Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—Gracias, Gorst —dijo Jezal—. Puedes retirarte.
El hombretón atravesó de espaldas una de las arcadas y cerró la puerta tras él. Por supuesto, no era la primera vez que se veían en secreto, pero ahora las cosas eran distintas. Se preguntó si terminarían con besos y palabras dulces, o si simplemente terminarían sin más. El comienzo no fue nada prometedor.
—Augusta Majestad —dijo Ardee con la mayor de las ironías—. Qué grandísimo honor. ¿Debo inclinarme hasta besar el suelo? ¿O basta con una simple reverencia?
Por muy duras que fueran sus palabras, el sonido de su voz le seguía cortando la respiración.
—¿Una reverencia? —alcanzó a decir—. ¿Sabes siquiera cómo hacerla?
—En realidad, no. No he sido educada en la alta sociedad y esa carencia hace que en un momento como éste me sienta abrumada —dio un paso hacia delante y miró con cara muy seria el sombrío jardín—. Cuando yo era niña, en mis más disparatadas fantasías, soñaba que un día el Rey en persona me invitaba a palacio. Comíamos estupendos manjares, bebíamos los mejores vinos y hablábamos de cosas importantes hasta bien entrada la noche —Ardee se llevó las manos al pecho y pestañeó con coquetería—. Gracias por hacer que los sueños de una pobre desgraciada se hayan hecho realidad, aunque sea por breves minutos. ¡Los demás mendigos no lo van a creer cuando se lo cuente!
—A todos nos ha sorprendido en gran manera el curso de los acontecimientos.
—Y que lo digáis, Majestad.
Jezal hizo una mueca de dolor.
—No me llames así. Tú no.
—¿Cómo debo llamaros?
—Por mi nombre. Jezal. Como me llamabas... por favor.
—Está bien. Me lo prometiste, Jezal. Me prometiste que no me fallarías.
—Ya lo sé, y pensaba cumplir mi promesa... pero lo cierto es que... —por muy rey que fuera seguía costándole un mundo dar con las palabras adecuadas y lo que le salió fue un torrente atropellado—. ¡No me puedo casar contigo! Lo habría hecho si no llega a ser por... —levantó los brazos y los dejó caer con abatimiento—. Si no hubiera pasado todo esto. Pero el caso es que ha pasado y yo no puedo hacer nada. No me puedo casar contigo.
—Claro que no —los labios de Ardee se curvaron con amargura—. Las promesas se quedan para los niños. Nunca me pareció muy probable, ni siquiera antes. Ni en mis momentos menos realistas. Ahora la idea me parece ridícula. El Rey y la campesina. Absurdo. Ni el más disparatado de los cuentos de hadas se atrevería a proponerlo.
—Eso no tiene por qué significar que no vayamos a vernos más —dio un paso vacilante hacia ella—. Todo será distinto, por supuesto, pero aun así podremos encontrar momentos... —muy lentamente, con torpeza, la tendió una mano—. Momentos en que podamos estar juntos —la acarició la cara con suavidad y sintió lo que siempre había sentido cuando estaba a su lado—. Podemos volver a ser lo que fuimos el uno para el otro. Tú no tendrías que preocuparte de nada. Todo se podría arreglar...
Ardee le miró directamente a los ojos.
—Así que... ¿te gustaría que fuera tu prostituta?
Jezal retiró la mano.
—¡No! ¡Claro que no! Quiero decir... Me gustaría que fueras... —¿Qué era lo que quería decir? Buscó desesperadamente una palabra mejor—. ¿Mi amante?
—Ah. Ya. Y cuando tomes esposa, ¿qué seré yo entonces? ¿Qué palabra crees que usará tu mujer para describirme? —Jezal tragó saliva y clavó la vista en sus zapatos—. Una puta sigue siendo una puta, uses la palabra que uses. Se cansa uno de ella con facilidad y con más facilidad se la sustituye. ¿Y cuando te canses de mí y busques otras amantes? ¿Cómo crees que me llamarán entonces? Yo soy una basura, ya lo sé. Pero el concepto que tienes tú de mí debe de ser aún más bajo que el que yo misma tengo.
