Berit miró airadamente al chiquillo.
—No me peguéis —pidió Talen, a la vez que retrocedía—. Habíamos acordado que si yo prestaba atención a vuestras clases no volveríais a golpearme.
—¿Acaso dispones tú de alguna idea mejor? —consultó Berit.
—De varias —respondió Talen tras asomarse por el antepecho—. ¿Patrullan los soldados las calles que rodean la fortaleza?
—Sí —respondió Sparhawk.
—No comporta un grave inconveniente, aunque resultaría más sencillo si no se pasearan por ahí. —Talen frunció los labios mientras pensaba—. Berit —dijo—, ¿tenéis buena puntería con el arco?
—He seguido todos los entrenamientos —replicó el novicio, con cierta altanería.
—No os he preguntado acerca de vuestra aplicación, sino si tenéis buena puntería.
—Puedo acertar un blanco a un centenar de pasos.
—¿Tenéis vos alguna propuesta? —inquirió en dirección a Sparhawk antes de volverse hacia Berit—. ¿Veis aquel establo de allí? —señaló al otro lado de la calle—, ¿el que tiene el techo de paja?
—Sí.
—¿Podríais clavar una flecha en la paja?
—Fácilmente.
—Tal vez los entrenamientos sean útiles, después de todo.
—¿Cuántos meses practicaste tú para rajar bolsas? —espetó Kurik.
—Es distinto, padre. Mi objetivo residía en obtener un beneficio inmediato.
—¿Padre? —inquirió Berit, asombrado.
—Es una larga historia —se evadió Kurik.
—Por algún motivo, la gente del mundo entero escucha una campana que suena —declaró Talen con un tono pedante— y nadie puede sustraerse a la fascinación de contemplar el fuego. ¿Podéis conseguir una cuerda, Sparhawk?
—¿De qué longitud?
—Con la suficiente para llegar a la calle. El plan consiste en que Berit, una vez envuelta una flecha con yesca y tras prenderle fuego, dispare sobre aquel techo de paja. Los soldados correrán todos hacia esta calle para observar el espectáculo, con lo que yo podré deslizarme por la cuerda por el otro lado del edificio. Puedo llegar a la calle en menos de un minuto sin que se entere nadie.
—No puedes incendiar un establo —objetó Kurik, horrorizado.
—Lo apagarán enseguida —aseguró Talen con tono paciente—. Nosotros daremos la alarma desde aquí gritando «¡Fuego!» con toda la fuerza de nuestros pulmones. A continuación, descenderé por la soga que situaremos en la pared del otro extremo y estaré a cinco calles de distancia cuando se haya calmado la excitación. Sé dónde se halla la casa de Dolmant y puedo transmitirle la información que queráis.
—De acuerdo —aprobó Sparhawk.
—¡Sparhawk! —exclamó Kurik—. No le permitiréis que realice lo que se propone, ¿verdad?
—Puede dar un buen resultado, Kurik. La distracción y el subterfugio siempre son buenas tácticas.
—¿Os imagináis la cantidad de paja y de madera existentes en las edificaciones de este vecindario?
—Proporcionaríamos una gran ocasión de hacer algo útil a los soldados eclesiásticos —respondió Sparhawk con un encogimiento de hombros.
—Supone un gran riesgo, Sparhawk.
—Más peligro entraña la posibilidad de que Annias llegue a ocupar el trono del archiprelado. Preparemos lo que precisamos. Deseo salir de Chyrellos mañana al amanecer, y esos soldados apostados ahí afuera nos lo impiden.
Descendieron las escaleras en busca de una cuerda, un arco y un carcaj de flechas.
—¿Hay novedades? —inquirió Tynian en el patio. Lo acompañaban Kalten, Bevier y Ulath.
—Vamos a avisar a Dolmant —repuso Sparhawk.
—¿Con esto? —preguntó Tynian tras observar con sorpresa el arco que llevaba Berit—. ¿No representa mucha distancia para un disparo?
