Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—Bailando desnuda alrededor de un fuego verde y eso, como si lo viera —dijo Tul.
—¡La luna velará por nosotros, amigos míos, no tenéis de qué preocuparos! —Crummock sacudió los huesos que tenía alrededor del cuello—. La luna nos ama a todos, y no podemos morir mientras...
—Eso díselo a los que han vuelto hoy al barro —Logen hizo un gesto brusco con la cabeza señalando las tumbas recién excavadas que había en la parte trasera de la fortaleza. No se las podía ver en la oscuridad, pero ahí estaban. Unos veinte montones alargados de tierra apisonada.
Pero el enorme montañés se limitó a sonreír.
—Yo diría que son afortunados, ¿no creéis? Al menos cada uno tiene su propio lecho, ¿no? Cuando las cosas se pongan calientes bastante suerte tendremos si acabamos en un hoyo con otros doce. De otra forma no habría espacio para que pudieran dormir los vivos. ¡Hoyos de veinte! ¿No me digas que no has visto eso antes, o que no los has excavado tú mismo con tus preciosas manos?
Logen se levantó.
—Puede que lo haya hecho, pero no me gustó nada.
—¡Claro que te gustó! —rugió Crummock a sus espaldas—. ¡No me cuentes historias, Sanguinario!
Logen no echó la vista atrás. Se habían colocado antorchas a lo largo de la muralla, a unos diez pasos una de otra, y sus brillantes llamas, rodeadas de nubes de insectos, rasgaban la oscuridad. En las zonas iluminadas se veían hombres apoyados en lanzas, aferrando arcos o con las espadas desenvainadas, que escrutaban la noche para que nadie les diera una sorpresa. A Bethod siempre le habían encantado las sorpresas, y Logen suponía que, de una u otra forma, acabarían llevándose alguna antes de que todo acabara.
Se arrimó al parapeto, posó las manos en la húmeda superficie de la piedra y contempló con gesto ceñudo las hogueras que ardían en la negrura del valle. Las de Bethod, a lo lejos en la oscuridad, y las suyas, unos fuegos que habían encendido bajo la muralla para intentar pillar a cualquier cabrón astuto que quisiera aproximarse sin ser visto. Proyectaban parpadeantes círculos sobre las oscuras rocas del terreno e iluminaban acá y allá el cadáver retorcido de algún Cabeza Plana, hecho trizas tras haber sido arrojado desde la muralla o acribillado a flechazos.
Al notar un movimiento detrás de él, un hormigueo recorrió la espalda de Logen y sus ojos se movieron oblicuamente. Tal vez fuera Escalofríos, dispuesto a saldar cuentas arrojándole desde lo alto de la muralla. Escalofríos u otro de esos cientos de hombres que se la tenían jurada por algo que Logen ya no recordaba pero que ellos no olvidarían jamás Se aseguró de que tenía la mano lo bastante cerca de un acero, enseñó los dientes y se preparó para volverse en redondo y soltar su golpe.
—No nos ha ido del todo mal hoy, ¿eh?— dijo el Sabueso—. No hemos tenido ni veinte bajas.
Logen volvió a respirar con calma y dejó caer la mano.
—Nos ha ido bien. Pero Bethod no ha hecho más que empezar. Nos está pinchando un poco para ver en donde somos más débiles, para ver si nos puede ir desgastando. Sabe que el tiempo es la clave. En una guerra no hay nada más importante que el tiempo. Un día o dos son mucho más valiosos para él que una montonera de Cabeza Planas. Si puede dar cuenta de nosotros rápidamente le dan igual las bajas.
—De modo que lo mejor será resistir lo más posible, ¿no?
En medio de la oscuridad, lejano y resonante, Logen oía el ruido de los herreros y los carpinteros trabajando.
—Ahí abajo andan fabricando cosas. Todo lo necesario para escalar nuestra muralla y rellenarnos el foso. Escalas a montones. Si puede, Bethod nos cogerá rápido, pero si no le queda más remedio, se lo tomará con calma.
