El testamento (67 page)

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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El testamento
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—Qué fácil le resulta mentir, georgiano. —Cornadoro se inclinó sobre Kartli—. ¿Acaso pensó que no lo descubriría?

Kartli lo miró impasible, en absoluto silencio. La conmoción inicial había pasado: la barbarie no podía afectarlo —había visto cosas peores en su época—, pero la pérdida, lo sabía, permanecería con él durante mucho tiempo.

—¿No quiere saber cómo lo descubrí?

Kartli escupió al rostro detestable. Sabía cómo tratar a los amantes de la muerte, Dios sabía que tenía una amplia experiencia en ese terreno. Muéstrales que tienes miedo y lo lamerán como si fuese crema. La boca de Cornadoro se torció en una parodia de una sonrisa.

Había algo peculiarmente ofensivo en esa mueca; con una sensación repelente, Kartli reconoció el matiz de la lujuria.

—Fue Irema. Sí, sí. Su encantadora hija, su joya. —La cabeza de Cornadoro estaba a escasos centímetros del rostro de Kartli; su tono íntimo transmitió el horror absoluto de sus palabras como ninguna otra cosa podría hacerlo—. Sus pechos pequeños y firmes, los pezones oscuros…

Kartli se revolvió, luchando contra la presión ejercida contra él.

—¡Está mintiendo, pedazo de mierda!

—Esa marca de nacimiento ovalada que tiene justo encima de la cadera izquierda (como un tatuaje, mejor aún) es muy sexy.

Kartli estalló, sus ojos salidos de las órbitas, el rostro encarnado.

—¡Lo mataré!

—Y la mejor parte, georgiano, es cómo folla.

Cornadoro hablaba para regodearse del momento. Kartli, mareado, podía sentir la lujuria del hombre, la inequívoca afirmación, el poder letal de sus palabras.

—Como un animal, envolviéndome con sus piernas, implorando más una y otra vez. Juro que podría ordeñar a un veterano.

Kartli gritó como seguramente habían gritado sus antepasados en los campos de batalla bañados de sangre. Con la mano izquierda cogió el extremo del clavo que sobresalía de la palma de su mano derecha y lo arrancó. De él brotó un chorro de sangre, pero no le importó, estaba más allá de sentir nada. Estaba invadido por una furia ciega. En alguna parte en el fondo de su mente, una voz de advertencia, de prudencia, sonó como un eco de otro tiempo, pero fue rápidamente ahogado por el latido marcial de su sangre.

—Eso es —medio canturreó Cornadoro como contrapunto a la amenaza del clavo—. Eso es, vamos.

La punta del clavo penetró en el músculo del hombro de Cornadoro. El georgiano era un hombre poderoso, más fuerte de lo que Cornadoro había previsto. Kartli trató de hacer girar el clavo, de hundirlo más profundamente, de abrir la carne del hombro de su atacante. Pero Cornadoro golpeó el oído del georgiano con tanta fuerza que la cabeza rebotó. Incluso en los hombres de constitución física más fuerte, un golpe así frenaba en seco el pensamiento y la acción. Cornadoro trató de arrebatarle el clavo mientras los ojos de Kartli se ponían en blanco y luchaba por no perder el conocimiento.

Guiado por el instinto, por la necesidad de sobrevivir, el georgiano levantó la rodilla entre las piernas del cadáver del padre Shota y la hundió en la ingle de Cornadoro. Luego el georgiano tiró del clavo hacia abajo. Cornadoro recibió en el bíceps la mayor parte del impacto y, con el canto de la mano, pesado y calloso, asestó un violento golpe en el costado del cuello de Kartli, justo en la arteria carótida. Aplicó una fuerte presión que llegaba directamente desde sus pies, arrebató el clavo de la mano del georgiano y, haciéndolo girar, lo introdujo en su pecho, justo debajo del esternón. Los ojos de Kartli se abrieron como platos. No profirió ningún sonido, aunque Cornadoro sabía que debía de estar sufriendo un terrible dolor. Su voluntad de vivir era, incluso según la experiencia de Cornadoro, realmente extraordinaria. Aún faltaba un último regalo, la revelación de un misterio.

—Sé lo que está pensando, georgiano —dijo Cornadoro—. Pero no es la religión, la política o el nacionalismo lo que me impulsa.

—Usted no es nada, es menos que nada porque no tiene ninguna creencia, no tiene fe, no tiene alma. —La voz de Mijaíl Kartli era un susurro ronco—. Con usted todo es comercio.

Cornadoro se echó a reír, súbitamente encantado.

—Al contrario, como le dije cuando nos conocimos, todo es información. Secretos, revelar lo desconocido; todo el mundo se vuelve vulnerable.

Los dedos de Kartli apretaron el cuello de Cornadoro en un último y desesperado esfuerzo, la lucha terminal por la supervivencia, y con un último y casi sobrehumano arranque casi consiguió dejarlo inconsciente. Pero la presión en su carótida lo había debilitado más allá de un umbral vital, interrumpiendo el flujo de sangre y oxígeno hacia el cerebro el tiempo suficiente para afectar su tiempo de reacción. Con un gruñido, Cornadoro recuperó el control, un control que para Mijaíl Kartli nunca terminaría.