—No es culpa mía —sintió lágrimas en los ojos. No sabía muy bien si de pena o de alivio. Quizá fuera una mezcla de ambas cosas—. No es culpa mía.
—Claro que no. Ni yo te la echo. Me la echo a mí misma. Siempre he pensado que tengo mala suerte, pero mi hermano tenía razón. Lo que ocurre es que elijo mal —sus ojos oscuros le miraban con la misma expresión de juez que tenían cuando se conocieron—. Podía haber encontrado un hombre bueno, pero te elegí a ti. No debí ser tan inconsciente. —Le rozó la cara con los dedos y le secó una lágrima que le corría por la mejilla con el pulgar. Igual que la última vez que se separaron, en el parque, bajo la lluvia. Pero entonces tenían la esperanza de volver a verse. Ahora no había ninguna. Ardee soltó un suspiro, dejó caer la mano y contempló con amargura el jardín.
Jezal pestañeó. ¿Era posible que eso fuera todo? Anhelaba poder pronunciar al menos una última palabra tierna, un adiós agridulce, pero su mente estaba vacía. ¿Qué palabras podrían cambiar algo? Habían terminado. Y seguir hablando sólo serviría para echar sal en la herida. Aliento malgastado. Apretó las mandíbulas y se limpió la cara borrando la huella de su llanto. Ella tenía razón. El Rey y la campesina. ¿Qué podía ser más ridículo?
—¡Gorst! —ladró.
Se abrió la puerta con un chirrido y el musculoso escolta surgió de las sombras con la cabeza humildemente inclinada.
—Acompaña a la señora a su casa.
Gorst asintió con la cabeza y se apartó de la arcada. Ardee se dio la vuelta y caminó hacia ella poniéndose la capucha mientras Jezal la veía alejarse. Se preguntó si haría una pausa en el umbral, si volvería la cabeza y sus ojos se encontrarían de nuevo y habría un último instante para los dos. Una última supresión del aliento. Un último vuelco del corazón.
Pero ella no miró para atrás. Sin detenerse un instante, se dirigió a la puerta y desapareció seguida de Gorst, mientras Jezal permanecía en el jardín a la luz de la luna. Solo.
Ferro estaba sentada en el tejado del almacén con las piernas cruzadas y los ojos entrecerrados para protegerse del sol. Contemplaba las embarcaciones y a la gente que se bajaba de ellas. Buscaba a Yulwei. Por eso iba allí todos los días.
La Unión y Gurkhul estaban en guerra, una guerra sin sentido en la que se hablaba mucho y no se luchaba, y de ahí que no partieran barcos para Kanta. Pero Yulwei iba adonde quisiera. Él podía llevarla de nuevo al Sur para que pudiera vengarse de los gurkos. Hasta que volviera, estaba atrapada con los pálidos. Apretó los dientes y los puños y contrajo el semblante exasperada por su impotencia. Por su aburrimiento. Por aquella pérdida de tiempo. Hubiera rezado pidiendo a Dios que volviera Yulwei.
Pero Dios nunca escuchaba.
Jezal dan Luthar, pese a ser un perfecto imbécil, había sido coronado Rey, por razones que ella no alcanzaba a comprender. Bayaz, no le cabía ninguna duda, estaba detrás de todo el asunto, y ahora pasaba con él las veinticuatro horas del día. Intentando convertirle en un verdadero jefe, seguro. Como ya había hecho durante todo el viaje de ida y vuelta a la gran llanura, con escaso éxito.
Jezal dan Luthar, rey de la Unión. Nuevededos se hubiera reído a carcajadas si se hubiera enterado. Ferro sonrió al imaginárselo riéndose. Luego se dio cuenta de que estaba sonriendo y dejó de hacerlo de inmediato. Bayaz le había prometido venganza y no se la había dado. La había dejado ahí empantanada, sin poder hacer nada. No había ningún motivo para sonreír.