El Sabueso asintió con la cabeza.
—Bueno, lo que decía. Lo mejor será resistir lo más posible. Si todo sale según lo planeado, dentro de poco tendremos aquí a la Unión.
—Más vale que sea así. Los planes tienen la maldita manía de hacerse pedazos cuando te apoyas mucho en ellos.
—Su Resplandescencia, el Gran Duque de Ospria, únicamente desea mantener unas óptimas relaciones...
Jezal no podía hacer otra cosa que seguir sentado y sonreír; de hecho, se había pasado todo el santo e interminable día sentado y sonriendo. La cara y el trasero le escocían. El parloteo del embajador continuaba implacable, acompañado de un florido aleteo de las manos. De vez en cuando contenía por un momento la catarata de su charlatanería para que el traductor pudiera expresarla en la lengua común. Casi que podría haberse ahorrado la molestia.
—...la gran ciudad de Ospria siempre se ha sentido honrada de contarse entre los más íntimos amigos de vuestro ilustre padre el Rey Guslav y ahora no ansia otra cosa que perpetuar su amistad con el gobierno y el pueblo de la Unión...
Jezal se había pasado toda la mañana sentado y sonriendo en su trono enjoyado, sobre su estrado de mármol, mientras los embajadores del Mundo entero acudían a presentarle sus respetos. Llevaba sentado desde que el sol hizo su aparición en el cielo y se derramó inmisericorde a través de los grandes ventanales, reflejándose en las molduras de oro incrustadas en cada centímetro de las paredes y del techo, centelleando en los grandes espejos, los candelabros de plata y las enormes vasijas, arrancando destellos multicolores a las tintineantes gotas de cristal que adornaban las monstruosas arañas del techo.
—...el Gran Duque desea una vez más expresar su fraternal disgusto por el pequeño incidente que tuvo lugar la última primavera y os asegura que nada semejante volverá a suceder, siempre que los soldados de Westport permanezcan del lado de la frontera que les corresponde...
Había seguido sentado durante toda la inacabable tarde, a medida que el calor se iba haciendo cada vez más agobiante en el salón, retorciéndose de incomodidad mientras los representantes de los grandes mandatarios del Mundo se inclinaban hasta casi rozar el suelo y pronunciaban las mismas felicitaciones insulsas en una docena de lenguas diferentes. Siguió sentado cuando el sol comenzó a ponerse y se encendieron y alzaron centenares de velas que le hacían guiños desde los espejos, los ventanales oscurecidos y la pulimentada superficie del suelo. Y ahí seguía, sentado, sonriendo y recibiendo los halagos de personas procedentes de unos países de los que ni siquiera había oído hablar antes de que empezara aquel día eterno.
—...Su Resplandescencia, asimismo, espera y confía que las hostilidades entre vuestra gran nación y el Imperio de los Gurkos toquen prontamente a su fin, para que el comercio pueda fluir con libertad por el Mar Circular.
El embajador y el traductor hicieron una pausa de cortesía y Jezal consiguió desperezarse lo bastante para pronunciar unas cuantas palabras desganadas.
—Por nuestra parte deseamos lo mismo. Os ruego agradezcáis de mi parte al Gran Duque su magnífico obsequio.
Dos lacayos alzaron el enorme cofre y lo depositaron junto al resto de trastos de vivos colores que Jezal había acumulado aquel día.
El parloteo en estirio volvió a inundar la habitación.
—Su Resplandescencia desea expresar su más sentida felicitación a Vuestra Augusta Majestad por su próximo matrimonio con la Princesa Terez, la Joya de Talins, sin duda alguna la mujer más bella de cuantas pueblan el Círculo del Mundo.
