo que Jane ha seguido un entrenamiento especial.

—¿Un entrenamiento especial? Pero… ¿de qué estás hablando? ¿Qué sabes tú de esas cosas?

—Ary, sabes perfectamente que nadie habría soportado la mitad de lo que ha aguantado ella, herida y sin agua.

—¿Qué quieres decir?

Lamentablemente, no obtuve respuesta a mi pregunta: Jane se acercaba a nosotros.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí, muy bien. ¿Seguimos?

—Mirad —dijo mi padre descubriéndonos el asombroso paisaje de Masada—. Desde aquí podéis ver Qumrán y el mar Muerto a la izquierda, y ahí está el Herodium, el antiguo palacio de Herodes el Grande. En 132, durante la segunda revuelta contra los romanos, este palacio se convirtió en la residencia del nuevo, y ultimo, príncipe de Israel, que se llamaba Bar Kochba. Y desde aquí son visibles todos los escondites del tesoro mencionados en el Pergamino de Cobre.

—¿De veras? —dijo Jane— ¿Y usted sabe exactamente cuáles son?

—Para leer el Pergamino de Cobre hace falta un buen conocimiento de la literatura rabínica, y para ello no bastan ni todas las técnicas de ordenador juntas… La primera frase, por ejemplo, «en las desolaciones del valle del Achor», se refiere a un lugar en particular, geográfico y geológico.

Y en ese momento mi padre empezó a dictar para nosotros una conferencia magistral acerca del Pergamino de Cobre, que parecía conocer de memoria. Fue como si desenrollara el pergamino ante nosotros, desvelando, con majestuosa simplicidad todo su contenido; fue como si mi padre se hubiera convertido en el mismo pergamino vivo y parlante, como si el paisaje inmenso que se extendía ante nuestros ojos fuera un palimpsesto que mi padre rascara para nosotros hasta revelarnos un texto más antiguo y sagrado que el del copista, como si nuestros ojos oyeran y nuestros oídos vieran el misterioso rollo que descubría uno a uno todos sus secretos.

—En la columna 1 del Pergamino de Cobre —dijo mi padre, señalando con el dedo, alternativamente, al este, oeste, norte y sur—, se menciona la ruina de Horebbah, que está en el valle de Achor; allí, bajo las gradas que miran al este, hay un cofre de plata que pesa diecisiete talentos.

»En la tumba de piedras, hay un lingote de oro que pesa novecientos talentos y que está oculto por sedimentos. En el fondo de una gran cisterna, en el paseo del peristilo, en la colina de Kohlit, hay enterrados hábitos de sacerdotes. En el agujero del gran pozo de Manos, bajando a la izquierda, cuarenta talentos de plata. Cuarenta y dos talentos bajo las escaleras de un agujero de sal. Sesenta barras de oro en la tercera terraza, en la cueva de los viejos lavaderos. Setenta y siete talentos de plata en la vajilla de madera que se encuentra en la cisterna de una cámara mortuoria en el patio de Matías. A quince metros de las puertas del Este, en una cisterna, se encuentra un canal en el que hay escondidas seis barras de plata, al borde de una roca. En el lado norte de la piscina, al este de Kohlit, dos talentos de monedas plateadas. Vajilla sagrada y hábitos, en el lado norte de Milham. La entrada se encuentra al lado oeste. Trece talentos de monedas plateadas en una trampilla al fondo de una tumba al nordeste de Milham. ¿Sigo?

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