—Existen algunos ingredientes añadidos a la acción —le informó Sparhawk, y comenzó a exponer el ardid.
Al iniciar el ascenso a las almenas, puso la mano sobre el hombro de Talen.
—Tu misión no carece de peligros —avisó al muchacho—. Quiero que tomes todo tipo de precauciones.
—Os preocupáis demasiado, Sparhawk —afirmó Talen—. Podría ejecutarlo con los ojos cerrados.
—Necesitarás alguna nota para entregársela a Dolmant —añadió Sparhawk.
—¿Bromeáis? Si me detienen, puedo salir airoso con alguna mentira, pero si me encuentran una nota en el bolsillo estoy perdido. Dolmant me conoce y sabrá que sois vos quien le enviáis el mensaje. Dejad que yo me encargue de todo, Sparhawk.
—No te detengas a robar por el camino.
—Desde luego que no —replicó Talen con demasiada ligereza.
Sparhawk exhaló un suspiro antes de informar al chiquillo de lo que debía comunicar al patriarca de Demos.
El plan se llevó a cabo tal como lo había tramado Talen. Tan pronto como la patrulla de vigilancia recorrió aquel lado, la flecha de Berit surcó el aire con una trayectoria arqueada, como un meteoro, para clavarse en el techo de paja del establo, donde chisporroteó durante un momento. Tras unos instantes, las llamas comenzaron a avanzar rápidamente hacia la parhilera. Primero adquirieron una tonalidad anaranjada, luego amarilla, y después se extendieron en todas direcciones.
—¡Fuego! —chilló Talen.
—¡Fuego! —repitieron los demás.
Abajo, en la calle, los soldados de la Iglesia doblaron con paso pesado la esquina y se encontraron al desesperado propietario de la caballeriza.
—¡Bondadosos señores! —sollozaba el hombre mientras se retorcía las manos—. ¡Mi establo! ¡Mis caballos! ¡Mi casa! ¡Dios mío!
El oficioso capitán vaciló, contempló el fuego y, a continuación, la pared del castillo que quedaba enfrente. Se lo veía atrapado en una angustiante indecisión.
—Os ayudaremos, capitán —le gritó Tynian desde las almenas—. ¡Abrid la puerta!
—¡No! —contestó el militar—. Quedaos dentro.
—¡Podríais destruir la mitad de la ciudad sagrada, mentecato! —rugió Kalten—. Ese fuego se propagará si no reaccionáis inmediatamente.
—¡Vos! —ordenó el capitán al plebeyo propietario del establo—. Id a buscar cubos y enseñadme dónde se encuentra el pozo más cercano. —Se volvió rápidamente hacia sus subalternos—: Id a la puerta principal del castillo de los pandion y mandad venir más soldados. —Su voz denotaba resolución antes de dirigir la mirada a los caballeros asomados en el parapeto—. No obstante, dejad un destacamento de guardia allí —añadió.
—Aun así podemos ayudaros —ofreció Tynian—. En el interior del castillo existe un profundo pozo. Podríamos formar una hilera de hombres que pasaría los cubos a vuestros soldados. Nuestra principal preocupación consiste en salvar del fuego a Chyrellos. Vuestra obligación queda relegada en estos momentos.
El hombre pareció dudar.
—¡Por favor, capitán! —suplicó Tynian con voz henchida de sinceridad—. Os lo ruego. Permitidnos ser útiles.
—Muy bien —atajó el capitán—. Abrid la puerta. Pero que no salga nadie afuera.
—Por supuesto —replicó Tynian.
—Bien hecho —gruñó Ulath, al tiempo que le propinaba un golpecito a Tynian en el hombro con el puño.
—En ciertas ocasiones, hablar resulta beneficioso, mi silencioso amigo —aseguró Tynian con una mueca—. Algún día deberíais probarlo.
—Prefiero utilizar un hacha.
—Bueno, creo que ha llegado el momento de marcharme, caballeros —anunció Talen—. Ya que voy a circular por las calles, ¿deseáis que os traiga algo?
