—Tienes una idea, ¿verdad?
Khalif salió del coche con una expresión ansiosa en el rostro, haciéndole señas a Bravo para que regresara al coche. Los Glimmer Twins sin duda estaban impacientes por disparar sus Tac-50.
—Creo que sí.
—Cada día te pareces más a papá.
¿Por qué todo el mundo le decía eso?
—Emma, tengo que dejarte.
—Espera, Bravo, he encontrado algo más, algo que deberías saber. Papá estuvo relacionado con Jenny.
Bravo cerró los ojos. No quería oír la confirmación de las sospechas del padre Mosto y, no obstante, se oyó a sí mismo preguntar:
—¿Relacionado cómo?
—Yo… no lo sé realmente. Pero es un hecho comprobado que alquiló un apartamento para ella en Londres.
—¿Cuánto tiempo mantuvo esa relación?
—Bravo, por favor, tranquilízate. No existe ninguna prueba de que papá tuviese una aventura amorosa con ella.
Bravo apretó el pulgar y el índice contra sus párpados para tratar de frenar la horrible jaqueca que había surgido detrás de los ojos.
—¿Cuánto tiempo, Emma?
—Once meses.
—Jesús. Él la estaba manteniendo.
Silencio. De modo que Bravo planteó el desafío:
—Emma, dame otra explicación.
Más silencio. Khalif había comenzado a caminar hacia él.
—Bueno, de verdad que debo dejarte ahora.
—Lo sé. Cuídate, Bravo.
—Tú también.
—Quiero que me mantengas informada. —Su risa tenía un punzante matiz irónico—. No me gusta estar a oscuras.
—A mí tampoco. —¿Eran lágrimas lo que asomaba a sus ojos?— Gracias por tu diligencia, de mi parte y de la de papá.
Bravo regresó al coche y se reunió con Khalif a mitad de camino.
—Me dijo que a mi padre le gustaba apoyar el oído en el suelo, que usted era sus ojos y sus oídos en Oriente Medio. —Consultó el mensaje de texto que había aparecido en la pequeña pantalla de su teléfono móvil y le enseñó a Khalif la lista de números—. ¿Controló y registró el tráfico de información en alguna de estas frecuencias?
Khalif miró la pantalla.
—Aquí hay demasiados números. Tendríamos que regresar a mi oficina para comprobarlos.
—A pesar de las intenciones de esos dos —dijo Bravo con absoluta certeza—, debemos regresar allí ahora mismo.
—Bravo, tengo que repetir lo que acabas de decir: no es una buena idea desviarse del plan original.
—Ya es demasiado tarde para eso —repuso Bravo con gesto sombrío—. Su amigo Kartli ya se ha encargado de enviar el plan al otro mundo.
La oficina de Khalif se encontraba en la escarpada ladera de una colina, un apartamento situado en un moderno edificio de varios pisos, una de cinco torres con balcones idénticos, conocido como Sinope A Blok. Un sendero sinuoso llevaba hasta la entrada principal. Al otro lado del asfalto negro, una larga fila de cipreses podados estaban colocados como si fuesen milicianos soviéticos en el momento de saludar. Un grupo de azafranes rosados, escasamente plantados como si hubiese sido una ocurrencia tardía o como una protesta poco convincente, se agitaban en un saludo lánguido de bienvenida. Mientras Bravo y Khalif permanecían sentados e incómodos en el coche, los Glimmer Twins inspeccionaban la propiedad, entrando y saliendo de las sombras en forma de cimitarra que proyectaban los árboles susurrantes. Su interés se centraba especialmente en los operarios de mantenimiento que se encontraban en un andamio móvil dedicados a la limpiar la fachada del edificio con chorros de arena.
—No sé cómo alguien puede vivir en este lugar —comentó Khalif—, la construcción es de estilo soviético, tan pobre que siempre tienen que estar arreglando la fachada o renovando filas completas de balcones.
Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una calada y añadió:
—No debes preocuparte por esos dos, puedes confiarles tu vida.
—¿Incluso al que tiene la nariz rota?
—Piensas como un norteamericano. —Khalif se quitó una hebra de tabaco de la punta de la lengua—. Djura estaba sorprendido. Antes de que lo atacases estaba seguro de que eras un cobarde. El dolor no significa nada para él, pero tu determinación sí.
En ese momento apareció Bebur, con un teléfono móvil aferrado en una mano y una pistola Mauser en la otra. Estaba muy pálido.
—¿Has encontrado a alguien? —preguntó Khalif—. ¿Qué ha pasado?
—Es Mijaíl —dijo Bebur con voz monótona—. Lo han matado. Fue asesinado anoche en nuestra iglesia junto con uno de los sacerdotes. —Su expresión era fija y concentrada, tenía la espalda muy rígida, las piernas separadas y ligeramente flexionadas, las manos abiertas y preparadas. En resumen, era un soldado que había recibido un ascenso, comprendió Bravo—. Su esposa se despertó y vio que no había regresado a casa. Eso no la alarmó, pero cuando tampoco apareció por la tienda y no contestaba a sus llamadas, sus hijos fueron a la iglesia. Están furiosos, es comprensible.
Bravo salió del coche.
—¿Quién lo hizo? —De pie frente a Bebur, lo miró como si fuese la primera vez que lo veía, de soldado a soldado—. ¿Quién asesinó a Kartli?
—Damon Cornadoro.
Khalif arrojó el cigarrillo por la ventanilla, se deslizó de detrás del volante y se detuvo junto a Bravo.
—¿Estás completamente seguro? —le preguntó a Bebur.
Bebur asintió.
—A ambos los mataron con un cuchillo de remate: la firma de Cornadoro.
Se volvió al oír los pasos apresurados de Djura.
—Todo despejado —dijo Djura—. Hasta el momento.
Bravo dio un respingo.
—¿Has dicho un cuchillo de remate?
Bebur asintió.
—Sí, se puede saber…
—Lo sé, el cuchillo de remate está hecho para apuñalar, de modo que, cuando corta, la herida es inconfundible.
Kartli se lo había explicado cuando le dio la noticia de la muerte del padre Damaskinos. «Le habían rebanado el cuello de un modo muy particular —había dicho Kartli—. Conozco a alguien que mata de esa manera; es un asesino de los caballeros de San Clemente». La última pieza de ese demencial rompecabezas encajó finalmente en su sitio.
—Damon Cornadoro —dijo Bravo.
Los tres hombres lo miraron fijamente.
—¿Qué? —preguntó Khalif.
—No fue Jenny quien asesinó al padre Damaskinos en Venecia, sino Cornadoro.
Ahora tenía la prueba que necesitaba, ella había estado diciéndole la verdad todo el tiempo. Recordó su expresión de dolor cuando él le dijo que el padre Damaskinos estaba muerto. Su furia era tan grande que automáticamente había supuesto que ella había tomado parte en ese asesinato. Ahora sabía que la reacción de Jenny había sido auténtica. La lógica lo llevó nuevamente al padre Mosto. Jenny había afirmado que le habían tendido una trampa para que ella pareciera la culpable de esa muerte. Cornadoro era más que capaz de urdir ese plan, y él estaba en Venecia cuando el padre Mosto fue asesinado.
—Los hijos de Mijaíl exigen una venganza inmediata —dijo Bebur.
—Quieren que regresemos a la tienda para recibir instrucciones. —Djura miró fijamente a Bravo—. Ahora haremos lo que debemos hacer, sin ninguna interferencia por su parte.
—Cornadoro es un tipo listo, muy listo, lo sabéis bien —dijo Bravo—. Matarlo no será un trabajo sencillo, pero, ahora que conoce nuestras intenciones, seríais unos estúpidos si os enfrentaseis directamente a él.
