—Sentaos, Sparhawk. Todavía queda mucho por presenciar.
—No debe de participar mucha gente en ese acto.
—¿Qué averiguaríais si bajáis a la calle y destrozáis el edificio y acabáis con la gente del interior? Sentaos, observad y aprenderéis algo.
—Estoy obligado a enfrentarme a ellos, Sephrenia. Mi juramento como caballero incluía ese compromiso. Hemos reaccionado así durante quinientos años.
—Olvidad ese juramento. Esto es más importante.
Sparhawk se desplomó en la silla, atribulado e indeciso.
—¿Qué pretenden? —inquirió.
—Ya os lo he dicho: llaman al espíritu de Azash, lo que implica, sin duda, que son zemoquianos.
—¿Por qué han entrado entonces esos elenios? El cammoriano, el lamorquiano y la mujer de Kelosia.
—Creo que reciben instrucciones. Los zemoquianos no vinieron aquí para aprender sino para impartir enseñanzas, lo cual reviste una especial gravedad, Sparhawk. Significa el peligro más mortífero que podríais llegar a imaginar.
—¿Qué hacemos?
—Por el momento, aguardar aquí sentados y observar.
Sparhawk sintió nuevamente la misma presión detrás de las orejas, en la nuca, y luego un fuerte hormigueo que pareció recorrerle las venas.
—Azash ha respondido a su llamada —declaró tranquilamente Sephrenia—. Resulta de gran importancia que permanezcamos tranquilos y mantengamos neutrales nuestros pensamientos. Azash puede captar la hostilidad que va dirigida hacia él.
—¿Por qué participan los elenios en un ritual dedicado a Azash?
—Seguramente por las recompensas que esperan conseguir por adorarlo. Cuando lo desean, los dioses mayores siempre agradecen generosamente los servicios prestados.
—¿Qué tipo de don podría compensar la pérdida de la propia alma?
—Tal vez la longevidad —repuso Sephrenia, encogiéndose casi imperceptiblemente de hombros en medio de la creciente oscuridad—. Riqueza, poder y, en el caso de la mujer, belleza. También podrían obtener otras gracias que no oso atraer a mi mente. Azash es retorcido y tergiversa rápidamente la personalidad de quienes le rinden culto.
Abajo, en la calle, un trabajador arrastraba sobre los adoquines una carretilla traqueteante y llevaba una antorcha en la mano. Tomó una tea apagada del carro y, tras introducirla en un anillo de hierro adosado a la pared de la tienda, la encendió.
—Estupendo —murmuró Sephrenia—. Así podremos verlos cuando salgan.
—Ya los hemos visto antes.
—Me temo que ahora tendrán un aspecto distinto.
Se abrió la puerta de la morada estiria y en su umbral apareció el cammoriano de atavíos de seda. Cuando cruzó el círculo de luz que despedía la antorcha, Sparhawk advirtió la palidez de su rostro y el horror que inundaba sus ojos.
—Ése no volverá —aseguró Sephrenia con calma—. Probablemente durante el resto de su vida intentará expiar su incursión en el mundo de las sombras.
Minutos después, el lamorquiano de acerada coraza salió al callejón. Tenía la mirada ardiente y una expresión de crueldad salvaje deformaba su cara. Sus guardaespaldas caminaban impávidos junto a él.
—Perdido —anunció con un suspiro Sephrenia.
—¿Cómo?
—Él lamorquiano se ha perdido. Azash ha tomado posesión de él.
Entonces salió de la casa la dama kelosiana. Su vestido púrpura aparecía negligentemente abierto y dejaba al descubierto su cuerpo desnudo. Al aproximarse a la luz, Sparhawk contempló sus ojos vidriosos y las manchas de sangre que salpicaban su piel. Su robusto ayudante trató de cerrar la parte delantera de su atuendo, pero la mujer musitó algo, le apartó la mano y continuó a través de la calle, mostrando ostentosamente su desnudez.