—Lo he convertido en un hombre vulnerable, georgiano. —Cornadoro sujetó el cuello de Kartli con la otra mano—. He deshonrado a su hija. Hace dos horas ya estaba usted muerto.

Con su habitual precisión de cirujano, deslizó el cuchillo de remate en un breve arco que abrió el cuello del georgiano. Cornadoro estudió el rostro de Kartli como si, de alguna manera, pudiese absorber la chispa de vida a medida que ésta abandonaba sus ojos. Luego limpió el pequeño cuchillo en los pantalones de Kartli y se volvió. Para cuando hubo abandonado el confesonario, ya se había olvidado de sus dos víctimas.

Capítulo 28

M
IENTRAS el papa respiraba con dificultad en su sagrado lecho de enfermo, mientras el cardenal Canesi se paseaba por el corredor del hospital del Vaticano y seguía quemando los teléfonos móviles con amenazas y falsas promesas a todos los sacerdotes turcos que podía encontrar, Bravo y Adem Khalif emprendieron viaje hacia el monasterio de Sumela. El amanecer, al principio como una rosada concha abierta en el horizonte, había sido engullido por las nubes del mar Negro, que colgaban como una cortina húmeda y oscurecían los picos de las montañas. El aire era pesado como la grasa y se agitaba caprichosamente por una brisa reticente. El mar, a medida que ascendían por el terreno, parecía cada vez menos real, arrugado, sólido, como una plancha de papel de aluminio.

En otro tiempo habrían ascendido hacia el paso de Zigana a lomos de caballos de patas firmes o de fuertes burros cargados con productos con destino al interior de Anatolia o, si eran lo bastante emprendedores, más lejos, siguiendo la larga y traicionera ruta de las caravanas de camellos hasta Tabriz, en el norte de Persia. En su caso, el coche destartalado de Khalif tendría que hacer la travesía, escupiendo partículas de dióxido sulfúrico cada vez que cambiaba de marcha. El coche iba lleno: en el asiento trasero, los Glimmer Twins, fuertemente armados, consultaban sus teléfonos móviles como si fuesen el oráculo de Delfos. Los teléfonos, con conexión vía satélite al Sistema de Posicionamiento Global (GPS), les proporcionaban una visión aérea del viaje. Estaban en contacto con sus hermanos, la gente de Kartli, desplegados en posiciones estratégicas, controlando el tráfico a lo largo de la ruta del coche con potentes prismáticos de campaña.

El teléfono móvil de Bravo vibró en su bolsillo, pero cuando contestó la llamada la señal había desaparecido y no había registro alguno de quién había llamado. Entonces pensó en Emma, que debía de estar comprobando obedientemente la información de inteligencia que Dexter le había asignado. Descubrió cuánto necesitaba hablar con ella, como si el hecho de oír su voz pudiese devolver una apariencia del equilibrio que él había perdido con cada traición, con cada muerte.

Estudió el trozo de papel que su padre había enterrado debajo de la baldosa de
oltu tasi
en la mezquita Zigana, junto con la libreta de notas de Dexter. El código era muy largo, un verdadero grano en el culo, y Bravo tenía muchas dificultades para descifrarlo. Parte del problema residía en que el código parecía estar incompleto, pero él sabía que eso no era posible.

Junto a él, Khalif seguía desgranando historias del pasado de la orden, principalmente acerca de fray Leoni.

—Fray Leoni era un genio y un santo, y te diré por qué. ¿Has oído hablar de León Alberti?

Bravo lo miró brevemente.

—Por supuesto. Fue el padre del código Vigenère, el mayor descubrimiento criptológico en más de mil años. También era filósofo, pintor, compositor, matemático, poeta y arquitecto. Fue él quien diseñó la primera Fontana de Trevi en Roma, y fue su libro, el primero que se publicó sobre arquitectura, el que inició la transición del estilo gótico al renacentista.

—¿Y quién supones que consiguió que ese libro fuese publicado? —preguntó Khalif.

—No tengo ni idea.

Parte de su mente seguía trabajando aún en ese código complejo.

—Su buen amigo y confidente, el hombre de quien hemos aprendido la filosofía y la criptografía en la que se basa el código Vigenère: fray Leoni.

El interés de Bravo se avivó.

—O sea, que fray Leoni fue el padrino de ese código.

—Exacto. —Khalif asintió—. Poco después de haber asumido su cargo como
magister regens
, fray Leoni descubrió que una serie de códigos secretos de la orden habían sido interceptados y descifrados por los caballeros. Sabía que era fundamental que inventase un código que no pudiese descifrarse, y tenía la base de una idea. En lugar de un código de sustitución, fray Leoni quería trabajar sobre la noción de usar dos alfabetos cifrados de forma simultánea: la primera letra del mensaje se codificaría usando el primer alfabeto; la segunda, con el segundo alfabeto; la tercera letra con el primero, y así sucesivamente. Fray Leoni pensó, acertadamente, que el empleo de dos alfabetos en lugar del único usado tradicionalmente confundiría por completo a cualquiera que intentase descifrarlo. Con este fin reclutó a Alberti para que lo ayudase en su empresa.

