Lucy escuchó al jardinero con el mayor interés y cortesía. El viejo se apoyó contra la pared, dispuesto a continuar su narración. Le gustaba mucho más hablar que trabajar.
—Él viejo amo murió antes de la guerra. Tenía un genio terrible. Y no hacía falta motivos para que rabiara.
—¿Y el actual Mr. Crackenthorpe vino a vivir aquí después de morir el padre?
—Vino él y su familia, sí. Ya empezaban a ser todos mayores por aquellas fechas.
—Pero seguramente... Oh, ya lo veo, se refiere usted a la guerra de 1914.
—No, no es eso. Murió en 1928, esto es lo que quería decir.
Lucy pensó que efectivamente 1928 era una fecha "anterior a la guerra", aunque no era ésa la manera en que ella la hubiera designado.
—Bien, me figuro que está usted deseando continuar su trabajo. No debe permitirme que lo entretenga.
—Oh —contestó el viejo Hillman—. No hay mucho que hacer a esta hora del día. Hay poca luz.
Lucy volvió a casa deteniéndose para explorar un bosquecillo de abedules y azaleas.
Encontró a Emma Crackenthorpe en el vestíbulo, leyendo una carta que acababa de llegar con el correo de la tarde.
—Mañana llega mi sobrino con un compañero de colegio. La habitación de Alexander es la que está situada sobre el porche. La inmediata la ocupará James Stoddart–West. Usarán el cuarto de baño de enfrente.
—Sí, miss Crackenthorpe. Cuidaré de que las habitaciones estén listas.
—Llegarán por la mañana, antes del almuerzo. —Y añadió, tras un momento de vacilación—: Supongo que llegarán hambrientos.
—Seguro que sí. ¿Rosbif le parece bien? ¿Y una tarta?
—A Alexander le gustan mucho las tartas.
Los dos muchachos llegaron a la mañana siguiente. Ambos iban muy bien peinados, con caras sospechosamente angelicales y modales perfectos. Alexander Eastley tenía el pelo rubio y los ojos azules. Stoddart–West era moreno y usaba gafas.
Durante el almuerzo conversaron con gravedad sobre los acontecimientos del mundo deportivo, con referencias sueltas a las últimas novelas de ciencia ficción. Sus maneras eran las de un par de viejos profesores discutiendo artefactos paleolíticos. En comparación con ellos, Lucy se sentía muy joven.
El solomillo desapareció en un momento y no quedó una miga de la tarta.
—A este paso tendré que vender la casa para daros de comer —gruñó Crackenthorpe.
Alexander le dirigió una mirada de reproche.
—Comeremos pan y queso si no puedes comprar carne, abuelo.
—¿Si no puedo? Sí puedo. Pero no me gusta el desperdicio.
—No hemos desperdiciado nada, señor —observó Stoddart–West, mirando su plato, que era buena prueba de ello.
—Vosotros, muchachos, coméis el doble de lo que yo como.
—Estamos en la edad del crecimiento —explicó Alexander—. Necesitamos tomar muchas proteínas.
Cuando los dos muchachos dejaron la mesa, Lucy oyó que Alexander decía a su amigo, a modo de excusa:
—No tienes que hacerle caso a mi abuelo. Está a régimen, o algo así, y eso le vuelve algo raro. Además es terriblemente tacaño. Creo que debe tener un complejo de algún tipo.
—Yo tenía una tía que siempre estaba pensando que iba a arruinarse —comentó James con expresión comprensiva—. En realidad tenía dinero a carretadas. Decía el médico que era patológico. ¿Tienes una pelota de fútbol, Alex?
Lucy salió después de recoger la mesa y lavar la vajilla. Oía a los muchachos llamándose a lo lejos. Por su parte, siguió la dirección opuesta por el camino de entrada y desde allí se encaminó directamente hacia las grandes masas de rododendros. Empezó a buscar cuidadosamente apartando las hojas. Pasaba de una mata a otra y, con el palo de golf, tanteaba entre las ramas cuando la sobresaltó la voz de Alexander Eastley.
—¿Está buscando algo, miss Eyelesbarrow?
—Una pelota de golf —contestó Lucy prestamente—. Mejor dicho, varias pelotas. He estado practicando casi todas las tardes y he perdido unas cuantas. Ya es hora de que intente recuperar alguna.
—Nosotros la ayudaremos —se ofreció Alexander.
—Muy amable de tu parte. Creía que estabais jugando al fútbol.
—No se puede estar siempre dándole al balón —explicó James—. Se suda demasiado. ¿Juega mucho al golf?
—Me gusta mucho, pero no tengo muchas oportunidades de jugar.
—Ya me lo figuro. Usted cocina aquí, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Guisó la comida de hoy?
—Sí. ¿Estaba buena?
—Sencillamente maravillosa —afirmó Alexander—. En el colegio nos dan una carne detestable, demasiado hecha. A mí me gusta la carne de ternera rosada y jugosa por dentro. Y la tarta estaba riquísima.
—Debes decirme qué platos prefieres.
—¿Podría hacernos un día merengue de manzana? Es mi postre favorito.