—No te distraigas de tu misión —respondió Sparhawk—; ve directamente a hablar con Dolmant.
—Ten cuidado —advirtió Kurik—. Aunque a veces me causas decepciones, no quiero perderte.
—¿Sentimentalismos, padre? —inquirió Talen, afectando estar sorprendido.
—No —repuso Kurik—. Se trata simplemente de un cierto sentido de responsabilidad en relación a tu madre.
—Lo acompañaré —propuso Berit.
—De ninguna manera —replicó Talen con una crítica mirada hacia el entusiasta novicio—. Seríais un estorbo. Perdonadme, estimado profesor, pero tenéis los pies demasiado grandes y los codos demasiado salidos para deslizaros sin ser visto, y ahora no dispongo de tiempo para enseñaros a escabulliros.
Tras estas palabras, el muchacho desapareció entre las sombras al otro lado del parapeto.
—¿Dónde encontrasteis a este joven tan peculiar? —inquirió Bevier.
—No me creeríais si os lo contara, Bevier —respondió Kalten—. Seguramente lo tacharíais de inverosímil.
—Nuestros hermanos pandion son algo más mundanos que el resto de nosotros, Bevier —sentenció Tynian—. Nosotros, que tenemos los ojos fijos en el cielo, no estamos tan versados como ellos en el lado sórdido de la vida. —Dirigió una mirada piadosa a Kalten—. Sin embargo, todos somos útiles, y estoy convencido de que Dios valora nuestros esfuerzos, aunque éstos sean deshonestos o depravados.
—Bien dicho —aprobó Ulath con la cara absolutamente inexpresiva.
El fuego humeó todavía durante un cuarto de hora mientras los soldados arrojaban con denuedo cubos de agua. Gradualmente, gracias al trabajo dedicado y a la cantidad de agua volcadas, el incendio se extinguió, El propietario del establo se lamentaba de que su forraje hubiera quedado empapado, pese a que esta circunstancia impedía que las llamas volvieran a avivarse.
—¡Bravo, capitán, bravo! —lo felicitó Tynian desde las almenas.
—No exageréis —murmuró Ulath.
—Es la primera vez que observo a estos sujetos realizar algo loable —protestó Tynian—. Este tipo de actuaciones merecen una ovación.
—Podríamos incendiar otros edificios si ello os complace tanto —sugirió el corpulento caballero genidio—. Así tendrían la oportunidad de acarrear cubos de agua durante una semana entera.
—No —respondió Tynian después de reflexionar—. Podrían perder el entusiasmo de la novedad y dejar que la ciudad ardiera a su suerte. ¿Ha descendido el chiquillo? —preguntó a Kurik.
—Con más sigilo que una serpiente que penetra en una madriguera —replicó el escudero de Sparhawk, al tiempo que trataba de disimular una nota de orgullo en su voz.
—Algún día tendréis que explicarnos por qué se empeña el chaval en llamaros padre.
—Tal vez en otro momento, mi señor Tynian —murmuró Kurik.
Al asomarse las primeras luces del alba en el horizonte, se oyó el retumbar de cientos de pasos que se aproximaban a las puertas del castillo. El patriarca Dolmant, a lomos de una mula blanca, encabezaba un batallón de soldados con la misma librea roja que los que vigilaban la fortaleza.
—Su Ilustrísima —saludó con premura el capitán que guardaba la salida.
—Quedáis relevado, capitán —indicó Dolmant—. Podéis regresar a los cuarteles con vuestros hombres. —Husmeó con un ligero aire de desaprobación—. Aconsejadles que se laven —sugirió—. Parecen deshollinadores.
—Su Ilustrísima —vaciló el militar—, el patriarca de Coombe me ordenó guardar esta casa. ¿Puedo enviar a un hombre para que confirme la contraorden?
—No, capitán —respondió Dolmant después de considerar la petición—. Retiraos de inmediato.
—Pero ¡Su Ilustrísima!
