El último argumento de los reyes (33 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Superior Glokta —resolló con una voz tan áspera como la corteza de un árbol—. Cuánto me alegro de que recibiera mi mensaje. Es todo un honor poder reanudar el trato con usted contra todo pronóstico. Así que sus jefes no recompensaron sus desvelos en el Sur rebanándole el pescuezo, ¿eh?

—Mi sorpresa no fue menor que la suya, pero, así fue en efecto.
Aunque todavía hay tiempo de sobra para eso
. ¿Qué tal fueron las cosas por Dagoska después de que yo me fuera?

El estirio hinchó los carrillos y los vació de golpe.

—Ya que lo pregunta, le diré que lo de Dagoska fue un desastre. Muchos hombres murieron. Y muchos otros acabaron convertidos en esclavos. En fin, lo normal cuando los invitados a cenar son los gurkos. Muchos hombres buenos que acabaron mal y muchos hombres malos que tampoco salieron mucho mejor parados. En realidad todo acabó mal para todos. Su amigo el general Vissbruck fue uno de ellos.

—Según he oído se cortó el cuello.
Un acto que le ha granjeado el aplauso unánime de la opinión pública
. ¿Y cómo logró escapar usted?

La comisura de la boca de Cosca se curvó un poco hacia arriba, como si quisiera sonreír pero no tuviera fuerzas para ello.

—Me disfracé de sirvienta y salí huyendo.

—Ingenioso.
Aunque me parece bastante más probable que fueras tú quien abrió las puertas a los gurkos a cambio de la libertad. Me pregunto si yo no hubiera hecho lo mismo en una situación como esa. Seguramente sí. Y una suerte para los dos
.

—Dicen que la suerte es mujer. Y que se siente atraída por quienes menos la merecen.

—Puede ser.
Aunque en mi caso ni la merezco ni la tengo
. Desde luego es una circunstancia muy afortunada que haya aparecido por Adua en un momento como este. Las cosas andan... un poco revueltas.

Glokta oyó una especie de chillido, acompañado de un leve runrún, y de pronto una rata salió disparada de debajo de su silla y se detuvo un momento a plena vista. Con un gesto torpe, Cosca hurgó en su desastrada casaca y luego sacó la mano a toda velocidad. Con ella salió un puñal, que surcó el aire como una exhalación, se clavó en los tablones del suelo y se quedó vibrando a más de dos zancadas de su blanco. La rata permaneció quieta unos instantes, como para dejar bien claro su desprecio, y luego se escabulló entre las patas de las mesas y las sillas, esquivando las desgastadas botas de los parroquianos.

Cosca se repasó con la lengua sus dientes verdosos y salió del cubículo para ir a recoger su puñal.

—Antes era rápido como una centella con el puñal, ¿sabe?

—Antes las más hermosas mujeres estaban pendientes de cada una de mis palabras —Glokta se lamió sus encías desnudas—. Los tiempos cambian.

—Eso he oído. Y no han sido pocos los cambios que ha habido. Nuevos gobernantes significan nuevas preocupaciones. Y para la gente de mi oficio, las preocupaciones significan negocio.

—Es posible que dentro de no mucho pueda serme de utilidad un hombre dotado de un talento tan particular como el suyo.

—Faltaría a la verdad si le dijese que no estaría en condiciones de aceptar la oferta que me hiciera —Cosca levantó una botella, la inclinó e introdujo la lengua en el cuello para rebañar las últimas gotas—. Mis faltriqueras andan tan vacías como un pozo seco. Tan vacías que, de hecho, ni siquiera tengo faltriqueras.

En eso, al menos, puedo serle de ayuda
. Glokta se aseguró de que nadie los estaba mirando y luego arrojó un objeto sobre la rugosa superficie de la mesa y se quedó mirando cómo se deslizaba dando giros hasta quedar detenido justo delante de Cosca. El mercenario lo cogió entre el pulgar y el índice, lo acercó a la llama de la vela y lo observó con uno de sus ojos sanguinolentos.