—Naturalmente.
Alexander lanzó un suspiro de satisfacción.
—Hay un golf en miniatura debajo de la escalera. Podríamos colocarlo en el campo y practicar un poco con el putter. ¿Qué te parece, Stoddart?
—¡Bien! —gritó James, con un deje australiano.
—En realidad, no es australiano —explicó Alexander cortésmente—. Pero intenta hablar como ellos, porque su familia se lo llevará a ver el Test Match
[1]
el año que viene.
Animados por Lucy, salieron en busca del juego de golf. Más tarde, cuando Lucy volvía a la casa, los encontró instalándolo en el jardín y discutiendo sobre la posición de los números.
—No lo queremos como un reloj —le explicó James—. Eso es cosa de niños. Queremos tener unos tiros largos y cortos. Es una lástima que los números estén tan enmohecidos. Apenas se ven.
—Necesitan un toque de pintura blanca —dijo Lucy—. Podríais traerla y pintarlos.
—Buena idea —respondió Alexander entusiasmado—. Creo que hay algunas latas de pintura en el granero grande. Las dejaron los pintores en las últimas vacaciones. Vamos a ver si las encontramos.
—¿El granero grande? —preguntó Lucy.
Alexander señaló un gran edificio de piedra situado a cierta distancia de la casa, cerca del camino posterior.
—Es muy antiguo. El abuelo dice que es de la época isabelina, pero eso es pura fanfarronería. Pertenecía a la granja original. Mi bisabuelo la derribó y en su lugar levantó esta horrible casa. Gran parte de la colección de mi abuelo está en el granero. Cosas que trajo del extranjero cuando era joven. La mayor parte de ellas son cosas bastante horrorosas. El granero se utiliza a veces también para las subastas y tómbolas. Venga a verlo. Es interesante.
Lucy los acompañó con agrado.
El granero tenía una gruesa puerta de roble claveteada.
Alexander cogió la llave de un clavo oculto por la hiedra a la derecha de la puerta. Le dio la vuelta en la cerradura, empujó la puerta y entraron.
Lucy tuvo la sensación de encontrarse en un museo del mal gusto. Las cabezas de dos emperadores romanos de mármol la miraban con ojos saltones. Había un sarcófago del último período grecorromano, una Venus de sonrisa boba que se sujetaba la túnica a punto de caerse. Además de estas obras de arte, había un par de mesas plegables, algunas sillas amontonadas y otros objetos diversos, tales como una segadora oxidada, dos cubos, un par de asientos de coche apolillados y un banco de jardín verde que había perdido una pata.
—Creo que la pintura estaba por aquí —dijo Alexander vagamente. Fue hasta un rincón, donde apartó una andrajosa cortina que lo tapaba.
Encontraron un par de latas de pintura y unos pinceles resecos.
—Necesitaréis también un poco de aguarrás —indicó Lucy.
No encontraron ni una sola lata de aguarrás. Los muchachos propusieron ir en sus bicicletas a la droguería y Lucy se mostró de acuerdo, pensando que los mantendría entretenidos por algún tiempo.
—Convendría hacer aquí una buena limpieza —comentó cuando los muchachos ya salían.
—Yo no me molestaría —señaló Alexander—. Lo limpian cuando hay que utilizarlo para algo, pero prácticamente no se usa nunca en esta época del año.
—¿Dejo la llave en el clavo? —preguntó Lucy—. ¿Es allí donde se guarda?
—Sí. Aquí no hay nada que robar. Nadie querría estos horribles trastos de mármol y, además, pesan una tonelada.
Lucy asintió. Era imposible sentir admiración por la sensibilidad artística de Mr. Crackenthorpe. Parecía tener un instinto infalible para elegir lo peor de cada período.
Echó una ojeada al granero. Su mirada se detuvo en un sarcófago.
Aquel sarcófago.
En el interior del granero el aire olía a rancio, como si no se hubiese ventilado desde hacía mucho tiempo. Se acercó al sarcófago. Su tapa era pesada y ajustaba bien. Lucy lo miró reflexionando.
Salió del granero, fue a la cocina y volvió con una gruesa palanca.
No era un trabajo fácil, pero Lucy no se rindió.
La tapa empezó a levantarse despacio, movida por la palanca.
Se levantó lo suficiente para que Lucy viese lo que contenía el interior.
Pocos minutos después, Lucy, algo pálida, salió del granero, cerró la puerta y dejó la llave en su sitio. Fue rápidamente a los establos, sacó el coche y salió de la finca por el camino trasero. Se detuvo en la oficina de correos, entró en la cabina telefónica, echó una moneda y marcó un número. —Deseo hablar con miss Marple. —Está descansando, señorita. Hablo con miss Eyelesbarrow, ¿verdad?
—No voy a molestarla, señorita. Es una anciana y necesita descanso.
—Pues debe hacerlo. Es urgente.
—No pienso hacerlo.
—Haga lo que le digo inmediatamente.
Cuando quería, su voz era tan dura como el acero. Y Florence sabía cuando debía someterse a la autoridad.