Djura se lanzó hacia Bravo con las manos extendidas, pero Bebur se interpuso entre ambos.
Khalif alzó las manos.
—¿Es que ahora vamos a ser enemigos? —gritó.
—No somos enemigos. —Bebur empujó a Djura hacia atrás y miró a Bravo y a Khalif—. Pero no se equivoquen en cuanto a nuestras lealtades. No seguiremos sus órdenes.
—¿Aunque tengan sentido?
—No esperaremos a llegar a la mezquita. —Djura señaló uno de los altos edificios—. Allí arriba tendremos una posición ventajosa.
Khalif asintió, y Bravo sabía que no debía protestar. La decisión había sido tomada; para bien o para mal, la suerte estaba echada.
Mientras observaba a los dos hombres que cogían sus fusiles del asiento trasero del coche, Khalif escupió en el suelo.
—No los subestimes.
—No me gusta nada todo esto, es una decisión emocional.
—No, amigo mío, es una decisión comercial —dijo Khalif—. Al matar a Kartli, Cornadoro ha cruzado un límite inolvidable. Sus hijos no tienen otra elección. Para proteger sus intereses y protegerse a sí mismos, su venganza debe ser rápida y cruel. De otro modo, al olfatear la debilidad, llegarán los buitres y, a la larga, los hijos de Kartli perderán aquello por lo que Mijaíl trabajó tan duramente para construir.
En el piso once, Bebur insistió en abrir la puerta principal. Djura pasó junto a Bravo sin mostrar animosidad o rencor; su reacción hostil había sido puramente una cuestión del momento.
Una vez que se hubieron cerciorado de que el apartamento era seguro, permitieron que Khalif y Bravo entrasen. Bravo los observó cuando salieron cautelosamente a la terraza, que dominaba el camino particular de entrada al edificio y, mucho más abajo, la extensión azul del mar. A pesar de sus bravatas, el permanente sentido de la responsabilidad de esos hombres con respecto a su seguridad resultaba conmovedor.
Después de haber hablado entre sí, Djura volvió a entrar y se dirigió a la puerta principal del apartamento, presumiblemente para ir a cubrir la entrada de servicio que se encontraba en la parte trasera del edificio, mientras Bebur se agachaba en la terraza y vigilaba a través de la mira telescópica de su fusil, esperando la llegada del camión de Cornadoro.
Bravo lo llamó y, cuando Djura se volvió, atravesó el salón.
—Quiero que sepas que aprecio todo lo que estás haciendo. —Le tendió la mano—. Me alegro de teneros conmigo.
Djura lo miró fijamente a los ojos y, sin cambiar de expresión, cogió el antebrazo de Bravo con fuerza. Brazo hizo lo mismo. Ambos se saludaron como antiguos romanos en el que luego sería un campo de batalla cubierto de sangre en Erzurum o Tabriz.
Khalif llevó a Bravo a la cocina.
—¿Te apetece una cerveza? —preguntó con la mano apoyada en la puerta de la nevera.
—Debe de estar de broma.
Khalif se echó a reír. Accionando una palanca oculta, empujó la puerta y la nevera se desplazó, revelando una serie de habitaciones. Cuando entraron en el espacio oculto, Bravo vio que la nevera giraba sobre dos juegos de balancines ocultos.
El lugar de trabajo de Khalif era frío como el interior de la nevera a través de la cual habían llegado hasta allí. Estaba sellado, provisto de filtros de aire, y era completamente autónomo. Unas pesadas cortinas cubrían totalmente las ventanas y no permitían que se filtrase la luz exterior. Equipos electrónicos, muchos de ellos incomprensibles para Bravo, cubrían dos paredes desde el suelo hasta el techo. Era como una biblioteca del siglo xxi: desprovista de libros, o de cualquier otro material impreso, pero inundada de información que seguía llegando de forma invisible, tan mágicamente como los cubos llenos de agua del aprendiz de brujo.