Ahí seguía sentada, vigilando los barcos, esperando ver a Yulwei.
A Nuevededos no esperaba verlo. No esperaba verlo desembarcar en los muelles con paso tambaleante. Eso hubiera sido una esperanza infantil y tonta, propia de la estúpida criatura que había sido cuando los gurkos se la llevaron como esclava. Él no cambiaría de opinión y volvería. Ya se había ocupado ella de que fuera así. Pero qué raro que ahora muchas veces creyera verle entre la gente.
Los estibadores habían acabado por reconocerla. Al principio la llamaban. «¡Baja, bonita y dame un beso!», le había gritado uno en cierta ocasión. Y sus amigos se habían reído. Ferro le había tirado a la cabeza medio ladrillo y el impacto le había arrojado al mar. Después de que le sacaran del agua, ya no la habló. Ni los demás tampoco. Tanto mejor para ella.
Ahí seguía sentada vigilando los barcos.
Y siguió sentada hasta que el sol descendió por el horizonte tiñendo de luz los bordes de las nubes y arrancando un centelleo a las incesantes olas. Hasta que las multitudes se redujeron, las carretas dejaron de moverse y las voces y el ajetreo de los muelles se convirtieron en un polvoriento silencio. Hasta que la brisa se convirtió en aire frío sobre su piel.
Hoy no vendría Yulwei.
Bajó del tejado del almacén y se abrió paso por las callejas en dirección a la Vía Media. Y cuando caminaba por aquella calle ancha, mirando mal a las personas con las que se cruzaba, se dio cuenta. Alguien la iba siguiendo.
Lo hacía bien, con mucha cautela. Unas veces de cerca, otras de más lejos. Manteniéndose fuera de su vista, pero sin llegar a esconderse nunca. Dio unas cuantas vueltas para asegurarse, y ahí seguía el tipo aquel. Iba vestido todo de negro, tenía el pelo largo y lacio y llevaba una máscara que le cubría media cara. Como los hombres que les habían perseguido a ella y a Nuevededos antes de partir hacia el Viejo Imperio. Le escudriñó por el rabillo del ojo, sin mirarle nunca directamente, sin permitirle saber que se había percatado de su presencia.
Lo descubriría muy pronto.
Dobló por un lúgubre callejón, se paró y esperó a la vuelta de una esquina; pegada contra un muro mugriento, conteniendo la respiración. Su arco y su espada estaban muy lejos, pero la sorpresa era la única arma que necesitaba. Eso, y sus manos, sus pies, sus dientes.
Oyó cómo se acercaban los pasos. Pasos cautelosos que avanzaban por el callejón, haciendo tan poco ruido que apenas si se oían. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Estaba bien tener un enemigo, un objetivo. Estaba muy bien, después de tanto tiempo sin tenerlo. Servía para rellenar el hueco que tenía dentro, aunque sólo fuera por un momento. Apretó los dientes y sintió que la furia se hinchaba dentro de su pecho. Era una sensación caliente y excitante. Tranquilizadora y conocida. Como el beso de un antiguo amante muy añorado.
Cuando el tipo dio la vuelta a la esquina el puño de Ferro ya había salido disparado hacia delante. Se estrelló contra la máscara y le mandó tambaleándose hacia atrás. Entonces se echó sobre él y le abofeteó con las dos manos sacudiéndole la cabeza a izquierda y derecha. El enmascarado buscó torpemente su cuchillo, pero estaba tan aturdido que no fue lo bastante rápido y antes de que consiguiera sacar el arma de su vaina ella ya le había atrapado la muñeca. Le echó la cabeza hacia atrás con el codo y luego se lo clavó en la garganta y le dejó gorgoteando. Arrancó de su mano inerte el cuchillo, se giró y le dio una patada en la tripa que hizo que se doblara. Luego le propinó un rodillazo en la máscara que le arrojó de espaldas sobre la mugre del suelo. Acto seguido se echó sobre él, le rodeó la cintura con las piernas, le cruzó un brazo sobre el pecho y le puso su propio cuchillo en la garganta.