»Esto sucedía alrededor del año 1425, pero Alberti murió antes de que él hubiese desarrollado por completo un método de cifrado. A lo largo de los años, fray Leoni recurrió a otros miembros de la orden: un abad alemán, un científico italiano y, finalmente, un diplomático francés, Blaise de Vigenère, que fray Leoni logró que fuese asignado a Roma. Esto ocurría en 1529. Fray Leoni le enseñó el tratado original de Alberti, junto con las notas de los otros miembros de la orden. A fray Leoni y Vigenère les llevó otros diez años de trabajo antes de que el código fuese diseñado hasta alcanzar la perfección.

—Y durante los siguientes doscientos años o más fue indescifrable, de modo que debió de resultar de enorme utilidad para la orden —dijo Bravo—. El criptógrafo británico Charles Babbage descifró el código Vigenère en 1854.

—Ah, pero su descubrimiento no fue publicado nunca en su época. —Khalif se desvió brevemente del camino para superar a un rebaño de cabras que los miraron con sus rasgados ojos de demonios—. No fue hasta la década de los años setenta que…

—Espere un momento —dijo Bravo—, ¿no me estará diciendo que la orden tuvo algo que ver con la censura del descubrimiento de Babbage?

—Charles Babbage era miembro de la orden.

—¿Qué? Explíqueme eso.

—Bajo ninguna circunstancia. —Con una maniobra arriesgada, Khalif invadió el carril contrario para pasar a un camión cuyo motor diésel parecía al borde de producir un último estertor mecánico—. En esto debo actuar como el abogado de tu padre. Tienes la información necesaria para encontrar la solución por ti mismo.

El espejo retrovisor reveló que los Glimmer Twins estaban enfrascados en sus emocionantes conversaciones. Todo marchaba bien, entonces. Bravo trató de no mostrarse excesivamente satisfecho, pero no podía evitarlo. Finalmente, las cosas estaban saliendo como él quería. Excepto por ese jodido código que su padre le había dejado y cuya clave aún le resultaba esquiva.

Orientó nuevamente sus pensamientos hacia el problema que Khalif había propuesto y dijo:

—Si yo fuese fray Leoni y hubiera dedicado tanto tiempo y tanta energía mental a la creación de ese código polialfabético, si dependiera de él para las comunicaciones secretas de la orden, me aseguraría de que nadie pudiera descifrarlo.

—¿Y cómo lo harías?

—Utilizaría el mismo método que había usado para crearlo: pondría un equipo a trabajar para descifrarlo.

El guiño del ojo de Adem Khalif alentó a Bravo; estaba en el buen camino.

—¿Y una vez que lo hubiesen descifrado?

—Me aseguraría de que nadie lo supiera hasta que no consiguiera crear otro código más seguro. Algo que la orden debió de conseguir en la década de los setenta.

—Así es.

Bravo meneó la cabeza con un gesto de asombro.

—Y, poco después, se hizo público el descubrimiento de Babbage.

—Eso fue obra de tu padre. —Khalif lo miró brevemente—. Tú sabes que fue tu padre quien inventó el nuevo código: la Cuerda del Ángel. Después de la muerte de fray Leoni varias décadas antes, fue tu padre quien recogió el testigo. Yo creo que Dexter tenía una especie de vínculo casi místico con fray Leoni. —Se encogió de hombros—. Tal vez (como comprenderás, no lo sé a ciencias cierta) tu padre se las ingenió para conocer a fray Leoni. No me mires de esa manera, es del todo posible, ¿sabes? Cuando se proponía algo, casi siempre lo conseguía.

La Cuerda del Ángel era una creación de Dexter. Bravo debería haberlo sabido porque su padre le había contado cómo había sido descifrado el código Vigenère: se había creado un método para determinar la longitud de la palabra clave. A continuación el código había sido descompuesto en secciones que se correspondían con ese número de letras. Estos fragmentos manejables fueron luego analizados para encontrar la frecuencia de las letras. La idea general del código del siguiente nivel, según le había explicado su padre, consistía en eliminar la palabra clave. Pero entonces el codificador quedaría atascado en una jungla de alfabetos múltiples sin un lugar para empezar su cifrado.

Entonces algo hizo clic en su cabeza. Bravo buscó el encendedor que su padre le había dejado, lo abrió y sacó la fotografía de Junior. Era extraño que Dexter hubiese escogido esa foto en blanco y negro que había sido coloreada a mano: rojo, azul, verde… De hecho, ahora que miraba la foto detenidamente, el rostro de Junior era amarillo, no color carne.

Abrió la libreta de notas de su padre por una página en blanco y apuntó los colores del espectro visible. Comenzaba con rojo y acababa con púrpura. Asignando un número a cada color obtuvo 1543. De modo que debía utilizar el primero, el quinto, el cuarto y el tercer alfabetos en ese orden. Volviendo a la cuadrícula de Vigenère que había utilizado antes, comenzó a descifrar el código.

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