—Yo diría que esto es un diamante.

—Considérelo un adelanto por sus servicios. Me imagino que podrá encontrar unos cuantos hombres de un talento afín al suyo para que le ayuden. Hombres fiables, de esos que no hacen preguntas ni se van de la lengua. Buenos hombres que puedan echarle una mano.

—Querrá decir malos hombres, ¿no?

Glokta sonrió, dejando al descubierto los huecos de su dentadura.

—Bueno, supongo que todo dependerá de si uno es su patrón o del trabajo que tienen que realizar.

—Eso mismo supongo yo —Cosca dejó caer la botella sobre los desnivelados tablones del suelo—. ¿Y en qué consiste ese trabajo, Superior?

—De momento, lo único que hay que hacer es esperar y dejarse ver lo menos posible —acto seguido, sacó la cabeza del cubículo y llamó a una malcarada sirvienta chasqueando los dedos—. ¡Traiga a mi amigo otra botella de lo mismo!

—¿Y luego?

—Estoy seguro de que encontraré algo para usted —haciendo un gesto de dolor, se corrió un poco hacia delante en la silla y susurró:

—Entre usted y yo. He oído rumores de que los gurkos están en camino.

—¿Otra vez ellos? ¿Y otra vez nosotros? Esos cabrones no respetan nada. Ni dioses, ni justicia, ni credos —se estremeció—. Me ponen de los nervios.

—Bueno, sean quienes sean los que al final llamen a nuestra puerta, estoy seguro de que a pesar de tenerlo todo en contra conseguiré arreglármelas para montar una de esas resistencias heroicas en las que no existe ninguna posibilidad de recibir auxilio.
Al fin y al cabo, enemigos no me faltan
.

Los ojos del mercenario se iluminaron cuando la sirvienta plantó una botella llena en la superficie alabeada de la mesa.

—Ah, las causas perdidas. Son mis favoritas.

El hábito de mandar

West estaba sentado en la tienda del Lord Mariscal mirando al infinito con gesto pesaroso. A lo largo de aquel último año apenas si había estado ocioso un solo instante. Y ahora, sin embargo, lo único que podía hacer era aguardar. A cada momento esperaba ver a Burr apartar la solapa de la tienda y encaminarse hacia los mapas con las manos enlazadas a la espalda. Seguía esperando sentir en el campamento su tranquilizadora presencia, oír su voz atronadora llamando al orden a algún oficial indisciplinado. Pero también sabía, por supuesto, que eso no iba pasar. Ni ahora ni nunca.

A su izquierda se sentaban los miembros del Estado Mayor de Kroy, lúgubres y solemnes en sus negros uniformes, que, para no perder la costumbre, estaban perfectamente planchados. A su derecha, hinchados de orgullo como pavos reales desplegando sus colas, se repantigaban los hombres de Poulder, con el botón de arriba de las guerreras desabrochado en patente desafío a sus colegas de enfrente. Por su parte, los dos grandes generales se observaban el uno al otro con la misma desconfianza que dos ejércitos enemigos en el campo de batalla, mientras aguardaban la llegada del edicto que elevaría a uno de ellos al Consejo Cerrado y a las cumbres del poder y truncaría las esperanzas del otro para siempre. El edicto que certificaría la proclamación del nuevo Rey de la Unión y el nombramiento de su nuevo Lord Mariscal.

La cosa estaba entre Poulder y Kroy, y ambos saboreaban ya por anticipado su gloriosa victoria final sobre el otro. Entretanto, el ejército, y West en concreto, permanecía parado sin hacer nada, en la más absoluta impotencia. Más al norte, el Sabueso y sus compañeros, que habían salvado la vida a West en su larga marcha por la intemperie más veces de las que fuera capaz de recordar, luchaban por su supervivencia y oteaban el horizonte con desesperación aguardando una ayuda que no llegaría nunca.