Khalif se sentó en el centro de esa metrópolis de información secreta. Braverman, sentado junto a él, leyó en voz alta la lista de frecuencias que le había enviado Emma. Resultó que Khalif tenía copias electrónicas de todas ellas. A Bravo no le sorprendió en absoluto, teniendo en cuenta lo que había descubierto recientemente acerca de la metodología empleada por su padre para seguirle la pista a la identidad del traidor dentro de la orden.
El paso siguiente consistía en aislar el código del tío Tony, el parásito instalado en los intestinos del informe principal. Ahora no tenía ningún sentido tratar de descifrar los códigos, eso vendría después. Él quería averiguar quién había recibido el mensaje cifrado mientras estaba en ruta de Londres a Washington.
Esta tarea, sin embargo, resultó ser más sencilla de lo que había imaginado, ya que Khalif no tardó en descubrir un archivo electrónico —creado por Dexter Shaw— que contenía todos los códigos escondidos recuperados. Era evidente que Dexter había estado trabajando para descifrarlos. No había ningún registro que indicase el grado de éxito que había tenido, aunque Khalif buscó exhaustivamente en la base de datos.
—Déjeme echar un vistazo —pidió Bravo con impaciencia.
Khalif se apartó y él, con los dedos bailando sobre el teclado del ordenador, regresó a los informes originales tal como eran cuando salieron de Londres enviados por el tío Tony. En primer lugar, activó el analizador del espectro de audio para fijar con precisión el momento en que el código oculto había sido extraído del texto principal, pero, cuando ese intento falló, se vio obligado a pensar más profundamente en esa cuestión.
Estaba seguro de que su padre habría seguido esa misma línea de razonamiento. Habría utilizado el analizador del espectro y cualquier otro recurso electrónico para encontrar el momento preciso en que extrajeron el código oculto. Y él había fracasado. Bravo se apoyó en el respaldo de la silla, contemplando en silencio la pared cubierta de artilugios, tan sofisticados como el panel de control de una nave espacial, que titilaban y parpadeaban como un animal mudo. Necesitaba volver al principio, encontrar otra línea de razonamiento que no fuese tan obvia… que no se le hubiese ocurrido a su padre. Necesitaba conseguir que el animal mudo hablase.
Había otra manera, siempre había otra manera. Permaneció sentado inmóvil como una estatua, inmerso en una furiosa contemplación. Debía olvidarse de encontrar el momento preciso de extracción del código oculto, ése era un callejón sin salida. Entonces se le ocurrió que no había necesidad de permanecer dentro de la frecuencia de la orden, ya que ése era el comienzo del callejón sin salida. Si quería volver realmente el principio, era necesario que escuchase fuera de la frecuencia.
Le pidió a Khalif que analizara las frecuencias cercanas desde el comienzo del informe del tío Tony. Khalif hizo lo que le decía, pero nuevamente las lecturas no mostraron nada fuera de lo común. El maldito animal se negaba a hablar.
Djura se sentía bien mientras avanzaba cautelosamente a través de los intestinos de los bloques de hormigón del Sinope A Blok, con el Tac—50 cargado y perfectamente equilibrado en su mano. Se había quitado un gran peso de encima. Estar esposado al norteamericano lo enfurecía, aquel tipo se había metido bajo su piel como un erizo al que no podía llegar. Tal vez fuese un guerrero, pero no era de su sangre; podía traicionarlos en cualquier momento, como se sabía que hacían todos los estadounidenses cuando la tentación del dinero, el poder o la hegemonía cultural los llamaba. Su corrupción era completa, desde la carne hasta el alma. Su absoluta avaricia, la codicia sin límites, sería finalmente su ruina, Djura no tenía ninguna duda de ello. Pero hasta que no llegase ese momento con la velocidad de un rayo apocalíptico, su glotonería era una infección que debía evitarse a toda costa.