Jezal intentó que la sonrisa forzada no se le borrara del rostro. Había oído mencionar tantas veces su boda como un hecho establecido, que ya ni tenía ganas de corregir el error, es más, casi había empezado a considerarse comprometido. En aquel momento lo único que le importaba era que acabaran las audiencias de una vez para poder escabullirse un rato y descansar en paz.
—Su Resplandescencia nos ha pedido asimismo que deseemos a Vuestra Augusta Majestad un largo y feliz reinado —explicó el traductor—, así como muchos herederos, a fin de que vuestro linaje se prolongue con gloria inextinguible durante muchos años —Jezal hizo un diente más amplia su sonrisa e inclinó la cabeza—. Os deseo que tengáis una buena noche.
El embajador de Ospria hizo una florida reverencia, quitándose su enorme sombrero, cuyas plumas multicolores bailotearon con entusiasmo. Después comenzó a retirarse de espaldas por el resplandeciente suelo sin enderezarse. Consiguió como pudo llegar hasta el corredor sin caerse de bruces, y los portalones, festoneados con hojas de oro, se cerraron silenciosamente a su salida.
Jezal se arrancó la corona de la cabeza, la lanzó sobre un cojín que había junto al trono y se puso a rascarse con una mano las huellas que le había dejado en el cráneo mientras con la otra se desabrochaba el collar bordado. No le sirvió de nada. Seguía mareado, débil y con un calor sofocante.
Hoff ya se estaba acercando al lado izquierdo de Jezal con un gesto halagador.
—Este era el último de los embajadores, Majestad. Por la mañana acudirá toda la nobleza de Midderland. Están ansiosos de rendir homenaje...
—Mucho homenaje y poca ayuda, como si lo viera.
Hoff se las apañó para proferir una risita ahogada.
—Ja, ja, ja, Majestad. Llevan solicitando audiencia desde el amanecer y no vamos a ofenderles con un...
—¡Maldita sea! —Jezal se puso en pie de un salto e hizo un vano intento de despegar los pantalones de su sudoroso trasero. Se arrancó la banda carmesí de la cabeza y la tiró lejos, se despojó de la túnica dorada intentando rasgarla pero acabó enredándosele una manga y tuvo que sacársela del revés para lograr librarse de ella—. ¡Maldita sea! —la lanzó sobre la escalinata y por un momento se le pasó por la cabeza destrozarla a pisotones, pero, entonces, se acordó de quién era. Hoff había dado un cauteloso paso atrás como si hubiera descubierto que una espléndida mansión que acababa de comprar estuviera afectada por la carcoma. Los diversos lacayos, pajes y caballeros, tanto del cuerpo de Mensajeros como de la Escolta Regia, clavaban la vista al frente y se esforzaban por parecer estatuas. Bayaz permanecía de pie en un rincón oscuro de la estancia. Sus ojos estaban en sombra, pero su rostro tenía la dureza de la piedra.
Jezal se ruborizó como un colegial travieso al que el profesor ha llamado para rendir cuentas y se tapó el rostro con una mano.
—Ha sido un día terrible... —bajó apresuradamente los escalones del estrado y salió de la sala de audiencias con la cabeza gacha. El ruido de una tardía fanfarria desafinada le persiguió por el vestíbulo. Desgraciadamente, lo mismo hizo el Primero de los Magos.
—Un comportamiento muy poco gentil —dijo—. Un ataque de ira ocasional hace que un hombre infunda miedo. Si son frecuentes, le ponen en ridículo.
—Lo siento. La corona es una pesada carga —gruñó Jezal apretando los dientes.
—Una pesada carga y un alto honor. Ambas cosas. Si no recuerdo mal, habíamos quedado en que os esforzaríais por ser digno de ella —el Mago hizo una pausa significativa—. Quizá debáis esforzaros un poco más.
Jezal se frotó las sienes.
—Me hace falta estar un momento a solas. Un momento nada más.