West se sentía como una persona que estuviera asistiendo a su propio funeral, un funeral cuya concurrencia estaba compuesta en su mayoría por enemigos sonrientes y desdeñosos que habían acudido sólo para figurar. La cosa estaba entre Poulder y Kroy, y fuera quien fuera el elegido, supondría su perdición. Poulder le odiaba con ardiente pasión, Kroy le aborrecía con gélido desprecio. La única caída más fulminante y definitiva que la suya sería la de aquel de los otros dos al que pasara por encima el Consejo Cerrado.

De fuera llegó un leve revuelo, y todas las cabezas se giraron con avidez para ver qué pasaba. Luego se oyeron unos pasos apresurados que se acercaban a la tienda, y varios oficiales se levantaron ansiosos de sus sillas. Se abrió de golpe la solapa, y acompañado del tintinear de sus espuelas irrumpió la figura de un Mensajero. Era un tipo tan alto que, al erguirse, las alas de su casco casi hacen un agujero en el techo de la tienda. Colgada en bandolera del hombro de su coraza llevaba una cartera de cuero que tenía impreso el sol dorado de la Unión. West lo miró fijamente, conteniendo la respiración.

—Entrégueme su mensaje —le apremió Kroy, alargando una mano.

—¡Entréguemelo a mí! —le espetó Poulder.

Los dos hombres se zarandearon el uno al otro con escasa dignidad mientras el Mensajero los contemplaba impasible con el ceño fruncido.

—¿Se encuentra el coronel West entre los presentes? —inquirió con una resonante voz de bajo. Todas las cabezas, y de manera muy particular, las de Poulder y Kroy, se volvieron hacia atrás.

Vacilando un poco, West se levantó de la silla.

—Mmm... yo soy West.

El Mensajero rodeó a Poulder y Kroy, sin ninguna ceremonia, y acompañado del cascabeleo de sus espuelas, avanzó hacia West. Abrió la cartera, sacó un rollo de pergamino y lo alzó.

—Las órdenes del Rey.

Para rematar la imprevisible carrera de West con una última ironía, al parecer iba a tener que ser él quien anunciara el nombre de la persona que unos pocos minutos después le destituiría de la forma más deshonrosa posible. Pero si había llegado la hora de arrojarse sobre su espada, demorarlo no haría si no aumentar el dolor. Cogió el rollo que le tendía el guantelete del Mensajero y rompió el grueso sello. Lo fue desenrollando y se detuvo a la mitad, cuando ya quedaba a la vista una parte del texto. Todos los presentes contuvieron la respiración cuando se dispuso a empezar a leer.

A West se le escapó una risa de incredulidad. A pesar de que la atmósfera que reinaba en la tienda era tan tensa como la de la sala de un tribunal donde se aguardara la lectura del veredicto, no pudo contenerse. Tuvo que releer dos veces la primera parte del mensaje y ni siquiera así llegó a asimilarlo del todo.

—¿Qué es lo que le divierte tanto? —inquirió Kroy.

—El Consejo Abierto ha elegido como nuevo Rey de la Unión a Jezal dan Luthar, que a partir de ahora pasará a llamarse Jezal Primero —West tuvo que volver a reprimir una carcajada, aunque, a decir verdad, si aquello era una broma no tenía la más mínima gracia.

—¿Luthar? —preguntó alguien—. ¿Quién demonios es el tal Luthar?

—¿No es el muchacho ese que ganó el último Certamen?

En cierto modo todo aquello resultaba de lo más apropiado. Jezal siempre se había comportado como si valiera mucho más que el resto de la humanidad. Y, al parecer, no se equivocaba. Pero ahora eso, por muy trascendental que fuera, era un asunto secundario.

—¿Quién es el nuevo Lord Mariscal? —gruño Kroy, y los miembros de ambos Estados Mayores, que ahora ya estaban todos de pie, se adelantaron y formaron un semicírculo de rostros expectantes.

West respiró hondo y se preparó para lo peor, como un niño que estuviera a punto de zambullirse en un estanque helado. Abrió del todo el rollo y sus ojos recorrieron la última parte del texto. Frunció el ceño. Ni el nombre de Poulder ni el de Kroy aparecían por ninguna parte. Volvió a leerlo, esta vez con más cuidado. De pronto sintió que las rodillas le flojeaban.