—Esa mujer está definitivamente perdida —comentó Sephrenia—. A partir de ahora será peligrosa. Azash la ha recompensado con poderes. —Frunció el entrecejo—. Me siento tentada a proponeros que la sigamos y le demos muerte.
—No estoy seguro de que pueda matar a una mujer, Sephrenia.
—Ya no es una mujer. No obstante, al decapitarla, provocaríamos cierto alboroto en Chyrellos.
—¿Hemos de decapitarla?
—Sólo así tendríamos la certeza absoluta de su muerte. Me parece que hemos presenciado lo suficiente, Sparhawk. Regresemos al castillo para hablar con Nashan. Creo que mañana deberíamos informar de lo sucedido a Dolmant. La Iglesia dispone de medios para contrarrestar este tipo de peligros —dijo antes de levantarse.
—Permitid que os lleve la espada.
—No, Sparhawk. Yo debo soportar su peso —afirmó, a la vez que ocultaba el arma bajo los pliegues de su vestido. A continuación se dirigió hacia la puerta.
Bajaron las escaleras y el vendedor salió de la trastienda frotándose las manos.
—¿Alquilaréis las habitaciones? —inquirió animosamente.
—Resultan completamente inadecuadas —respondió despectivamente Sephrenia—. No instalaría ni al perro de mi amo en un lugar semejante —añadió con semblante pálido, mientras temblaba perceptiblemente.
—Pero…
—Abrid el cerrojo, compadre —ordenó Sparhawk—, y nos pondremos en camino.
—Entonces, ¿por qué os habéis demorado tanto en su inspección?
Sparhawk asestó al tendero una fría y dura mirada que le hizo tragar saliva, antes de encaminarse a la puerta.
Afuera,
Faran
permanecía en actitud protectora junto al palafrén de Sephrenia. Sobre el empedrado, bajo sus cascos, se veía un pedazo rasgado de burda tela.
—¿Han surgido problemas? —inquirió Sparhawk.
Faran
resopló burlonamente.
—Ya veo —dijo Sparhawk.
—¿De qué hablabais? —preguntó cansinamente Sephrenia cuando Sparhawk la ayudaba a montar.
—Alguien intentó robar vuestro caballo —explicó, con un encogimiento de hombros—.
Faran
lo convenció de la inconveniencia de tal acto.
—¿De veras podéis comunicaros con él?
—Conozco de manera aproximada lo que piensa. Hemos pasado mucho tiempo juntos.
Después saltó sobre el caballo y salieron de la calle en dirección al castillo de los pandion.
Habían recorrido alrededor de media milla cuando Sparhawk tuvo un presentimiento. Instantáneamente su reacción consistió en arrimar a
Faran
contra el blanco palafrén. El caballo de menor envergadura dio un bandazo en el preciso momento en que una saeta de ballesta hendió rauda el espacio donde se hallaba Sephrenia un instante antes.
—¡Galopad, Sephrenia! —gritó, mientras la flecha se clavaba en la pared de la casa de enfrente.
Miró hacia atrás y desenvainó la espada. Sephrenia aguijoneó los flancos de su blanca montura y salió de estampida con un ruidoso galope. Sparhawk, que la seguía, le cubría la espalda con su propio cuerpo.
Tras haber atravesado varios cruces, Sephrenia aminoró la marcha.
—¿Lo habéis visto? —preguntó a la vez que empuñaba la espada de Lakus.
—No era necesario. Una ballesta implica que el atacante era lamorquiano. Sólo ellos utilizan ese tipo de arco.
—¿El mismo que ha estado en la casa con los estirios?
—Probablemente, a menos que últimamente hayáis cambiado vuestro habitual comportamiento y os dediquéis a ofender a otros lamorquianos. ¿Cabe la posibilidad de que Azash o alguno de sus zemoquianos hayan percibido vuestra presencia?