Dolmant dio una palmada y las tropas reunidas a su espalda ocuparon sus posiciones con las picas en alto.
—Coronel —dijo Dolmant con voz suave al comandante de sus tropas—, ¿seríais tan amable de escoltar al capitán y a sus hombres hasta sus cuarteles?
—Al instante, Su Ilustrísima —respondió el oficial con un rígido gesto de saludo.
—Opino que deberían permanecer confinados allí hasta que su aspecto haya mejorado.
—Desde luego, Su Ilustrísima —asintió sobriamente el coronel—. Yo mismo me encargaré de la inspección.
—Muy meticulosamente, coronel. El honor de la Iglesia se refleja en el porte de sus soldados.
—Su Ilustrísima puede confiar en que dedicaré la mayor atención al más mínimo detalle —aseguró el coronel—. El prestigio de nuestras tropas se basa en la apariencia del más humilde soldado.
—Dios aprecia vuestro celo, coronel.
—A su servicio consagro mi vida, Su Ilustrísima —aseveró el coronel con una profunda reverencia.
Ninguno de los presentes pestañeó ni sonrió.
—Oh —añadió Dolmant entonces—, antes de partir, coronel, traedme a ese mendigo andrajoso. Creo que voy a dejarlo con los hermanos de esta orden, como un acto de caridad, naturalmente.
—Desde luego, Su Ilustrísima.
A un gesto del coronel, un fornido sargento agarró a Talen por el cogote y lo llevó junto al patriarca. Después el batallón de Dolmant avanzó hacia el capitán y sus hombres y los acorralaron perfectamente contra la alta pared del castillo, con las picas en ristre. Los ahumados soldados del patriarca de Coombe fueron desarmados rápidamente antes de partir estrechamente vigilados.
Dolmant dio una afectuosa palmadita en el cuello a su mula blanca y, a continuación, dirigió la mirada a las almenas.
—¿Todavía no habéis emprendido la marcha? —preguntó.
—Efectuábamos los preparativos, Su Ilustrísima.
—El día transcurre velozmente, hijo mío —le dijo Dolmant—. Las tareas que Dios nos encarga no pueden realizarse con holgazanería.
—Lo tendré en cuenta, Su Ilustrísima —afirmó Sparhawk.
Entonces entornó los ojos para mirar severamente a Talen.
—Devuélvelo —ordenó.
—¿Cómo? —replicó Talen con ansiedad en la voz.
—Todo lo que has robado, hasta la última pieza.
—Pero, Sparhawk…
—Ahora mismo, Talen.
Refunfuñando, el chiquillo comenzó a extraer de sus ropajes toda suerte de pequeños objetos de valor ante los estupefactos ojos del patriarca de Demos.
—¿Estáis satisfecho, Sparhawk? —inquirió sombríamente, mientras alzaba la vista hacia las almenas.
—No del todo, pero representa un buen inicio. Después de haberte registrado dentro, seré más concreto.
Con un suspiro, Talen rebuscó en diversos bolsillos ocultos y añadió más artículos a las manos rebosantes de Dolmant.
—Supongo que os llevaréis a este muchacho, Sparhawk —quiso saber Dolmant mientras guardaba sus pertenencias en el interior de su casaca.
—Sí, Su Ilustrísima —respondió Sparhawk.
—Estupendo. Dormiré más tranquilo con la certeza de que no callejea por aquí. Apresuraos, hijo. Os deseo un buen viaje.
Tras esta despedida, el patriarca volvió grupas y se alejó.
—Sea como fuere —prosiguió sir Tynian con el relato notoriamente embellecido de ciertas aventuras de su juventud—, los barones de Lamorkand se cansaron de aquellos bandidos y acudieron a nuestro castillo a solicitar nuestra ayuda para exterminarlos. Como estábamos bastante aburridos de patrullar la frontera con Zemoch, accedimos a su demanda. Francamente, nos tomamos el asunto como una especie de ejercicio: tras unos días a caballo, esperábamos una estimulante pelea final.