—¿A quién se nombra? —soltó Poulder casi chillando. West abrió la boca, pero no le salían las palabras. Le tendió el rollo y Poulder se lo arrancó de la mano mientras Kroy se esforzaba inútilmente por echar un vistazo por encima del hombro.

—No —exhaló Poulder al acabar de leer.

Kroy se apoderó del despacho y sus ojos lo recorrieron a toda velocidad.

—¡Tiene que ser un error!

Pero el Mensajero no era de la misma opinión.

—El Consejo Cerrado no acostumbra a cometer errores. ¡Son las órdenes del Rey! —y acto seguido se volvió hacia West y le saludo con una inclinación—. Mi Lord Mariscal, me despido de usted.

La crema y nata de la oficialidad del ejército miraba a West con la boca abierta.

—Ejem... sí —alcanzó a tartamudear—. Sí, claro.

Una hora más tarde la tienda estaba vacía. West estaba sentado a solas ante el escritorio de Burr, colocando y recolocando una y otra vez el bolígrafo, el tintero, los papeles y, sobre todo, la voluminosa carta, que acababa de sellar con un goterón de cera roja. Bajó la vista y la contempló con gesto ceñudo, luego la alzó para mirar con idéntico gesto los mapas desplegados en los tableros, volvió a bajarla hacia sus manos, que descansaban ociosas sobre el cuero rayado, y trató de comprender qué demonios había pasado. Lo único que tenía claro era que de pronto se había visto encumbrado a uno de los cargos más importantes de la Unión. El Lord Mariscal West. Exceptuando tal vez a Bethod, era el hombre más poderoso a este lado del Mar Circular. Poulder y Kroy estaban obligados a llamarle «señor». Y ocupaba una silla en el Consejo Cerrado. ¡Él! ¡Collem West! Un plebeyo que durante toda su vida había tenido que aguantar que le despreciaran, le avasallaran y le trataran con condescendencia. ¿Cómo era posible que hubiera sucedido aquello? No por sus propios méritos, desde luego. Ni por ninguna cosa que él hubiera hecho o dejado de hacer. Por una pura cuestión de suerte. Por una amistad casual con un hombre que en muchos aspectos no le caía demasiado bien y del que sin duda jamás había esperado que le hiciera ningún tipo de favor. Un hombre que, por un golpe de fortuna al que sólo cabía calificar de auténtico milagro, había ascendido al trono de la Unión.

Su carcajada de incredulidad fue de corta duración. Una imagen extremadamente desagradable se estaba formando en su mente. El Príncipe Ladisla, tirado a la intemperie con la cabeza abierta, medio desnudo y sin enterrar. West tragó saliva. De no haber sido por él, ahora Ladisla sería rey, y él estaría limpiando letrinas en lugar de preparándose para asumir el mando del ejército. Empezaba a dolerle la cabeza y se frotó las sienes. Al final iba a resultar que sí que había desempeñado un papel crucial en su propio ascenso.

La solapa de la tienda aleteó y apareció Pike con una caricatura de sonrisa en su rostro abrasado.

—El general Kroy está aquí.

—Déjele sudar un rato —pero quien estaba sudando en realidad era el propio West. Se frotó sus manos humedecidas y se alisó el uniforme, al que hacía muy poco habían cortado los galones de coronel. Tenía que aparentar que dominaba la situación perfectamente y sin ningún esfuerzo, igual que habría hecho siempre el Mariscal Burr. Igual que en sus tiempos hiciera el Mariscal Varuz en las áridas estepas de Gurkhul. Tenía que bajarles los humos a Poulder y a Kroy cuanto antes. Si no lo hacía ahora, quedaría a su merced para siempre. Un pedazo de carne desgarrado por las dentelladas de dos perros rabiosos. Aunque no sin cierta reticencia, cogió la carta y se la tendió a Pike.

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