—Es posible —concedió Sephrenia—. Nadie conoce de manera cierta hasta dónde alcanza el poder de los dioses mayores. ¿Cómo habéis sabido que iban a atacarnos?
—Me imagino que la intuición se desarrolla con la práctica. He aprendido a detectar cuándo me apuntan con un arma.
—Creí que iba dirigida contra mí.
—Resulta similar, Sephrenia.
—Bueno, erraron el tiro.
—Esta vez. Le diré a Nashan que os consiga una buena cota de malla.
—¿Os habéis vuelto loco, Sparhawk? —protestó—. El peso me tumbaría de espaldas, y no podría soportar ese horrible olor.
—Es preferible sufrir el peso y la pestilencia que una flecha clavada en la espalda.
—Rehúso totalmente llevarla.
—Veremos. Guardad la espada y proseguiremos. Necesitáis descansar, y, además, quiero que os halléis a salvo en el castillo antes de que a alguien se le ocurra dispararos nuevamente.
Al día siguiente, a media mañana, sir Bevier, un caballero cirínico de Arcium, llamó a la puerta de la fortaleza pandion en Chyrellos. Su armadura protocolaria estaba barnizada con un reluciente color plateado y su sobreveste era blanca. Su yelmo carecía de visera, pero poseía, por el contrario, formidables piezas de protección para las mejillas y la nariz. Desmontó en el patio, colgó su escudo y su hacha en la silla y se quitó el yelmo. Bevier era joven y delgado. Su tez aceitunada quedaba enmarcada por unos cabellos rizados de un color negro azulado.
Ceremoniosamente, Nashan, junto con Sparhawk y Kalten, descendió las escaleras del edificio para recibirlo.
—Nuestra casa se honra con vuestra presencia, sir Bevier —saludó.
—Mi señor —replicó Bevier, al tiempo que inclinaba rígidamente la cabeza—. El preceptor de mi orden me encargó haceros llegar su saludo.
—Gracias, sir Bevier —exclamó Nashan, algo desconcertado por la estricta formalidad del joven caballero.
—Sir Sparhawk —dijo a continuación Bevier tras volver a inclinar la cabeza.
—¿Nos habíamos visto antes, Bevier?
—Nuestro preceptor me describió vuestro aspecto, mi señor Sparhawk, así como el de vuestro compañero sir Kalten. ¿Han llegado ya los demás?
—No —repuso Sparhawk—. Vos sois el primero.
—Entrad, sir Bevier —lo invitó Nashan—. Os asignaremos una celda para que podáis desprenderos de vuestra armadura, y os llevarán comida caliente de la cocina.
—Si no representa una molestia, mi señor, ¿podría visitar antes vuestra capilla? He cabalgado durante varios días y siento una profunda necesidad de orar en un lugar consagrado.
—Por supuesto —concedió Nashan.
—Nos ocuparemos de vuestro caballo —indicó Sparhawk al joven caballero.
—Gracias, sir Sparhawk —respondió Bevier con una leve reverencia antes de subir las escaleras detrás de Nashan.
—Oh, hemos hallado un alegre compañero de viaje —comentó irónicamente Kalten.
—Se desentumecerá cuando nos conozca mejor —auguró Sparhawk.
—Espero que estés en lo cierto. Había oído que a los cirínicos les agrada la formalidad, pero creo que nuestro joven amigo tiende a extremar esa característica. —Entonces desató con curiosidad el hacha de la silla—. ¿Te imaginas un ataque con esta arma? —preguntó con un estremecimiento.
El arma constaba de una hoja de dos pies de ancho coronada en la punta por un acerado pico similar al de un halcón. Su pesado mango medía unos cuatro pies de longitud.
—Con esto se podría desnudar a un hombre de su armadura de la misma forma en que se saca una ostra de su concha.