Miss Marple no tardó en atender la llamada:
—Diga, Lucy.
Lucy inspiró con fuerza.
—Tenía usted toda la razón. Lo he encontrado.
—¿El cuerpo de una mujer?
—Sí. Una mujer con un abrigo de piel. Está en un sarcófago de piedra, en un granero que es como un museo, cerca de la casa. ¿Qué quiere usted que haga? Tendría que informar a la policía.
—Sí. Debe informar a la policía. En seguida.
—¿Y que les digo? ¿Qué pasa con usted? Lo primero que querrán saber es por qué he levantado una tapa que pesa toneladas sin ninguna razón aparente. ¿Quiere que invente una excusa? Puedo hacerlo.
—No es necesario. Lo único que debe hacer es decir la verdad —contestó miss Marple con su voz seria y amable.
—¿Acerca de usted?
—Acerca de todo.
En el blanco rostro de Lucy apareció una sonrisa.
—Eso será fácil. ¡Pero imagino que les costará un poco creerlo!
Colgó el teléfono, esperó un momento y llamó a la comisaría de policía.
—Acabo de descubrir un cadáver en un sarcófago, en el granero de Rutherford Hall.
—¿Cómo dice?
Lucy repitió su declaración y, anticipándose a la siguiente pregunta, dio su nombre.
Regresó a la finca, guardó el coche y entró en la casa.
En el vestíbulo se detuvo un momento para pensar.
Luego asintió bruscamente y entró en la biblioteca, donde miss Crackenthorpe ayudaba a su padre a resolver el crucigrama del The limes.
—¿Puedo hablar un momento con usted, miss Crackenthorpe?
Emma alzó la mirada y al ver una sombra de aprensión en el rostro que Lucy, lo atribuyó a cuestiones de orden doméstico. Era la fórmula habitual del personal de servicio para anunciar su inmediata partida.
—Bien, hable, muchacha, hable —intervino el viejo Crackenthorpe, con irritación.
—Preferiría que hablásemos en privado —insistió Lucy sin hacer caso del viejo.
—Tonterías —protestó Crackenthorpe—. Diga de una vez lo que tenga que decir.
—Un momento nada más, padre. —Emma se levantó y fue hacia la puerta.
—Qué tontería. Seguro que no corre prisa —insistió el viejo, enojado.
—Me temo que sí —replicó Lucy.
—¡Qué impertinencia! —exclamó Crackenthorpe.
Emma salió al vestíbulo. Lucy la siguió sin olvidarse de cerrar la puerta tras ellas.
—¿Sí? —empezó Emma—. ¿De qué se trata? Si cree que con la visita de esos muchachos hay demasiado trabajo, yo puedo ayudarla y...
—No se trata de eso. No he querido hablar delante de su padre porque he considerado que en su estado podría sufrir un fuerte sobresalto. Acabo de descubrir el cuerpo de una mujer asesinada en ese gran sarcófago del granero.
Emma Crackenthorpe la miró atónita.
—¿En el sarcófago? ¿Una mujer asesinada? ¡Es imposible!
—Me temo que es enteramente cierto. He llamado a la policía. Llegarán aquí de un momento a otro.
Las mejillas de Emma enrojecieron ligeramente.
—Debía habérmelo dicho primero a mí, antes de avisar a la policía.
—Lo siento.
—No la he oído llamarlos —y la mirada de Emma se dirigió al teléfono colocado sobre la mesa del vestíbulo.
—He llamado desde la oficina de correos, al final de la calle.
—¡Vaya! ¿Por qué no desde aquí?
Lucy musitó una excusa.
—No quería que los muchachos me oyeran.
—Ya veo. Sí, ya veo. ¿Va a venir entonces la policía?
—Ya están aquí —contestó Lucy mientras en el exterior sonaba el chirrido de los frenos de un coche, seguido inmediatamente por el sonido del timbre.
—Siento, siento mucho haber tenido que pedirle esto —se disculpó el inspector Bacon.
Sujetando a Emma Crackenthorpe por el brazo, la condujo fuera del granero. Emma estaba muy pálida y parecía a punto de vomitar, pero caminaba muy erguida.
—Estoy segura de no haber visto a esa mujer en toda mi vida.
—Le estamos muy agradecidos, miss Crackenthorpe. Es todo lo que necesitaba saber. ¿Quizá preferirá usted echarse?
—Tengo que cuidar de mi padre. Llamé al doctor Quimper en cuanto me enteré de esto, y está con él ahora.
El doctor Quimper salió de la biblioteca cuando cruzaban el vestíbulo. Era un hombre alto, de expresión jovial y con una actitud informal y un tanto cínica que sus pacientes encontraban muy estimulante.
Cambió una inclinación de cabeza con el inspector.
—Miss Crackenthorpe acaba de afrontar una tarea poco grata con gran entereza —comentó Bacon.
—Bravo, Emma —dijo, dándole una palmadita en el hombro—. Usted sabe mantenerse firme. Siempre lo he dicho. Su padre está perfectamente. Entre un momento a decirle algo, luego vaya al comedor y tómese una copa de brandy. Por prescripción facultativa.