—Será posible —le susurró a la cara—. He pescado una sombra.
—Gurgh —surgió de la máscara por la que asomaban unos ojos que seguían estando en blanco.
—Es difícil hablar con eso puesto, ¿eh?
Y acto seguido le cortó las tiras de la máscara con un golpe de cuchillo que le hizo un alargado corte en la mejilla. Sin la máscara no parecía tan peligroso. El tipo era mucho más joven de lo que se había esperado, tenía un sarpullido en la barbilla y una pelusilla aterciopelada encima de los labios. Nada más quedarse sin la máscara, sacudió la cabeza y sus ojos volvieron a enfocar. Luego soltó un gruñido y se revolvió, pero Ferro le tenía bien sujeto y un leve toque con el cuchillo en el cuello bastó para tranquilizarle.
—¿Por qué me sigues?
—Qué mierda dices, yo no...
Ferro nunca había tenido mucha paciencia. Sentada a horcajadas encima de él, como estaba, le era fácil incorporarse un poco y darle un codazo en plena cara. Él hizo lo posible por parar el golpe, pero, con todo el peso de Ferro oprimiéndole las caderas, estaba indefenso. El brazo cruzó entre sus manos y se le estrelló en la boca, en la nariz y en la mejilla, golpeándole una y otra vez la cabeza contra los adoquines grasientos del suelo. Cuatro golpes más bastaron para quitarle las ganas de seguir defendiéndose. Su cabeza cayó hacia atrás y ella se agachó otra vez sobre él y le deslizó el cuchillo por debajo del gaznate. Hilos de sangre oscura brotaban de la nariz y la boca del tipo y le resbalaban por la cara.
—¿Y ahora vas a decirme por qué me sigues?
—Yo sólo te vigilo... —la sangre que tenía en la boca confería un tono pastoso a su voz—. Te vigilo nada más. No doy las órdenes.
Los soldados gurkos tampoco dieron la orden de matar a la gente de Ferro y de hacerla su esclava. Pero eso no quería decir que fueran inocentes. Ni sirvió para ponerles a salvo de ella.
—¿Quién las da?
El tipo tosió, contorsionó el rostro y unas burbujas de sangre brotaron de los hinchados agujeros de su nariz. Nada más. Ferro torció el gesto.
—¿Qué pasa? —movió el cuchillo hacia abajo y le pinchó en el muslo con la punta—. ¿Acaso crees que yo nunca he cortado una polla?
—Glokta —murmuró él cerrando los ojos—. Trabajo... para Glokta.
Glokta. El nombre no la decía nada, pero era una pista que se podía seguir.
Volvió a ponerle el cuchillo en el gaznate. La nuez subió y bajó rozando la hoja. Ferro apretó las mandíbulas, cerró los dedos alrededor de la empuñadura y le miró con gesto ceñudo. Unas lágrimas comenzaban a asomar por las comisuras de los ojos del tipo. Más valía acabar con esto y largarse. Era lo más seguro. Pero su mano no quería moverse.
—Dame una razón para que no te la corte.
Las lágrimas corrían ya libremente por los lados de su cara ensangrentada.
—Mis pájaros —susurró.
—¿Pájaros?
—No habrá nadie que les dé de comer y beber. Yo me lo merezco, ya lo sé, pero mis pájaros... no han hecho nada.
Ferro le miró con los ojos entornados. Pájaros. Por qué cosas más raras vive la gente.
Su padre tenía un pájaro. Se acordó de él metido en una jaula que colgaba de un palo. Era un ser inútil, que ni siquiera sabía volar. Lo único que hacía era estarse ahí quieto agarrado a su palito. Su padre le había enseñado a decir algunas palabras. Le recordó dándole de comer, cuando ella era una niña. Había sido hace mucho tiempo, antes de que llegaran los gurkos.