—Tomaos todo el tiempo que necesitéis. Pero por la mañana tenemos trabajo, Majestad, un trabajo que no podemos eludir. La nobleza de Midderland no esperará para felicitaros. Estoy seguro de que os veré al amanecer rebosante de energía y de entusiasmo.
—¡Sí, sí! —contestó Jezal con irritación—. ¡Rebosante!
Salió de golpe a un pequeño patio, rodeado en tres de sus lados por una columnata en penumbra, y se quedó parado al frescor del atardecer. Se sacudió, apretó los ojos, echó hacia atrás la cabeza y respiró hondo. Un minuto a solas. Se preguntó si, aparte de los momentos dedicados a mear y a dormir, no sería el primero que se le permitía desde aquel día de locura en la Rotonda de los Lores.
Había sido la víctima, o quizá el beneficiario, del más craso, del más monumental de los errores. De alguna manera todos le habían tomado por un rey, cuando en realidad era evidente que no era más que un idiota ignorante y egoísta que en su vida había planeado nada ni con un día de antelación. Cada vez que alguien le llamaba Majestad, se sentía más un impostor, y a cada momento que pasaba, se sentía más culpable y más sorprendido de que nadie le hubiera desenmascarado aún.
Caminó sobre el cuidado césped y dio rienda suelta a su autocompasión exhalando un prolongado suspiro... que se le quedó atorado en la garganta. Junto a uno de los arcos se hallaba un Caballero de la Escolta Regia en una posición de firmes tan rígida que apenas había advertido su presencia. Lanzó una maldición para sus adentros. ¿Es que no podían dejarle solo cinco minutos seguidos? Arrugó el entrecejo al acercarse. El hombre empezó a resultarle familiar. Un hombre corpulento, con la cabeza afeitada y una notable ausencia de cuello...
—¡Bremer dan Gorst!
—Majestad —dijo Gorst, haciendo resonar su armadura al golpear su grueso puño contra el pulido metal de la coraza.
—¡Cuánto me alegro de verte!
A Jezal no le había gustado aquel hombre desde el momento en que le puso los ojos encima, y, por mucho que al final hubiera logrado ganarle, el hecho de que durante un buen rato le hubiera estado breando a porrazos en un círculo de esgrima no había mejorado su opinión sobre aquel bruto sin cuello. Pero ahora, encontrar una cara familiar, era como hallar un vaso de agua en el desierto. Es más, se sorprendió al verse estrechando su manaza como si fueran viejos amigos y teniendo que hacer un esfuerzo para soltársela.
—Vuestra Majestad me hace demasiado honor.
—¡Por favor, tú no necesitas llamarme así! ¿Cómo es que ahora perteneces al personal de la Casa Real? Creí que servías en la guardia de Lord Brock.
—Ese puesto no me venía bien —repuso Gorst con su extraña voz aflautada—. Hace unos meses tuve la suerte de obtener un puesto entre los Caballeros de la Escolta, Maj...
Inmediatamente se interrumpió.
A Jezal se le ocurrió una idea. Miró a su alrededor por encima de ambos hombros, pero no descubrió a nadie cerca de ellos. En el jardín reinaba un silencio sepulcral y los sombreados arcos estaban tan mudos como si fueran criptas.
—Bremer... Te puedo llamar Bremer, ¿verdad?
—Supongo que mi Rey puede llamarme como guste.
—Óyeme... ¿puedo pedirte un favor?
Gorst pestañeó.
—Vuestra Majestad sólo tiene que pedírmelo.
Jezal se dio la vuelta al oír que la puerta se abría. Gorst entró en la columnata acompañado del leve tintineo de su armadura. Le seguía una persona envuelta en una capa con la capucha echada. Volvió a sentir la vieja excitación de siempre cuando ella echó para atrás la capucha y un rayo de luz que se colaba por la rendija de un ventanal iluminó la parte inferior de su cara. Distinguía la curva reluciente de su mejilla, un lado de la boca, el perfil de su nariz, el brillo de sus ojos en penumbra y nada más.