—Supongo que se ideó para ese objetivo. Resulta bastante intimidatoria, ¿verdad? Ponla en su sitio, Kalten. No juegues con las pertenencias ajenas.
Después de realizar sus plegarias y desembarazarse de la armadura, sir Bevier se reunió con ellos en el lujoso estudio de Nashan.
—¿Os han enviado algo de comer? —inquirió Nashan.
—No es necesario, mi señor —respondió Bevier—. Si así me lo permitís, cenaré con vos y vuestros caballeros en el refectorio.
—Desde luego —replicó Nashan—. Estaremos encantados de compartir nuestra cena con vos.
Cuando Sparhawk le presentó a Sephrenia, el joven se inclinó profundamente ante ella.
—He oído hablar mucho de vos, señora —la saludó—. Nuestros profesores de secretos estirios os tienen en gran estima.
—Sois muy amable, caballero. No obstante, mis habilidades son deudoras de la edad y de la práctica, no de ninguna virtud especial.
—¿La edad, Sephrenia? De ningún modo. No podéis sobrepasar en mucho mi edad, y aún me faltan varios meses para cumplir los treinta. El esplendor de la juventud no ha abandonado todavía vuestras mejillas y os doy mi palabra que vuestros ojos casi me deslumbran con su fulgor.
Sephrenia le sonrió afectuosamente y luego miró con aire crítico a Kalten y a Sparhawk.
—Espero que ambos prestéis atención a sus palabras —dijo—. Un poco de caballerosidad no os perjudicaría en absoluto.
—Nunca he sido un experto diplomático —confesó Kalten.
—Ya había reparado en ello —observó Sephrenia—. Flauta —llamó después con tono cansado—, deja ese libro, por favor. Te he pedido muchas veces que no toques ninguno.
Unos días más tarde, llegaron cabalgando juntos sir Tynian y sir Ulath. Tynian era un jovial caballero alcione de Deira, el reino que se extendía al norte de Elenia. Su amplio rostro expresaba franqueza y amistad, y sus hombros y pecho lucían una poderosa musculatura, moldeada gracias a soportar la armadura deirana, la más pesada del mundo, durante muchos años. Encima de su compacta protección metálica llevaba una capa azul cielo. La estatura de Ulath, el fornido caballero genidio, era un palmo más elevada que la de Sparhawk. En lugar de armadura vestía una sencilla cota de malla, que cubría con una capa de color verde, y un simple yelmo cónico. Iba armado con un gran escudo redondo y una maciza hacha de guerra. El caballero genidio era un hombre reservado que hablaba en raras ocasiones. Sus rubios cabellos colgaban en dos trenzas sobre su espalda.
—Buenos días, caballeros —saludó Tynian a Sparhawk y a Kalten mientras desmontaba en el patio del castillo. Luego, los miró detenidamente—. Vos debéis de ser sir Sparhawk —apuntó—. Nuestro preceptor nos describió vuestra nariz desviada. —Le dedicó una sonrisa—. Os favorece, Sparhawk. No malogra en absoluto vuestra apostura.
—Voy a confraternizar con este hombre —afirmó Kalten.
—Vos tenéis que ser Kalten —añadió Tynian.
Después le tendió la mano, y Kalten la tomó sin advertir que el alcione ocultaba en su palma un ratón muerto. Con un juramento, Kalten retiró velozmente la mano mientras Tynian estallaba en carcajadas.
—Creo que también me unirá una buena relación con él —observó Sparhawk.
—Mi nombre es Tynian —se presentó el caballero alcione—. Mi silencioso acompañante es Ulath de Thalesia. Se reunió conmigo hace unos días. Desde entonces, no ha pronunciado más de diez palabras.
—Ya habláis vos lo suficiente —gruñó Ulath, al tiempo que descendía del caballo.
—Reconozco que esa verdad es irrefutable —admitió Tynian—. Tengo una debilidad especial por escuchar el sonido de mi propia voz.